“He pintado el mismo cuadro toda mi vida”, decía la artista valenciana Soledad Sevilla hablando de su obra. Y en cierto sentido es verdad, porque su búsqueda ha sido siempre la misma, como se percibe en su extraordinaria trayectoria pictórica, marcada por una clara vocación artística. Sus pinturas están cargadas de amor a la geometría y al orden, aunque luego derivaron hacia lo natural y lo orgánico, con formas generadas por la repetición de un mismo patrón.
La exposición “Ritmos, tramas, variables”, abierta en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS, Madrid) hasta el 10 de marzo de 2025, recorre el itinerario de la artista a través de más de un centenar de obras, que van desde las abstracciones geométricas, a las que Isabel Tejeda –la comisaria de la muestra–denomina “geometrías emocionales”, hasta los “magmas vegetales”. La obra de Sevilla no solo desvela una exploración incisiva del espacio tridimensional y del valor del tiempo, sino que apuesta positivamente por poner en tensión la abstracción geométrica y lo infinito; la reiteración y lo efímero; la luz y la oscuridad…, la materia y la belleza.
A sus ochenta años, es una pintora que no se cansa de pintar. Ha sido una trabajadora insomne, una artista pionera en España por sus instalaciones, premiada en varias ocasiones (Premio Nacional de Artes Plásticas 1993, Premio Velázquez 2020…). Toda su obra refleja un combate incesante para descubrir y desarrollar su propia mirada, una mirada singular que se sirve de las tramas, las celosías, los velos o las rendijas, para capturar el tintineo de la luz, los brillos y las irisaciones que producen los rayos del sol al surfear las superficies o al ser filtrados a través de ellas.
La exposición manifiesta el rigor y la profundidad de su trabajo artístico. Sin embargo, la obra elegida para el cartel anunciador de la exposición (Mondrian, 1973) podría confundir a quienes no conocen toda su obra, al moverles a pensar que se reduce a un conjunto de ejercicios de geometría experimental, cuando no es así.
Atrapar el aire con la pintura
Sorprende el gran formato de sus lienzos. Sus pinturas murales de abstracción geométrica albergan la superposición de retículas pintadas directamente sobre la tela. De cerca, se observa el trabajo ímprobo que supone pintar en algunos casos hasta cinco tramas geométricas distintas. En cambio, de lejos, producen visualmente el efecto de volumen, como si entre malla y malla hubiera un espacio aéreo dotado de profundidad. Un espacio centelleante que allá por los años setenta capturó la mirada poética de la artista, al descubrir el “juego de negativos” que –semejante a una “orquesta de destellos”– se genera entre los pequeños blancos o espacios que quedan en los entrecruzamientos de las tramas superpuestas.
Detrás están años de investigación sobre el espacio tridimensional, tanto en el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid (1968-1973) como en su estancia en Harvard y Boston entre 1980 y 1982. Si en aquellos años en Madrid trabaja con procedimientos informáticos de seriación automática y prototipado, y se plantea la seriación rítmica de módulos geométricos, los años en Boston fueron decisivos para su indagación plástica. Entre otros trabajos realiza entonces las series de dibujos de líneas: Keiko, Stella y Belmont.
Son periodos en los que trata de poner en diálogo el arte y la ciencia, y con los que logra afianzar posteriormente esa sensación de vibración en sus pinturas. Sevilla, al mismo tiempo, fue creando su propio lenguaje pictórico, basado en la línea pura, el color y los módulos geométricos, del que luego se servirá para crear formas y tratar de atrapar el aire con su pintura. Por eso sus series de abstracción geométrica se convierten en retículas espaciales que crean atmósferas en las que habitan lo físico y lo metafísico. Casi sin querer, la artista nos remite a la aspiración de Monet en su estancia en Giverny: “Yo quiero pintar el aire que envuelve el puente, la casa, el barco; la belleza de la luz en la que se encuentran”.
Soledad Sevilla trabaja con series porque necesita la interacción de varias imágenes juntas: de ahí esa especie de “teatralización” en el montaje de la exposición, en la que se pueden ver lienzos murales en pareja o con una cierta cadencia, como si fueran instalaciones. Dos de sus series más famosas están en la exposición: Las Meninas (1982) y La Alhambra (1984-86); esta última supuso el culmen de su investigación plástica. Son pinturas en las que la artista valenciana se mueve entre la abstracción y “el eco de arquitecturas reconocibles”.
“En el fondo –comenta ella–, el tema me proporciona la tensión que necesito para mantenerme a medio camino y, además, en una posición ambigua, entre una abstracción que desdeña su propio sistema y una figuración que huye de la imagen directa e incluso de la referencia metafórica”. Permanece latente su afán por hacer de la luz una composición, siempre de una luz rutilante que asoma escondida en sus “geometrías blandas” o “geometrías emocionales”, geometrías al fin y al cabo, que sirven de vehículos hacia la emoción.
“El tiempo vuela”: “Y es hoy aquel mañana de ayer”
A mediados de los noventa su pintura da un fuerte viraje y abandona la línea del mismo modo que tiempo atrás abandonó los ordenadores. El ritmo inunda sus lienzos y los transforma en partituras de luz, pinturas murales compuestas por pinceladas diminutas en forma de hoja –como se puede observar en Díptico de Valencia (1996)–. Desde entonces la naturaleza invade sus obras con vegetaciones colgantes sobre muros, a modo de “magma vegetal”. Son pinturas luminosas que dejan siempre un rastro lineal de luz, realizadas mediante la acumulación de “sacudidas” o “descargas” gestuales que acercan a lo sensible en su declarada aspiración hacia la belleza.
“La belleza no está de moda –dice Sevilla–, pero yo no he estado nunca en el grupo de lo que se lleva”. A todas luces, su obra manifiesta el poder trasformador de la belleza, un poder capaz de proporcionar una mirada poética sobre lo que nos rodea. Dentro de su pintura gestual, plasmando su propia lucha contra el insomnio, pinta la serie Insomnios (2002-2003), lienzos de gran formato que tienen que ver con jardines tapizantes verticales, con tonalidades vivas del blanco al negro y, algunos, con toques de color; son pinturas en las que conviven los espacios vacíos con los saturados en un afán por mostrar la oscuridad de la noche en su desafío con la luz. La reiteración del gesto pictórico se proyecta más allá y apunta a lo infinito.
En una de las salas se muestra su instalación El tiempo vuela (1998), en la que 1.500 mariposas azules de papel poliéster, girando por medio de un mecanismo de relojería a distintos tiempos, se posan sobre tres paredes blancas. En ellas, pintadas en esmalte blanco, aparecen inscritas las palabras de un poema de Antonio Machado: “Y es hoy aquel mañana de ayer…”. Una manera en la que la autora evoca y se enfrenta a lo transitorio: “Percibo el paso del tiempo, lo percibo como algo positivo. La mariposa es un insecto que empieza su vida siendo un gusano y acaba siendo algo bello”. Toda una reflexión sobre el final de la vida de una manera metafísica que le lleva a encarar artísticamente la cuestión de su término. “Es el ritmo de un reloj, pero sin reloj”, especifica la artista.
Pero ella sigue pintando… Más tarde son los velos, las arpilleras o los plásticos de los secaderos de la Vega de Granada los que captan su atención y los que inspiran su obra Luces de invierno (2018). Una obra en la que la luz, a través de un material pobre y cotidiano, ondulado por el viento, va creando un continuo oleaje de luces, que ella traduce en una serie de pinturas con pinceladas de líneas cortas y paralelas: contrapaisajes, como ella los llama, una reflexión sobre su vida y el tiempo pasado. “Quería –afirma la pintora– que las mismas razones, el misterio, las dudas y la necesidad de transformar lo cotidiano tuviesen el eco de momentos perdurables. (…) Las obras de arte son los rastros de una vida, dice Hustvedt”.