Por qué duele el amor

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Que el amor es fuente de felicidad nadie se atreve a dudarlo. Más difícil resulta reconocer que es también fuente de sufrimiento. Sin embargo, buena parte de los tormentos interiores de muchas personas tienen que ver, precisamente, con los temores, frustraciones y desengaños que rodean la búsqueda y la preservación del amor. Que esos sufrimientos no tienen únicamente un origen privado, psicológico, sino que derivan en parte de la transformación de las estructuras y las instituciones sociales, es lo que Eva Illouz trata de mostrar en este magnífico libro, Por qué duele el amor. (1)

A lo largo de las páginas de este libro, Illouz trata de mostrar que el amor romántico tal y como lo viven hombres y mujeres de nuestro tiempo es escenario de un proceso paradójico: por una parte, los individuos modernos se muestran mejor pertrechados que sus predecesores para tolerar repetidas experiencias de abandono, rupturas, engaño o separación, en la medida en que se ven capacitados para reaccionar ante tales experiencias con desapego, autonomía, hedonismo, cinismo e ironía.

Por otra parte, sin embargo, precisamente porque han desarrollado esta clase de estrategias, se han privado a sí mismos de la capacidad de amar con pasión (428).

Nuevo marco de las elecciones románticas

Ello tiene mucho que ver con que los individuos, por sí solos, se ven enfrentados a la difícil tarea de conciliar, en el interior mismo de una relación, su deseo de autonomía con el deseo de reconocimiento, que, bajo el influjo del ideal romántico, y en las condiciones modernas de individualización creciente, se espera únicamente del amor de otro y no ya –como sucedía antaño– de la inserción en una clase.

Sin pretender en modo alguno excluir la posibilidad de que haya un amor moderno feliz (428), el propósito de Illouz en esta obra ha sido mostrar los efectos indeseados que algunos desarrollos modernos –que ella designa como “la Gran Transformación”– han tenido precisamente en el ámbito de las relaciones íntimas. De este modo consigue mostrar también la relevancia del análisis sociológico para comprender la naturaleza de los problemas que se plantean en este terreno, cuyas dimensiones institucionales y culturales tendemos a pasar por alto, precisamente a causa de la hipertrofia de las explicaciones psicologizantes que dominan nuestra cultura.

El individuo moderno es simultáneamente emocional y económico, romántico y racional-instrumental

La idea que atraviesa el libro, en efecto, es similar a la que a comienzos del XIX llevó a muchos sociólogos a buscar razones sociales y no meramente psicológicas o morales de la pobreza. En esta misma línea, conjugando el enfoque macro-sociológico en la tradición de Marx y Weber con el análisis de entrevistas, Illouz hace visible el rendimiento cultural de una sociología de las emociones.

Evitando la tendencia a individualizar los problemas, presente en el discurso psicológico dominante, y en la literatura de autoayuda, Illouz desea destacar que “las experiencias corrientes del sufrimiento emocional –no sentirse querido o sentirse abandonado, torturarse con la distancia o el desapego de otros– están impregnadas de valores e instituciones centrales para los modernos” (429). Así, detrás de fenómenos como la desigual actitud de hombres y mujeres frente al compromiso, las inseguridades derivadas del difícil equilibrio entre autonomía y reconocimiento, la tendencia de las mujeres a autoinculparse cuando fracasan las relaciones, etc., cabe reconocer cambios estructurales y culturales que han alterado profundamente las condiciones en las que hombres y mujeres hacen sus elecciones románticas.

La Gran Transformación

En último término, la “Gran Transformación” en materia romántica residiría en una “transformación de la ecología y la arquitectura de la elección”:

“Una de las transformaciones centrales del amor en la modernidad tiene que ver con las condiciones en las que se toman las decisiones románticas. Estas condiciones son de dos tipos: una se refiere a la ecología de la elección, o el ambiente social que le orienta a uno a decidir en una determinada dirección… pero la elección está marcada también por un segundo elemento, que designo como ‘arquitectura de la elección’… esta se refiere a los criterios por medio de los cuales se juzga un objeto, así como los modos en que una persona examina sus propios sentimientos, su saber y su pensamiento lógico, para tomar una decisión” (40, 2).

La revolución sexual ha dejado a las mujeres en inferioridad de condiciones emocionales frente a los hombres

Así, en contraste con épocas precedentes, donde el proceso del cortejo estaba controlado por la familia de la mujer, la desaparición de las barreras culturales y sociales ha tenido un efecto ambivalente: por un lado ha ampliado las posibilidades teóricas de elección; por otra, ha hecho recaer los criterios de elección completamente sobre los individuos.

Illouz ilustra esta idea, comparando el modo en que estaba institucionalizado el cortejo y el matrimonio en los siglos XVIII y XIX –para lo cual se sirve de algunas de las novelas más conocidas de Jane Austen- y el proceso de desinstitucionalización posterior, en el que han desempeñado un papel clave dos factores: por un lado, el ideal romántico de la afinidad sentimental como idea regulativa de las relaciones entre los sexos y, por otro, el desarrollo del mercado.

Frente al lenguaje moral, que servía a los personajes de Austen como código cultural de valores compartidos, la difusión del ideal romántico de afinidad sentimental, reproducido hasta el agotamiento por la cultura popular, ha servido para romper fronteras sociales y económicas en la elección de pareja. Pero también ha privado a los hombres y mujeres de las seguridades culturales anteriores, para introducirles en un calvario de introspección psicológica –bien explotado por los expertos psicólogos que ofrecen sus consejos en las revistas o Internet.

Según sostiene Illouz, “lo que llamamos ‘triunfo’ del amor romántico en las relaciones entre los sexos, consistió sobre todo en que la elección amorosa individual se independizó de la red moral y social del grupo, dando lugar a un mercado de encuentros auto-regulado” (81).

La ampliación de la oferta

Traducido al lenguaje económico de Gary Becker, diríamos que la ruptura de las fronteras sociales y culturales se habría traducido en una ampliación sin precedentes del mercado matrimonial, en el que los sujetos en principio compiten libremente, pero, como fácilmente cabe apreciar, no en igualdad de condiciones: los hombres juegan con ventaja. En todo caso, esto explica el segundo de los elementos que, según Illouz, han alterado la arquitectura de la elección: la progresiva afinidad entre la dinámica del deseo amoroso y la dinámica de la economía, y, con ello, la transformación sufrida por la cuestión del valor (y el sentimiento del propio valor).

En efecto: en la medida en la que el amor y la sexualidad aparecen progresivamente desvinculados de referentes morales o culturales y respecto a lo que constituye “un buen partido”, los sujetos incorporan criterios de valoración cada vez más superficiales –la aparición de “lo sexy” como categoría cultural es un reflejo de este proceso– y cada vez más vinculados a la dinámica del mercado: valoramos más lo que es escaso y menos lo que es abundante.

Por ahí discurriría la razón estructural de por qué los hombres, que en el siglo XIX eran los que tenían mayor interés en comprometerse –la promesa era una institución central de la vida social–, ahora huyen del compromiso: no es que sean “seres egoístas por naturaleza” –uno de los propósitos de Illouz, al situar en segundo lugar las explicaciones biopsicológicas, es evitar la tendencia a patologizar el comportamiento masculino, o a medirlo según el patrón del comportamiento femenino–, sino que el contexto en el que tienen que elegir mujer ha cambiado.

Aplicando la racionalidad económica más elemental a cuestiones sentimentales, el razonamiento implícito sería: hay abundancia de mujeres disponibles, no compensa ligarse con ninguna, compensa dejar la elección abierta, por si aparece una opción mejor. La situación de la mujer, en cambio es desde el principio diversa; para ella corre más deprisa el reloj biológico y en parte por eso, en la mayoría de los casos –aunque las excepciones también van en aumento– ellas muestran más disposición a comprometerse, de modo que, cuando encuentran que del otro lado no existe la misma disposición, la experiencia del amor se convierte en fuente de frustraciones.

Elección más libre e insegura

Pero, como apuntábamos arriba, la Gran Transformación en materia romántica afectaría también a lo que Illouz denomina arquitectura de la elección: desaparecidos los criterios culturales compartidos, el juicio sobre lo que constituye un buen partido se individualiza:

“La transición de lo premoderno a lo moderno en la elección de pareja es una transición desde significados y rituales públicos compartidos –por los cuales hombres y mujeres pertenecían a un mundo social común– a interacciones privadas, en las que el yo de otra persona es evaluado a la luz de una multiplicidad de criterios fluctuantes como el atractivo físico, la química de sentimientos, la compatibilidad de los gustos, y la disposición psicológica. (…) La clase social e incluso el carácter pertenecen a un mundo en el que los criterios para establecer valor eran conocidos, públicos y accesibles a todos (…) Debido a que el valor social debe ahora negociarse en y a través de gustos individuales, y a causa de la individualización de los criterios de valor, el yo se enfrenta a nuevas formas de inseguridad… por ejemplo, qué vale como ‘sexy’, o ‘deseable’ –aunque siguen cánones de imágenes públicas de belleza– están enteramente sujetos a una dinámica del gusto individualizada y por ello relativamente impredecible” (227).

Por esta vía se hace patente que “el amor romántico heterosexual es uno de los lugares donde mejor se aprecia la ambivalencia de lo moderno, porque en las últimas cuatro décadas hemos presenciado tanto la radicalización de la libertad y la igualdad en el interior mismo del vínculo romántico, como una radical separación entre sexualidad y emocionalidad. El amor romántico se hace eco así de dos de las revoluciones culturales más importantes del siglo XX: por un lado la individualización de los estilos de vida y la intensificación de proyectos emocionales; por otro, la economización de las relaciones sociales, la omnipresencia de modelos económicos que dan forma al yo y sus emociones… El individuo moderno es simultáneamente emocional y económico, romántico y racional-instrumental” (23, 4).

Ciertamente, la Gran Transformación no impide que la experiencia del amor en cuanto tal –en la cual van implícitos la entrega confiada y el abandono– sea accesible también a nuestros contemporáneos, incluso cuando vaya precedida de una elección calculada en clave moderna. Ahora bien, precisamente por eso, y precisamente, tal vez, porque, en términos de reconocimiento, el amor romántico supone jugarse la vida a una sola carta, el fracaso en el amor, por ejemplo cuando se percibe que el otro/a no está en el mismo nivel, altera la vida de un modo más devastador que en otras épocas, porque en este caso es también la percepción del propio valor lo que se encuentra en juego.


El amor romántico en la ficción


Uno de los factores que más ha contribuido a acelerar la Gran Transformación es la enorme difusión de los ideales románticos en la cultura popular, a través de lo que Illouz denomina, siguiendo a Adorno, “la institucionalización de la imaginación”, una de cuyas primeras expresiones fue la novela.

Una sociología cultural del amor no puede menos que interesarse por la imaginación, “porque esta se encuentra profundamente implicada con la ficción y la ficcionalidad y porque las ficciones institucionalizadas (en televisión, cómics, películas, libros dinfantiles) son de importancia capital para la socialización. Esta ficcionalidad impregna el yo, el modo y manera en que el yo se modela narrativamente, vive a través de historias y comprende sentimientos que configuran el proyecto de vida de una persona” (376).

Ahora bien, la mayor parte de las ficciones que consumimos transmiten una idea del amor romántico que predispone a los individuos a abrigar expectativas desmesuradas respecto a la otra persona y la naturaleza de la relación, que frecuentemente se estrellan con el carácter rutinario, altamente racionalizado de la vida cotidiana.

Los pequeños desengaños, las irritaciones por cuestiones banales, son fenómenos en buena parte derivados del ideal de intimidad asociado con el amor romántico –un ideal relativamente reciente en la historia del amor: “Hasta bien entrado el siglo XIX, las estructuras familiares se presentaban de una manera totalmente distinta: hombres y mujeres no dormían necesariamente en la misma habitación; pasaban el tiempo libre separados y no compartían permanentemente sus sentimientos y vida interior… la institucionalización de la intimidad y la cercanía, hace posible irritaciones y desengaños, porque conduce a las personas a concentrarse en el otro y los hace menos capaces de concentrarse en la forma cultural de sus emociones” (398).

En último término, la Gran Transformación en la ecología y la arquitectura de la elección, así como la institucionalización de la imaginación, han transformado la misma estructura del deseo. Para Illouz esto resulta particularmente visible en el modo en que quedan figuradas las relaciones románticas en Internet, donde la confluencia entre el racionalismo de la elección y el romanticismo de la imaginación es patente, y donde la transición entre la imaginación y la realidad resulta especialmente difícil.

Necesidad de una ética

A la luz de este análisis, Illouz no tiene reparos en reconocer el lado oscuro de la revolución sexual, que ha dejado a las mujeres en inferioridad de condiciones emocionales frente a los hombres. Con ello no persigue en modo alguno restaurar un orden social decimonónico, pero sí mostrar la necesidad de una ética sexual a la altura de los logros modernos de libertad e igualdad, que consiga devolver al amor su pasión y su significado humano.

“El estado de indecisión acerca de lo que amamos –causado por la abundancia de elección, por la dificultad para conocer las propias emociones mediante escrutinio psicológico, y por el ideal de autonomía– hace difícil el compromiso apasionado y termina oscureciendo quiénes somos para nosotros mismos y para el mundo. Por estas razones, no puedo aceptar el culto de la experiencia sexual que ha invadido el panorama de los países occidentales, principalmente porque creo que semejante visión de la libertad sexual, intensamente cosificada, interfiere con la capacidad de hombres y mujeres para forjar vínculos intensos e integrales, que nos proporcionen un conocimiento de la clase de personas por la que nos preocupamos…” (439).

Evitando el moralismo fácil, al que tan proclive es el discurso conservador, Illouz muestra de manera convincente la necesidad de una ética que ponga a salvo la profundidad del amor como experiencia humana, accesible tanto a hombres como a mujeres:

“En último término este libro sugiere que el proyecto de autoexpresión a través de la sexualidad no puede divorciarse de la cuestión de nuestros deberes hacia otros y sus emociones. No solo debemos dejar de ver el psiquismo masculino como inherentemente débil o desapegado, sino discutir abiertamente el modelo de acumulación sexual promovido por la masculinidad moderna, y al que se han adherido e imitado con demasiado entusiasmo las mujeres; debemos rearticular modelos alternativos de amor, modelos en los que la masculinidad y el compromiso apasionado no son incompatibles sino sinónimos” (439-40).

Ana Marta González
Universidad de Navarra, ICS, Cultura emocional e Identidad.
Universidad de Navarra, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Filosofía

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Notas

(1) Warum liebe weh tut. Eine soziologische Erklärung, Berlin: Surhkamp, 2011, 467págs. Why Love Hurts. A Sociological Explanation, Cambridge: Polity Press, 2012, 293 págs. Por qué duele el amor: próxima publicación en español en Katz.

Los números de página citados en este artículo corresponden a la edición alemana.

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