El gran poder de la literatura

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El gran poder de la literatura
Interior de la Biblioteca Nacional de Austria, en Viena (foto: Aceprensa)

En su carta sobre el papel de la literatura en la formación, el Papa Francisco dice que la buena literatura es algo esencial, y no sólo una forma de entretenimiento cultural, pues nos ofrece “un acceso privilegiado al corazón de la cultura humana y más concretamente al corazón del ser humano”. Así es: la buena literatura nos puede hacer ver el oculto entramado del tapiz de la vida, el que forman los hilos del tiempo y los nudos que se atan y desatan en el interior de las personas, el que apreciamos cuando aprendemos a mirar las cosas con otros ojos y más atención.

El Papa explica cómo “el poder espiritual de la literatura evoca (…) la tarea primordial confiada al hombre por Dios, la labor de ‘dar nombre’ a los seres y a las cosas (Génesis 2, 19-20)”, y cómo “ese poder de ‘poner nombre’, de dar sentido, es un poder que ilumina cualquier aspecto de la condición humana”. Termina con unas palabras del poeta rumano-alemán Paul Celan: “Quien realmente aprende a ver se acerca a lo invisible”, que hacen eco a otras, que había citado antes, en las que san Pablo VI decía a los artistas que ellos eran maestros en la operación de trasvasar el mundo invisible a fórmulas accesibles, inteligibles.

Líneas del tiempo

En las novelas se hace notar de distintos modos el entretejido de acciones que confluyen en un punto y hacen avanzar la historia. Así, hay autores que, para darle a un relato unos efectos temporales de profundidad, dejan caer digresiones que no siguen el hilo principal de la narración pero que cumplen la finalidad literaria de dar relieve a lo que se cuenta: Tolkien actuó así al componer El Señor de los anillos pues deseaba darle al lector los atisbos del fondo histórico de su relato, decía en una de sus cartas, con el atractivo que tiene ver “a lo lejos una isla que no se ha visitado, o las torres de una ciudad distante que resplandecen entre la niebla iluminada por el sol”.

Otros autores empiezan precisamente por hacer notar a sus lectores que los personajes han llegado a un momento en el tiempo igual y diferente a muchos otros en la historia, y que luego la vida prosigue no como muchos preveían sino de acuerdo con otros designios: es lo que hace Dickens cuando, a Historia de dos ciudades le pone como pórtico uno de los párrafos más citados de la literatura universal: “Era el mejor y el peor de los tiempos, una edad de sabiduría y de necedad, una época de creencia y de incredulidad, un momento de luz y de tinieblas, la primavera de la esperanza, el invierno del desaliento…”.

Cambios de rumbo

El éxito ininterrumpido de las novelas de Jane Austen desde hace ya dos siglos se debe, sobre todo, a lo bien que reflejan el mundo interior de sus heroínas y a cómo todas se dirigen, cuando se acercan los desenlaces, a momentos de descubrimiento de sí mismas y de arrepentimiento de sus comportamientos y pensamientos pasados que las llevan a cambiar de rumbo.

Pero tal vez el libro más representativo de las luchas en el interior de la conciencia de su protagonista y narrador sea Las aventuras de Huck Finn, de Mark Twain. En él, Huck huye de su padre, alcohólico y violento, y se fuga con el esclavo negro Jim, que pretende llegar a un estado donde no haya esclavitud. Los momentos de inquietud de Huck ocurren cuando él y Jim van en una balsa por el río atravesando una espesa niebla: en ese tramo, en la mente de Huck combaten argumentos irreconciliables, pues “sabía muy bien que había obrado mal” por no haber denunciado a Jim, pero también sabía que se sentiría peor si lo hubiera hecho; pero es que nada se ve bien en medio de la niebla, dirá Huck.

Momentos decisivos

Hay narraciones sobre la maduración de alguien en las que se produce una transformación interior decisiva e inadvertida desde fuera. En estos casos suele ocurrir que los personajes saben que ha pasado algo pero no lo entienden del todo, y sólo con el paso del tiempo se darán cuenta cabal de lo sucedido; pero quien sí se hace cargo es el lector.

La buena literatura nos enseña prudencia y, por tanto, nos dice que debemos intentar ver completo el tejido de la realidad

Cuando el protagonista es un niño, el narrador suele optar por la tercera persona, pero desde dentro del protagonista, pues eso le permite tanto poner lo que piensa el héroe como hacer observaciones que un niño nunca podría formular. Lo vemos en un breve cuento memorable, titulado Una garza blanca, donde la norteamericana Sarah Orne Jewett habla de Sylvia, una niña que, después de haber vivido ocho años en la ciudad, es ahora feliz en la granja de su abuela. Pero un día llega un ornitólogo cazador que desea descubrir una garza blanca y, cuando se da cuenta de que la chica puede llevarle hasta una, les ofrece una buena cantidad de dinero. La lucha interior de Sylvia se describe indicando que, como el cazador es joven y amable, duda: “Cuando el gran mundo por primera vez le tiende la mano, ¿debe rechazarlo por un pájaro?”.

Otras perspectivas

La buena literatura nos enseña prudencia y, por tanto, nos dice que debemos intentar ver completo el tejido de la realidad. Esta capacidad de hacer pensar al lector sin darle lecciones extemporáneas la tiene William Golding, un autor que, con frecuencia, usa el recurso de forzar un cambio del punto de vista en los momentos finales de las novelas, de modo que presenta lo sucedido con otra perspectiva. Hay que añadir que consigue grandes resultados por la precisión de sus descripciones, que no suelen ser largas, por la calidad de su lenguaje, y por su eficaz forma de armar los relatos con capítulos cortos.

Así, en El señor de las moscas, la última página del libro nos hace considerar que muchos van a pensar en la tragedia que vivieron los niños protagonistas como si hubieran sido unos simples juegos infantiles desgraciados; al final de Ritos de paso el narrador incluye las anotaciones que había hecho un infeliz clérigo de los acontecimientos que se habían contado antes. En particular, en el último capítulo de Martín el náufrago, la narración cambia de foco y se recoge un diálogo entre varias personas que no sólo van explicando lo sucedido al lector, sino que, justo con la última frase, le dejan tambaleante e, incluso, pueden inducirle a releer de nuevo la historia.

Descubrimientos tardíos

Si en algunas novelas los lectores aprendemos a ver las cosas con nuevos puntos de vista, en otras el objetivo del autor es enseñarnos a mirar tomándonos tiempo, sin fiarnos de las primeras impresiones: a veces, tanto los personajes como los lectores hacemos descubrimientos tardíos que nos hacen preguntarnos por qué no prestamos más atención a lo que teníamos delante.

La buena literatura es un un entrenamiento “para buscar y explorar la verdad de las personas y de las situaciones”, con un enfoque particular y a la vez universal que revela los hilos invisibles que arman nuestra vida

Una escritora que usa con frecuencia en sus novelas un narrador que observa lo que pasa y va entendiendo mejor las cosas es Willa Cather. Por ejemplo, en Una dama extraviada se habla de la gran admiración de un joven por la deslumbrante señora Forrester, una elegante mujer que “tenía el poder de sugerir cosas mucho más bellas que ella misma, igual que el perfume de una única flor puede invocar toda la dulzura de la primavera”. Estaba casada con el capitán Daniel Forrester, un hombre rico, ya mayor y aparentemente anodino, que había sido uno de los pioneros de Nebraska. Cuando el capitán muere, la verdad se impondrá: durante años todos habían considerado que el capitán era un lastre para su mujer, una preocupación que la impedía ser todo lo que podía ser…, “pero sin él era como un barco sin ancla, arrastrado a uno y otro lado por todos los vientos”.

Destellos de la verdad

El sentido y el objetivo de la literatura lo explicó bien Joseph Conrad en el prefacio a su novela El negro del Narcissus. Allí escribe que comprende el trabajo literario “como una tentativa decidida de hacer la más estricta justicia al universo visible, trayendo a la luz la verdad, múltiple y una, que entraña cada uno de sus aspectos. Es una tentativa de descubrir en sus formas, en sus colores, en su luz, en sus sombras, en los aspectos de la materia y los hechos de la vida, lo que es fundamental, lo que es perdurable y esencial, su cualidad única iluminadora y convincente, la verdad misma de su existencia”. Y continúa: la labor “que trato de realizar es, por el poder de la palabra escrita, hacer que ustedes oigan, hacer que ustedes sientan…; es, ante todo, hacer que ustedes vean. Nada más que eso, y eso lo es todo. Si lo consigo, allí encontrarán con arreglo a sus merecimientos: aliento, consuelo, temor, encanto –todo cuanto piden– y, acaso, también ese destello de la verdad, que se olvidaron de pedir”.

Esto es la buena literatura: un ejercicio de transformación personal, un entrenamiento “para buscar y explorar la verdad de las personas y de las situaciones”, con un enfoque particular y a la vez universal que revela los hilos invisibles que arman nuestra vida. Particular porque nos entendemos a nosotros mismos contándonos los acontecimientos que hemos vivido y comparando lo que fuimos con lo que podíamos haber sido, algo que conocemos en buena parte gracias a los relatos de ficción. Universal porque, al hacernos reflexionar sobre las limitaciones y las fragilidades humanas, la literatura nos abre a las experiencias de los demás y, al ponernos en contacto “con las luces y las sombras del corazón humano”, propicia “el diálogo con la cultura de nuestro tiempo”.

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