Turner. En busca de la luz y el color

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Turner. En busca de la luz y el color
1846, J.M.W. Turner, “Yendo al baile (San Martino), Venecia”. Tate: Aceptado por la nación como parte del Legado Turner, 1856. Foto: Tate.

1846, J.M.W. Turner, “Yendo al baile (San Martino), Venecia”. Tate: Aceptado por la nación como parte del Legado Turner, 1856. Foto: Tate.

 

El Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), en colaboración con la Tate Gallery de Londres, ha organizado Turner. La luz es color, una exposición dedicada a la obra del artista británico que reúne más de cien pinturas, acuarelas, dibujos y bocetos con los que se vislumbra su extraordinaria potencia creativa.

Turner (1775-1851) fue un pintor romántico del siglo XIX que destacó por su faceta paisajística. La exposición recorre los distintos ambientes atmosféricos que recrean sus cuadros, desde un mar enfurecido hasta una temprana y fugaz neblina. Turner superó la técnica ilusionista de la perspectiva lineal configurando un nuevo espacio pictórico luminoso y abierto. Para algunos, se anticipó a Monet (1840-1926) y, para otros, fue quien inspiró a Rothko (1903-1970). Todos coinciden en que su vida y su obra fueron una búsqueda apasionada de la luz y el color.

Un espíritu libre repleto de energía

Turner fue una auténtica fuerza de la naturaleza, un espíritu libre repleto de energía. Con un lienzo, o un papel en blanco en la mano, era capaz de enfrentarse lo mismo a un vendaval que a un mar embravecido. De niño pasaba horas tumbado en el suelo contemplando el cielo. Memorizaba los colores y bosquejaba con rapidez cualquier escena para luego pintarla en casa. Su padre era carnicero y vendía todas las acuarelas que ponía en la tienda; estaba convencido del talento artístico de su hijo.

Turner dibujaba de maravilla, y pintaba todos los días. ¡Era su pasión! Siempre llevaba encima una caja de acuarelas y pinceles, un bote de agua y un cuaderno para dibujar; eso sí: dibujaba lo que veía, sin reglas ni convenciones. Su facilidad para bosquejar o hacer un apunte rápido, cuando la naturaleza le sorprendía, le deparó un magnífico campo de experimentación pictórica. Fue un hombre culto y leído, con un carisma especial; estudió ciencias naturales, mitología clásica y estaba al día de los avances técnicos del momento. Le tocó vivir una época en la que tuvo lugar la batalla de Trafalgar (1805). Pero, sobre todo, le tocó ser testigo de los inicios de la primera revolución industrial, presenciando el comienzo de la navegación a vapor.

La exposición muestra el proceso pictórico que seguía el artista. Se pueden ver los primeros esbozos que hacía antes de utilizar el color de las acuarelas y los óleos, y también algunos de sus grabados. La muestra recorre desde la década de 1790 hasta las pinturas de sus últimos diez años de vida. Al contemplar sus composiciones, se percibe la atracción que sentía por los diversos fenómenos atmosféricos. No solo va explorando las tempestades o aguaceros, sino también la aparición del arcoíris, el resplandor de la luna, los incendios… Las obras seleccionadas muestran el papel clave que desempeñó la acuarela, medio con el que Turner se sentía a gusto para expresar de modo intenso y científico la naturaleza.

Turner, Un aguacero
1798, J.M.W. Turner, “Un aguacero” (Lago Buttermere, Cumberland), Tate: Aceptado por la nación como parte del Legado Turner, 1856. Foto: Tate.

La luz es color

Ya desde que tenía veinte años, Turner estaba convencido de la importancia de la luz en la pintura. No solo porque la luz es distinta en cada momento del día, sino porque varían también los colores según el clima o la estación del año. Turner estudió óptica y la teoría del color; se interesó por conocer científicamente la luz para distinguir todos los colores y sus intensidades.

La luz blanca del Sol ya posee de hecho todos los colores y, cuando se encuentra con los gases y las partículas de la atmósfera terrestre, se difunde en todas direcciones creando un cielo azul. Al ser más corta la longitud de onda de la luz azul, es la más frecuente. En cambio, en las puestas de sol, el cielo se pone rojo porque las diminutas partículas de polvo del aire, la contaminación y los aerosoles dispersan la luz azul, y permiten el paso a través de la atmósfera de los colores cálidos: rojos, amarillos… de ondas más largas. También la luz blanca del sol se refleja en el mar y, al absorber el agua los tonos más cálidos, el mar se torna azulado.

Pero Turner no se conforma con todo esto: quiere que la luz sea protagonista de sus pinturas; quiere pintar la luz reflejada y absorbida en el mar, la luz vaporosa de la niebla, la luz temprana del rocío, el juego de luces del oleaje marino y, ¿por qué no?, la luz reflectante de la nieve o la de una tempestad en el mar. Ya la había pintado años antes John Constable en su magnífico cuadro Tormenta sobre el mar (1826), pero la tormenta de Turner no era sobre el mar, sino en el mismo mar.

Los viajes que realizó por Europa continental (Alpes suizos, Grenoble, Escocia, Venecia…) fueron determinantes para su obra, en especial los que realizó a Venecia. Aprovechó esas escapadas para estudiar a fondo la pintura de Rembrandt o de Canaletto. Pero fue la pintura veneciana de Tiziano y Veronés la que más repercusión tuvo sobre su obra, junto con la de los clásicos franceses: los atardeceres de Claudio de Lorena, como Puesta de sol en un puerto (1639), o los paisajes históricos de Nicolas Poussin. Con el tiempo, Turner logró cultivar una gran sensibilidad a los distintos efectos atmosféricos de la luz. Hasta tal punto, que llegó a tener una habilidad extraordinaria para pintar como nadie atmósferas cambiantes: la luz menguante del crepúsculo, el movimiento de las nubes o la luz vívida del amanecer.

Turner, Luna nueva
J.M.W. Turner, “Luna nueva”, o “He perdido mi barca, tú no tendrás tu aro”. Tate: Aceptado por la nación como parte del Legado Turner, 1856 Foto: Tate.

Para Turner, la pintura era una forma de lenguaje para contar la verdad sumida en la naturaleza, una verdad que se podía captar a través de la mirada directa. Él quería plasmarla de una manera física, mostrando los reflejos de la luz sobre los objetos. Desde 1818, cuando afirmó “la luz es color”, se convenció de que la luz hace su presencia en los colores, aunque a veces solo sea por un instante. En sus cuadros resplandecen luces doradas o plateadas que conmueven por su viveza cromática, por sus innumerables matices de intensidad y color. Pero también utiliza fuertes contrastes de luz y oscuridad, jugando con lo visual y lo emocional que potencia el claroscuro. Aunque Turner busca la luz que brilla en la interacción de los colores, también se sirve de ellos, como hará después Kandinsky, para evocar determinados estados de ánimo. A esto se suma su modo singular de pintar, que sin duda contribuyó a forjar con el tiempo su inconfundible estilo.

Un mundo sublime: luminoso e inmaterial

Al principio, sus pinturas eran escenas mitológicas o acontecimientos históricos conocidos, pero Turner se da cuenta de que en realidad no dejan de ser más que unos efectos teatrales de los que se sirve como un simple telón de fondo. La fuerza de la luz y el color se va imponiendo sobre las figuras, las cuales quedan absorbidas en los paisajes. Y crea un nuevo modo de composición abierta: sin fijeza alguna figurativa, rompiendo con las reglas convencionales. Incluso en sus últimas obras ya elude los detalles y va desapareciendo lo tangible a favor de un mundo sublime: luminoso e inmaterial.

Con su obra, Turner nos anima a descubrir dónde está la luz en los paisajes cotidianos de cada uno –a veces, vestida de mil formas distintas– y, desde ahí, reconfigurar y replantear de nuevo todo el paisaje o la escena. Esto no se improvisa: es fruto del esfuerzo por cultivar la capacidad de encontrar siempre la faceta luminosa de las cosas, de percibir los matices y las tonalidades del color. Y siempre, de un modo abierto, dejando que en la interacción de los colores emerja la luz, aunque solo sea un instante o una iluminación fugaz. En los paisajes de Turner siempre hay algo luminoso, nunca todo es pura oscuridad.

Turner, El Ponte delle Torri
1840-5, J.M.W. Turner, “El Ponte delle Torri, Spoleto”. Tate: Aceptado por la nación como parte del Legado Turner, 1856. Foto: Tate.

En la exposición hay una buena selección de acuarelas y óleos, pero tan solo representa un ventanuco abierto al universo pictórico de Turner. Por fortuna, la mayor parte de su obra se encuentra en su país de origen, la cual ha tenido una gran repercusión no solo en los pintores impresionistas, sino en todo el mundo del arte moderno. No se puede afirmar que fuera un pintor abstracto, pero, a través de su interés por la luz, se adelantó a la abstracción. En la última década de su vida pintó cuadros, como Crepúsculo sobre un lago (1840), que, aun no formando parte de esta muestra, resultan imprescindibles conocer para constatar su enorme capacidad de anticipación.

Al final de su vida, Turner afirmó: “El Sol es Dios”. Una frase que resume tal vez el centro y el punto de mira de su obra pictórica, y que al mismo tiempo nos delata su energía para superarse a sí mismo en busca de la luz y el color. Como bien sabe la NASA, “la luz que vemos es solo una parte diminuta de todos los tipos de energía lumínica que hay en el Universo”.

Antonio Puerta López-Cózar
Arquitecto

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