En una gala que casi todo el mundo volvió a describir como soporífera, celebrada en la bellísima ciudad de Granada, se demostró –también una vez más– la tendencia de una parte de la industria española a convertir esta ceremonia en un mitin político. Por suerte, las películas –verdaderas protagonistas de la noche– van por libre, igual que muchos profesionales que prefirieron aprovechar los micrófonos para agradecer y no para reivindicar.
Empecemos por el final. Por el cine. El palmarés se cerró con un acontecimiento histórico. Por primera vez, la Academia dio un premio ex aequo a dos películas. Es decir, la mejor película española del año no es una sino dos: El 47 y La infiltrada. Partían como favoritas y, al final, hubo empate. Un empate que puede entenderse porque ambas son películas basadas en hechos reales de la historia de España reciente, muy alabadas por la crítica y dirigidas a un público adulto, que es el que va a las salas. Y, como consecuencia, son dos películas que han funcionado bien en taquilla. En el caso de La infiltrada, que sigue en cines, llamativamente bien. La película ha atraído a 1.300.000 espectadores y ha recaudado más de 8 millones de euros. Es la segunda película española más taquillera del 2024, solo después de Santiago Segura y su Padre no hay más que uno, 4. El 47 ocupa el séptimo lugar, con unos estimables 3,2 millones de euros de recaudación y 500.000 espectadores. En resumen, con estos Goyas mellizos los académicos premiaban un cine que nutre la cultura del país… pero que también alimenta a la industria.
Pocas sorpresas en los premios
Antes de llegar a la mejor película, se repartieron estatuillas sin demasiadas sorpresas. Los premios a los intérpretes –Eduard Fernández por Marco y Carolina Yuste por La infiltrada– estaban cantados, igual que el premio al mejor documental a La guitarra flamenca de Yerai Cortés, dirigida por Antón Álvarez (que es C. Tangana reconstruido en cineasta), o el de director novel a Javier Macipe que, en su debut, ha colocado su película La estrella azul como una de las candidatas a película del año. También estaban anunciados los Goyas a la mejor película europea (Emilia Pérez) e iberoamericana (Aún estoy ahí). Ambas son candidatas al Oscar y hubiera resultado extraño que se fueran de vacío. Y, por supuesto, y no ya en sentido literal, estaban cantados los Goyas de honor: a Richard Gere y Aitana Sánchez Gijón.
Algo más de intriga acompañó el Goya al mejor director, que fue para Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez, por Segundo premio, o los premios al guion que fueron para Eduard Sola (guion original por Casa en llamas) y para Pedro Almodóvar (guion adaptado por La habitación de al lado).
Cineastas y/o activistas
Pero como cada edición, los Goya, además de por el cine, se significaron por su carga política. Es ya una tradición que la industria del cine español se disfrace de activista al menos una vez al año. Es un disfraz algo impostado porque, como se vio a lo largo de la gala, afortunadamente los profesionales del cine son bastante más plurales que lo que dibuja un relato interesado, simplista y muy homogeneizante.
De una lectura rápida a los titulares o un vistazo a la alfombra roja podría deducirse que, para hacer cine en España, es necesario aceptar uno por uno y sin fisuras todos los dogmas de una especie de credo progresista y de izquierdas. Es lo que parece articular muchas veces el guion de la Gala. Y, en esta edición, no fue diferente. Porque, uno por uno y con idéntico sesgo, fueron saliendo la violencia machista, la guerra en Gaza y la causa palestina, la ley de la vivienda y los desahucios, la eutanasia, la mala gestión de la Dana, los derechos LGTBI y, por supuesto, Trump y la ultraderecha. Este capítulo resultó especialmente curioso, porque la alusión a Donald Trump resulta entendible en Richard Gere que, al fin y al cabo, es estadounidense y tiene todo el derecho a protestar si su presidente no le gusta. Pero resulta más chocante escuchar a un productor español hablar de tiempos apocalípticos y del final del planeta por la irrupción de la ultraderecha (no exagero, es literal)… delante de un presidente de izquierdas que ha prometido que hay gobierno para rato. En realidad, todo apunta a que, en España al menos, llegará antes el meteorito que la ultraderecha, pero como clímax narrativo funciona. Y, para seguir alimentando el relato de que la cultura es de izquierdas, también.
La Virgen del Pilar, las madres y las víctimas del terrorismo
Pero por encima del eslogan, lo que también se vio en la Gala es que la cultura ser, ser, es de los creadores. Y entre esos creadores, si se trata de etiquetar, hay personas con ideas de derechas, de izquierdas, de centro y de “póngame cuarto y mitad de los tres”.
Y para demostrarlo, ahí estuvo ese aplaudido discurso en verso de Javier Macipe. El cineasta aragonés agradeció a la Virgen del Pilar y a todos los santos que “desde el cielo ayudaron” a rodar la película. O el emotivísimo agradecimiento de Eduard Solá a las madres y su reivindicación de los cuidados. “Los sacrificios que hicieron por nosotros siguen siendo una cuenta sin pagar”, señaló, para después añadir: “Digámosles que, aunque parezca que no, somos conscientes de todo lo que hicieron por nosotros, que las queremos y que gracias por estar ahí”. Para añadir emoción, el folio que blandió en el escenario llevaba por detrás el dibujo de su hijo pequeño.
También conmovió el discurso de Alex Lora, ganador del Goya al mejor cortometraje de ficción por La gran obra. Lora sufrió la amputación de su brazo derecho cuando tenía 19 años, y pronunció una sólida defensa de la visibilidad y las ayudas a la discapacidad. Un discurso basado en su propia experiencia, alejado del oportunismo político y que, por eso, sonó con mucha más fuerza.
Pero sin duda, la intervención que más impactó, también porque cerró la Gala, fue la de María Luisa Gutiérrez, productora de La infiltrada. En su agradecimiento al recoger el Goya a mejor película, además de dedicar el premio a la protagonista real de la historia, una agente de policía nacional que se infiltró en ETA, y a todos aquellos que, “como ella, arriesgan sus vidas por el bien común y la defensa de los principios democráticos”, recordó a las víctimas del terrorismo y apostó por una memoria histórica que incluya también los acontecimientos recientes de la historia de España.
Aprovechó, además, para hacer una encendida defensa de la libertad de expresión como pilar de la democracia: “La democracia se basa en la libertad de expresión. Y la libertad de expresión se basa en que cada uno, piense lo que piense, y aunque yo esté en las antípodas de lo que piensas tú, que te respete y que tú tengas el derecho a decir lo que piensas”.
La verdad es que estas palabras, al final de una Gala de libreto monocolor y tono uniformante, resultaron de lo más disruptivas y estimulantes. Un giro de guion que cualquier aficionado al buen cine firmaría.
Un giro de guion que, en el fondo, le viene muy bien al cine español. Porque el alineamiento de parte de él con la izquierda política más radical es una de las causas de la desafección de un buen número de aficionados, a los que no les gusta que les insulten por sus ideas. Y menos cuando van al cine.
Siempre es una buena noticia que una industria –especialmente si es cultural– represente a los unos y a los otros. Y que unos y otros disfruten de las películas. Que al cine se va a ver películas. Y, sí, a compartir diferentes visiones del mundo, pero sin necesidad de sacar una pancarta. Y mucho menos a pegar al vecino con el palo de tu pancarta.