Al volver la vista con franqueza a los años pasados en el colegio St. Cyprian y luego en Eton, George Orwell (Motihari, India, 1903-Londres, 1950) recordaba que “no tenía dinero, era débil, era feo, no era popular, siempre tenía tos, era cobarde, olía mal, era un chico poco atractivo…”, y cerraba con unos puntos suspensivos que hacen pensar en un retrato aún más inclemente.
Esta descripción tan poco afectuosa pone de relieve la ironía de que, en sus últimos días, rechazase cualquier intención de recoger su vida en una biografía; si lo habitual es que las personalidades teman a un autor poco empático, en el caso de Orwell no habría biógrafo malintencionado que pudiese describirlo con mayor crueldad que él mismo. Estas y otras declaraciones semejantes de un escritor que, por encima de todo, destacó por su compromiso con la verdad y con la dignidad de las palabras, quizá autoricen un resumen de su legado literario que, de entrada, no parecería muy elogioso, pero sí sincero: Eric Blair, su nombre real, fue un periodista destacado, un ensayista notabilísimo y un novelista más bien discreto.
Orwell destacó por su compromiso con la verdad y con la dignidad de las palabras
Este hecho, del que él mismo era consciente, no ha impedido que deba su fama en gran medida a obras de ficción como Rebelión en la granja (1945) y, sobre todo, 1984 (1948), y es probable que asumiese con un encogimiento de hombros resignado el juicio crítico de los expertos en literatura. Al fin y al cabo, si el cerdo Napoleón o Winston y Julia carecen de los matices psicológicos que se exigen a los grandes personajes literarios, si las tramas respectivas son algo pedestres o si su prosa no es muy sofisticada, las verdades que presentan y el gozo con el que se leen trascienden otros exámenes más minuciosos.
Honestidad y espíritu crítico
La coherencia de su pensamiento político, social y ético se fraguó siempre a la contra. Este hijo de un funcionario colonial de rango medio puso fin a su periodo –no muy brillante- en el elitista sistema educativo británico alistándose en la Policía Imperial India en 1922. Cuando abandonó ese puesto y se trasladó a Londres –en gran parte por aburrimiento– cinco años después, ya había conocido lo suficiente de Inglaterra y sus empresas como para declararse anticolonialista y socialista.
Entre 1927 y 1929 malvive en París y Londres, al borde de la pobreza, y publica sus primeros escritos en prensa. De vuelta a la capital británica, acepta con poco entusiasmo un empleo como profesor y, sobre todo, consigue tanto una colaboración regular en una revista como la publicación de su primer libro, el autobiográfico Vagabundo en París y Londres (1934), a la que seguiría al año siguiente una ficción con elementos autobiográficos, Los días de Birmania, y añadiría sus críticas literarias –de lo más atractivo de su producción– en el semanario New English Weekly.
Según su gran amigo, el crítico Cyril Connolly, “no podía ni sonarse la nariz sin soltar una soflama sobre las condiciones laborales en la industria del pañuelo”; si ya se había comprometido con la causa socialista, en 1936 hace lo propio con Eileen O’Shaughessy, y contrae matrimonio con ella en el que será el año clave de su evolución intelectual. Además, recibe el encargo de una editorial izquierdista de describir las condiciones de vida de los obreros de Lancashire, con quienes convivirá dos meses que fructificarán en El camino a Wigan Pier.
La Guerra Civil española, un punto de inflexión
Como tantos otros pensadores, en ese mismo año se traslada a España para participar en la Guerra Civil, y se enrola en Barcelona en las filas del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), independiente y no estalinista. Recibe un disparo en la garganta en una escaramuza en el frente de Aragón que lo obliga a regresar a la capital catalana. Como contaría más adelante en Homenaje a Cataluña, los agentes del NKVD estalinista en España promueven una purga contra el POUM y otras agrupaciones de izquierda que se oponen a la sovietización, y ejecutan a su principal dirigente, Andreu Nin. Cualquier postura crítica con el estalinismo, incluyendo la de los anarquistas, a los que tanta admiración mostró Orwell, queda anulada por la fuerza, en uno de los episodios más vergonzantes del bando republicano.
Su experiencia en la Guerra Civil española lo convertiría en uno de los opositores más contundentes del estalinismo en Europa desde la izquierda
Esta postura implacable de la URSS con los supuestos enemigos internos culminaría con el encarcelamiento y, en muchos casos, la ejecución de los mismos agentes soviéticos que intervinieron en la guerra española a su vuelta a Moscú. Si Orwell ya mantenía una voz crítica contra toda obediencia política que no respetase el límite de la libertad personal, su experiencia en la Guerra Civil lo convertiría en uno de los opositores más contundentes del estalinismo en Europa desde la izquierda. Sin embargo, este antitotalitarismo, que el pacto Molotov-Ribbentrop terminaría de apuntalar, no varió su consideración sobre lo sucedido en nuestro país. En unos Recuerdos de la guerra de España, sin fechar, pero escritos hacia 1942, y tras resumir, matizar y objetar a su propia defensa de la República, concluye: “La pura verdad sobre la guerra es más simple: la burguesía española vio la ocasión de aplastar al movimiento obrero y la aprovechó, con la ayuda de los nazis y de las fuerzas reaccionarias del mundo entero. Dudo que algo distinto pueda sacarse en claro jamás”.
Contra la manipulación
En medio de tanta agitación, sigue publicando ensayos y críticas, que compila en 1940 en Dentro de la ballena. En sus mejores piezas, muestra una enorme intuición literaria, asentada sobre un sinfín de lecturas, que elaborará más adelante con su teorización del lenguaje político y propagandístico. Es uno de los periodos más fecundos y brillantes de la poesía y la narrativa en inglés; el elenco de nombres sería interminable, pero Orwell lee y comenta a W. H. Auden, T. S. Eliot, James Joyce, Henry Miller, Virginia Woolf, Stephen Spender, Evelyn Waugh o Bernard Shaw, y también critica con su prosa centelleante el cine, la cultura popular, las derivas ideológicas de sus coetáneos o la banalidad intelectual.
Los artículos que dedica a la manipulación periodística y a la degradación lingüística parecen, por desgracia, premonitorios de lo que ocurriría en las siguientes décadas. Con ese tono, que él mismo calificó en broma de “conservadurismo anarquista”, anuncia en “La destrucción de la literatura” (Polemic, enero de 1946) que “las novelas y los relatos acabarán siendo sustituidos por el cine y las producciones radiofónicas. O tal vez sobreviva algún tipo de ficción sensacionalista de mala calidad, redactada por una especie de cadena de producción que reduzca al mínimo la iniciativa humana”.
La fama, sin embargo, no le llega por su labor crítica, sino con Rebelión en la granja, que publica el mismo año en el que fallece su esposa. Al año siguiente pasa unos meses en una isla escocesa y empieza a escribir su obra más conocida, 1984, a la que seguirá dando forma durante una prolongada convalecencia en un hospital, ya afectado por la infección pulmonar que acabaría con su vida.
En el poco tiempo que le quedaría hasta su muerte, acaecida el 21 de enero de 1950, alcanza una celebridad considerable por su distopía antiestalinista, y sigue trabajando en sus ensayos. La muerte prematura por la tuberculosis, que había padecido de forma intermitente desde la década anterior, coincidió con la publicación de su última antología ensayística, Matar a un elefante. El 75º aniversario de su muerte puede ser ocasión para leer, por ejemplo, la edición rigurosa y extensa que publicó Debate en 2015. Como le habría gustado al Orwell democratizador de la cultura, está además disponible en una edición de bolsillo, muy asequible.