Contrapunto
El periodismo de investigación es sin duda uno de los más apasionantes. «Revelar» los hechos secretos que dan la clave de un acontecimiento, mostrar «por primera vez» imágenes impresionantes, «descubrir» las pruebas que todos buscaban, son un triunfo profesional y un servicio a la opinión pública. Pero este tipo de periodismo es caro, difícil y sin garantías de éxito. No siempre hay un «Garganta Profunda» dispuesto a hablar ni unos «Papeles del Pentágono» que publicar.
Así que muchas veces lo que pasa por periodismo de investigación no es sino periodismo de chequera: la compra de una «exclusiva» sensacional, en la que cuenta más su posible efecto en la audiencia que su garantía de origen. El asunto tiene sus riesgos. Así ha ocurrido en el caso del falso vídeo sobre Diana de Gales, que ha dejado en evidencia a The Sun y a todas las cadenas de televisión que lo emitieron. Un verdadero patinazo mundial en exclusiva.
Pero asuntos de estos no suceden sólo en los tabloides sensacionalistas. En estos mismos días está siendo juzgado en Coblenza el reportero alemán Michael Born por la venta de al menos 21 reportajes falsos a prestigiosas cadenas de televisión de Alemania y Suiza. Es la primera vez que tiene lugar un proceso penal por este motivo. En su caso no se trataba de asuntos de la prensa del corazón, sino de reportajes de rabiosa actualidad. La cámara de Born estaba siempre en el sitio justo y en el momento preciso. Podía así filmar a neonazis vestidos de Ku-Klux-Klan, mientras quemaban cruces y proferían consignas racistas y antisemitas; documentar la crueldad del trabajo infantil en una fábrica de alfombras en Pakistán; o entrevistar a un narcotraficante o a un guerrillero kurdo en plena acción. El reportero «fabricaba» la exclusiva que exigiera la actualidad, con ayuda de unos figurantes. Era teatro, pero pasaba por un reportaje «dramático».
En su encarnizada lucha por aumentar sus cuotas de audiencia, las cadenas daban por buena la realidad de las imágenes, sin investigar cómo se las arreglaba Born para conseguirlas. Ahora tendrán que explicar ante los jueces cómo se dejaron engañar por el reportero. Este reconoce los hechos, pero, en su defensa, denuncia un sistema regido por el sensacionalismo. Y la opinión pública se pregunta si no habría que sentar en el banquillo de los acusados también a los que compraban sus reportajes sin plantearse si era mercancía trucada.
Pues lo malo de este «periodismo de investigación» es su ligereza a la hora de investigar lo que compra. Y mientras asegura al público que ha buscado bajo las piedras para revelarle la verdad escondida, es capaz de dejarse engañar por burdas manipulaciones. Si es que no son engañados complacientes.
Ignacio Aréchaga