Libertad para elegir escuela: dos experimentos con resultados contrarios

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Foto: Pixabay

Los argumentos para defender las políticas que permiten a las familias escoger el centro que prefieran, independientemente de sus ingresos, son bastante convincentes en el plano de los principios. No obstante, igual que en muchos otros ámbitos de la política, una cosa es la teoría y otra la práctica. Como suele decirse, el demonio está en los detalles.

Estas políticas persiguen dos objetivos. Se trata, en primer lugar, de evitar que el lugar de residencia o el nivel de ingresos determine la escuela a la que asiste un estudiante –es decir, de combatir la segregación socioeconómica, vinculada frecuentemente a la residencial–. Por otro, se facilita que los padres elijan un ideario (pedagógico, social, religioso) que concuerde con sus propios valores, ya que son ellos los primeros educadores de sus hijos.

De paso, se conjura el peligro de que el gobierno de turno utilice el monopolio de la gestión educativa para instrumentalizarla con fines políticos. De hecho, no es casualidad que el despegue de las políticas de elección escolar ocurriera en las décadas posteriores a la segunda Guerra Mundial, como una forma de prevención contra prácticas educativas propias de los totalitarismos.

Un ensayo fallido

Una de las primeras políticas por la libertad de elección es el llamado “cheque escolar”, que consiste en que el Estado concede a las familias una cantidad de dinero público similar a la que gasta por cada alumno de centros públicos, de modo que estas puedan emplearlo en matricular a su hijo en otro privado (una variante de esto son las “cuentas de ahorro educativas”).

El cheque escolar en Arizona ha aumentado la segregación, principalmente por el desconocimiento del programa entre la población pobre y por la insuficiente cuantía de las ayudas

Desde que el economista Milton Friedman lanzara esta propuesta en los años 50 del siglo pasado, varios territorios –sobre todo en Estados Unidos, pero también en algún país europeo, como Suecia– han experimentado con ella. Los resultados han sido diversos –con algunos casos de éxito–, igual que el diseño de los programas concretos (en unos la cuantía concedida era fija, mientras que en otros variaba según la renta familiar; también han sido diferentes los criterios para acceder al cheque).

Recientemente, un informe sobre los resultados de un programa puesto en marcha en Arizona (Estados Unidos) ha hecho sonar la voz de alarma. Este estado cuenta con el cheque escolar desde 2011, pero mientras que inicialmente estaba limitado a familias desfavorecidas, con el tiempo fue ampliándose, y en 2022 pasó a ser universal: cualquier familia que lo deseara podía acceder a él. Igualmente, los conceptos en los que se puede gastar el cheque han ido extendiéndose, y ahora incluyen el material escolar o las tutorías particulares, entre otros.

Un estudio de Brookings Institution sobre este programa, publicado en mayo de este año, ofrece conclusiones bastante negativas. Ciertamente, el informe no analiza el impacto en el rendimiento académico, sino solo el efecto sobre la desigualdad socioeconómica en la enseñanza. Los autores dividen el territorio en zonas más pequeñas, y las distribuyen en deciles según tres factores (en gran medida coincidentes): tasa de pobreza, ingresos medios de los hogares y nivel educativo de las familias. Pues bien, en los tres casos se aprecia que las zonas más desaventajadas son las que menos han participado en el programa. Y al revés: las zonas más ricas se están llevando la mayor parte de los fondos del cheque escolar. Así pues, se puede decir que esta política no está reduciendo la desigualdad socioeconómica en el ámbito educativo, más bien lo contrario.

Es verdad que una parte del fenómeno se explica por una cuestión geográfica: la menor participación de las familias que viven en zonas rurales, habitualmente más pobres y donde hay menos escuelas privadas a las que “mudarse” con el dinero del cheque. Sin embargo, incluso cuando se comparan zonas con una oferta similar de escuelas, el patrón comentado antes sigue apareciendo claramente.

Barrera informativa y económica

Puestos a conjeturar sobre las causas, los autores señalan, además de la menor presencia de escuelas privadas en las zonas rurales, dos posibles factores: la “barrera informativa” (las familias desfavorecidas, las que más se beneficiarían del programa, no lo conocen) y la “barrera económica” (la cuantía ofrecida no sirve para pagar todos los costes de mudarse a una escuela mejor: tasas muy altas de estos centros, transporte, comedor, etc.).

La barrera económica de la que se culpa a las escuelas concertadas en España, y que en su mayoría obedece a decisiones políticas, no existe en las charter de EE.UU, que son financiadas igual que los centros públicos

En relación con esta última, en España un informe reciente ha provocado bastante polémica por acusar a la red concertada, con datos muy parciales y explicaciones sesgadas, de fomentar la desigualdad social. La realidad es muy diferente: una gran parte de la “barrera económica” que supuestamente levantan estas escuelas se debe, por el contrario, a decisiones políticas, como no ofrecer a las familias de la concertada subvenciones que sí se ofrecen a las de la pública, o no dotar suficientemente la partida para pagar la luz, el agua o el personal de conserjería y limpieza.

En Estados Unidos, el equivalente a la red concertada (aunque con diferencias) son las charter schools. En comparación con los cheques escolares, esta política de elección de escuela sí ha mostrado resultados muy positivos, tanto en lo académico como en lo socioeconómico (la influencia del patrimonio familiar sobre las notas desciende). Aquí la barrera económica no existe, porque el Estado subvenciona estas escuelas igual que los centros públicos.

¿Y por qué no aplicarlo a la pública?

Al igual que en España hay una clara oposición a la red concertada desde ámbitos de izquierda –frecuentemente, en sorprendente camaradería con el sector de la enseñanza privada–, en Estados Unidos las charters no son bien miradas por algunos sindicatos teóricamente progresistas. Como allí no se las puede acusar de crear una “barrera económica” para las familias, la crítica más habitual contra ellas es que “roban” alumnos –y, por tanto, financiación– a los centros públicos. ¿Cómo? Creando un clima de “competición por el estudiante” en el que la red estatal sale perjudicada.

Esta crítica a la supuesta “mercantilización” de la enseñanza lleva, con frecuencia, a algunos administradores educativos a limitar la libertad de elección de escuela dentro de la red pública. No obstante, hay quien considera que aumentar la competitividad entre estos centros también puede ser una política progresista. Un ejemplo es el programa de “zonas de elección” (ZOC, por sus siglas en inglés) puesto en marcha en 2012 por el distrito escolar de Los Ángeles, en California. La idea era sencilla: en vez de asignar automáticamente una high school a cada estudiante según su lugar de residencia, se facilitaría que las familias de estas ZOC pudieran escoger entre una variedad de institutos públicos.

El programa iba específicamente dirigido a la población con menos recursos o con desventajas educativas. Hay que tener en cuenta que en el distrito escolar de Los Ángeles más del 70% de los estudiantes son de origen latino. Además, existen importantes bolsas de pobreza. En su mayoría, esas fueron las zonas designadas como ZOC. Con ello se buscaba también, hay que decirlo, contrarrestar el éxito que las charter schools estaban consiguiendo en estas zonas. Para sortear la “barrera informativa”, se dispuso que a comienzos del curso previo al high school se abriría un periodo de dos meses en el que las familias recibirían información sobre los distintos centros elegibles; también se organizarían una especie de “ferias educativas”, donde cada instituto montaría su stand para tratar de atraer alumnado.

Éxito rotundo

Este experimento educativo llamó la atención de Christopher Campos, un investigador de la Universidad de Chicago que se propuso analizar sus resultados. El estudio resultante se publicó en la edición de mayo de 2024 de la revista The Quaterly Journal of Economics.

La introducción de cierta competitividad en la red pública de Los Ángeles ha mejorado los resultados académicos y ha reducido la brecha socioeconómica

En un podcast de la revista The Atlantic, Campos resume las conclusiones, que dibujan un éxito rotundo del programa. Por ejemplo, si antes de su aplicación los estudiantes de las ZOC acumulaban, de media, un retraso en la instrucción equivalente a 160 días lectivos (más o menos, el 85% de un curso escolar), ahora esta desventaja se había reducido a solo 20 días. Por otro lado, la diferencia entre la tasa de matriculación universitaria en las ZOC y la media estatal, muy notable antes del programa, había desaparecido después.

A Campos le interesaba conocer cómo estaban escogiendo high school las familias. En concreto, comprobar si estaban primando criterios sociodemográficos (el perfil económico o racial del alumnado) o académicos. Aunque para dilucidarlo con certeza hubiera hecho falta entrevistar a los padres, parece que prevalecían más bien los académicos. Entre otras cosas, porque al tratarse de zonas tan homogéneamente pobres, resultaba casi imposible escoger un centro con pocos alumnos desaventajados.

Campos conjetura que, para conocer la calidad educativa de cada high school (y comparar entre ellas), probablemente los padres no estudiaban las estadísticas académicas, pero sí visitaron las escuelas disponibles y hablaron con sus directores, algo que resultaba asequible dado que las ZOC no eran muy extensas, ni muy numerosos los centros elegibles. Una conclusión de esto podría ser que cuando existen “demasiadas” posibilidades de elección de escuela, la libertad “efectiva” de las familias (especialmente aquellas con menos recursos) puede, de hecho, menguar.

El papel del director y del buen clima escolar

¿Y qué hicieron los institutos para mejorar su calidad? ¿En qué aspectos concretos influyó esa necesidad de “competir” por los alumnos? Una vez más, Campos señala que su estudio no puede ofrecer respuestas definitivas. Sin embargo, destaca dos conclusiones, una comprobable estadísticamente y otra de tipo experiencial. La primera, que las escuelas de las ZOC aumentaron su clima de disciplina, lo que se reflejó en un crecimiento de las expulsiones leves (temporales), pero un descenso de las permanentes y del absentismo. La segunda, que la actitud de los directores fue clave en la mejora general de las escuelas, sin necesidad de que se produjeran cambios en la financiación o en el perfil de profesores y alumnos.

Ciertamente, estos factores “estructurales”, cuando están en niveles muy bajos, pueden lastrar el desempeño educativo de una escuela, pero el experimento de Los Ángeles muestra que el acicate que supone para un centro la necesidad de atraer a los alumnos es capaz de generar dinámicas muy positivas.

Tomados en conjunto, los experimentos de Arizona y Los Ángeles muestran una enseñanza importante: aumentar la libertad de elección de los padres es un objetivo bueno en sí mismo, pero para que estas políticas consigan mejorar los resultados académicos y reducir la segregación educativa, es necesario diseñarlas con rigor, atendiendo a las características de cada lugar.

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