Neuroderechos: un horizonte prometedor, e incierto, para la ciencia

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Enzozo / Shutterstock

Los recientes avances de la neurociencia, además de grandes expectativas médicas, han generado cierta alarma ante la posibilidad de utilizar estas técnicas para aumentar el control de empresas y gobiernos sobre las personas. José Manuel Muñoz Ortega, experto en este ámbito, nos ha dado algunas claves para valorar las verdaderas posibilidades y amenazas de esta suma de prometedores avances científicos.

Muñoz Ortega trabaja en el Centre of Neurotechnology and Law (Reino Unido) y colabora con el Centro Internacional de Neurociencia y Ética (CINET) de la Fundación Tatiana. Experto en neuroética y ética de la IA, su trabajo en dichas áreas se ha publicado en destacadas revistas y editoriales de prestigio internacional. Recientemente ha coordinado un curso organizado por la Fundación Tatiana que trata de acercar la neurociencia y la neuroética a profesionales de distintos sectores profesionales y académicos.

Novedad de la neurociencia

Muñoz Ortega define la neurociencia como “un conjunto de técnicas que nos permiten estudiar el sistema nervioso. No es algo nuevo, pues nace con Ramon y Cajal a principios de siglo, pero la evolución de las técnicas de imagen cerebral y otras técnicas de vanguardia relacionadas con la optogenética y estimulación cerebral han supuesto una auténtica revolución porque nos permiten grabar, interpretar o alterar la actividad cerebral, y estudiar lo que afecta a elementos esenciales para nuestro comportamiento”.

Uno de los efectos de estos avances es que “a medida que hemos ido mejorando nuestro conocimiento del cerebro hemos ido descubriendo que algunas de las cosas que creíamos sobre el funcionamiento del sistema nervioso no se corresponden con la realidad”. El científico español destaca “la falacia de la localización de funciones en el cerebro, que situaba cada función en una parte del cerebro y que podríamos considerar casi como una versión moderna de la teoría del lombrosianismo, que vinculaba determinados comportamientos criminales a formas anatómicas físicas o biológicas. Algo que hoy sabemos que no es cierto, ya que el cerebro funciona por redes, y hay siete tipos de redes distintas, que funcionan de manera coordinada. Un descubrimiento que, por otro lado, está siendo imitado por determinadas tecnologías de inteligencia artificial”.

Una revolución impulsada por las grandes potencias científicas

Muñoz Ortega destaca cómo “esta revolución en las técnicas de estudio del cerebro no se ha producido de manera casual, sino que está vinculada a grandes proyectos liderados por potencias científicas como EE.UU., la Unión Europea, China, Canadá, Corea del Sur, Japón, Australia o Israel. Se trata de proyectos que en varios casos nacen originalmente con un interés de defensa, militar, y que cuentan con la inversión de fondos públicos y privados. Gracias a estas inversiones, la neurociencia vive un momento dulce, en el que se han producido grandes avances en un periodo corto de tiempo”.

El progreso de la neurociencia está provocando un aumento de las expectativas, que a veces lleva a precipitaciones

Esto ha generado unas expectativas enormes que hay que contemplar con cautela. “Se convierten resultados puntuales, que desde una perspectiva científica no dejan de ser una anécdota, en afirmaciones categóricas, y se apresura a pronosticar resultados espectaculares en un corto periodo de tiempo. Estas precipitaciones, además de jugar muchas veces con los sentimientos de personas que están sufriendo, en ocasiones han sido refutados. Por ejemplo, en 2022 la revista Science denunciaba errores en la principal investigación sobre la enfermedad de Alzheimer hasta la fecha, publicada en 2006 en la revista Nature, que vinculaba esta enfermedad con la acumulación de la proteína beta amiloide. La retirada de este artículo, por sospechas de fraude, ha supuesto, además de las falsas esperanzas generadas, un retraso de casi 20 años en la investigación de esta enfermedad”.

José Manuel Muñoz Ortega (foto: Daniela Guevara)

Por ello, Muñoz Ortega señala la importancia de fijarse “en pequeños avances tangibles como el descubrimiento que asocia el mal funcionamiento de las redes neuronales con enfermedades neurológicas. Un ejemplo de ello son los progresos en la optogenética, que han permitido recuperar la vista a determinados pacientes, así como los avances en decodificación cerebral, gracias a los cuales enfermos de ELA pueden comunicarse tecleando mensajes mentalmente, algo imposible hasta ahora, y que se podría aplicar incluso con enfermos en coma, lo que ofrecería información esencial para la toma de decisiones vitales como la de desconectar o no a una persona de las máquinas que le mantienen con vida”.

Nuevas preguntas, nuevas amenazas

A medida que mejora el conocimiento del cerebro han aumentado las expectativas de influir sobre él, amenazando con reducir el comportamiento humano a un conjunto de reacciones químicas que cuestionarían la idea misma de libertad. La rápida evolución de la neurociencia ha llevado a muchos a señalar los riesgos reales de aprovechar este conocimiento para influir con mecanismos psicológicos o de intervención en comportamientos individuales, alterar personalidades, o cambiar recuerdos de eventos pasados, lo que tiene un efecto directo sobre la dignidad humana y sobre derechos fundamentales como la privacidad o la libertad de pensamiento.

Existe una asimetría entre la creciente capacidad para recabar y analizar los datos cerebrales y otra más limitada para influir sobre el comportamiento

Sin embargo, Muñoz Ortega señala cómo, “aunque es cierto que la electroquímica está en la base biológica del pensamiento, también lo es que el pensamiento cambia la biología (plasticidad cerebral, cognición corporizada): lo que hacemos con el cuerpo y nuestro entorno incide en la configuración de nuestro cerebro. Hoy se ha demostrado cómo determinados comportamientos físicos como inclinarse, o apretar un objeto, provocan ciertos tipos de pensamiento”.

Esto pone a los datos cerebrales en el centro del debate, “aunque el problema no son los datos en sí mismos, sino su combinación con otro tipo de información personal. Es esa combinación la que te permite conocer mejor la personalidad y el comportamiento y, potencialmente, influir sobre él. De hecho, los datos cerebrales ofrecen información que quizás hoy no es determinante, pero que dentro de unos años puede darnos correlaciones sobre la orientación ideológica o sexual de las personas. También es importante señalar que hoy en la neurociencia hay una enorme asimetría entre la capacidad de conocer, de asimilar, e incluso conservar la información, que se encuentra muy desarrollada, y las posibilidades mucho más limitadas de influir sobre la personalidad y el comportamiento”.

Una necesaria regulación ética y jurídica

Los riesgos señalados, sin caer en el alarmismo, requieren una respuesta ética y jurídica, en la línea de la promovida por el español Rafael Yuste, a través de la NeuroRights Foundation, un proyecto que busca la concienciación y difusión de los neuroderechos, entendidos como los derechos relacionados con el cerebro. Entre ellos destaca el derecho a la privacidad de los datos cerebrales, que se enfrenta a problemas relacionados con el destino de la información recopilada por dispositivos de uso personal y en manos de organizaciones privadas, que muchas veces se almacena fuera del país en los que ha sido recopilada, perdiéndose la pista y el control sobre ella.

Para proteger este derecho se plantea, entre otras medidas, el principio de libre disposición, que promueve mecanismos de doble consentimiento sobre los datos cerebrales, un primer consentimiento al tratamiento de los datos y un segundo a su uso concreto o a la puesta a disposición de estos en manos de terceros; e incluso se plantea el consentimiento continuo, que obliga a renovarlo periódicamente, pudiendo revocarse cuando se desee. La disociación o anonimización permite usar los datos, significativos estadísticamente, para conocer las tendencias sociales, pero sin aplicarlos a personas determinadas. Otros principios, como el de transparencia y el de explicabilidad, permiten conocer el uso que se está haciendo de esos datos cerebrales.

Riesgo de “inflación” de derechos

Aunque la mayoría de estos derechos están ya reconocidos en sentido general y podrían adaptarse a los nuevos avances de la neurociencia, al reivindicar los neuroderechos como una categoría propia se busca la sensibilización sobre la necesidad de respuesta ante esta situación. “El riesgo de esta inflación de derechos nace principalmente de no distinguir entre derechos humanos y derechos morales, a escala universal. Si cada valor o derecho moral que resulta deseable en una época determinada se convierte en un derecho humano, los documentos de derechos humanos corren el riesgo de no ser tomados en serio, de ser vistos como algo difuso o sujeto a la temporalidad, y no como fueron concebidos: como un legado permanente que consiste en una serie de derechos consustanciales a la propia naturaleza y dignidad humanas. Esto no significa que no puedan ser reformados o incluso ampliados, pero esto debe ser algo profundamente estudiado y reflexionado, y no debe tomarse a la ligera”.

Sin embargo, se ha adoptado una estrategia de llevar estas reivindicaciones ante los organismos internacionales como la UNESCO, mucho más sensibles a estos temas, y utilizar su respaldo como una forma de entrada en los ordenamientos nacionales que, como en el caso de Chile, han comenzado a recoger esta sensibilidad y darle respuesta. La pregunta es si los Estados hoy tienen capacidad de hacer cumplir las leyes que van a establecer. Actualmente “les falta capacidad para poner en marcha estas normas, pero también existe un conflicto de intereses, ya que los Estados son los principales interesados en conformar alianzas con las grandes tecnológicas, que no renuncian a las posibilidades de aplicar estas técnicas, por ejemplo, para la hipervigilancia.

De ahí que ni una ni otra respuesta sean suficientes. Es imprescindible una regulación internacional, porque el tráfico de datos es casi necesariamente internacional, y así lo requiere también el avance de la neurociencia, que depende de la colaboración científica transnacional, al basarse en bases de datos enormes que provienen de experimentos realizados en todo el mundo.

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