Foto: Just Stop Oil
En los últimos meses, activistas de diversos países han empleado los ataques a obras de arte como señuelo para llamar la atención sobre el cambio climático. Muchos han calificado este tipo de protesta de sinsentido, vandalismo extravagante y contraproducente. Sin embargo, hay indicios que apuntan en otra dirección: puede que este tipo de acción sea eficaz para la causa (que no el causante).
El 30 de junio, dos jóvenes activistas de la organización Just Stop Oil pegaron sus manos al Melocotonero en flor de Van Gogh en la Courtauld Gallery de Londres para protestar por el cambio climático. Un hecho aislado con poco revuelo mediático que, sin embargo, supuso el inicio de una nueva “moda”. Desde entonces y con cuentagotas, jóvenes de distintas organizaciones y de distintos países –Just Stop Oil en Gran Bretaña, Letzte Generation en Alemania, Ultima Generazione en Italia, Fireproof en Australia, Dernière rénovation en Francia o Futuro Vegetal en España– han llevado a cabo esta misma acción con un añadido: lanzar alguna sustancia –en su mayoría, comida– a un cuadro, pegarse al marco de la obra y hacer un alegato por el fin de los combustibles fósiles. Un activista incluso prescindió de la mano y llegó a pegar su cabeza.
Una forma de resistencia civil, de protesta no violenta muy llamativa –“perturbadora” incluso– que ha generado un gran interés mediático en los últimos meses y ha vuelto a plantear una pregunta primordial ante este tipo de activismo: ¿tiene algún sentido o es completamente contraproducente?
El simbolismo del #SoupGate
Un gol en propia puerta. Disuasoria. Ciego vandalismo. Un daño irreversible que aleja a los ciudadanos de la propia causa. Las críticas a estos jóvenes y a su forma de hacer activismo han sido múltiples y han oscilado entre considerarlo una tontería de críos exaltados a identificarlo con un ataque a la democracia –“Quien ataca al arte, ataca a la democracia”, según el periodista Florian Eichel en Die Zeit–, además de traspasar cualquier límite de una protesta legítima.
Siendo precisos, sin embargo, los ataques de los últimos meses no han sido contra las obras de arte, sino contra el cristal que cubre dichas obras y su marco. Es decir, más bien simbólicos, porque tal y como aclaró una de las activistas que lanzó sopa de tomate y se pegó a Los Girasoles de Van Gogh en la National Gallery de Londres, “sabíamos que había una mampara de cristal. Por supuesto. Nunca consideraríamos dañar una obra de arte”. Algunos activistas incluso consultaron a restauradores para emplear un pegamento apropiado para cristales y marcos, y así evitar daños. Es decir, no se trata de una reencarnación de la sufragista Mary Richardson, que en 1914 rajó la pintura The Rokeby Venus en la misma galería, causando grandes daños a la obra.
Entonces, si las acciones que llevan a cabo son simbólicas, ¿qué objetivo persiguen con estas performance? ¿Qué pretenden?
Sencillamente, interrumpir la cotidianidad.
Del sinsentido al plató de televisión
“¿Qué tendrá que ver tirar zumo de tomate a una costosa obra de arte (…) con la protesta climática? ¿Qué tendrá que ver tirarle puré a un cuadro bonito con la protesta climática?”, se preguntaba el canciller alemán Olaf Scholz en una entrevista en RND, tras un incidente en un museo de Potsdam. “Deberían buscar una forma de actuar menos perturbadora”.
La respuesta a las preguntas planteadas por Scholz es sencilla: nada. Lanzar comida a una obra de arte y el cambio climático tienen poco o nada que ver. Así lo confirma una de las activistas que atacó Los Girasoles: “Reconozco que parece una acción ridícula. Estoy de acuerdo, es ridícula. Pero la cuestión no es si todo el mundo debería tirarle sopa de tomate a un cuadro. Lo que estamos haciendo es mantener la conversación en marcha para poder hacer las preguntas que importan”.
“¿De qué otra manera podría sentarme aquí a mis 20 años y debatir sobre la catástrofe climática?” (Carla Rochel, Letzte Generation)
La intención de los activistas no es que sus acciones tengan sentido. Es que interrumpan la cotidianidad. Es que llamen la atención. Es que salgan en los telediarios. Es que se escuche, aunque sea por unos pocos minutos, lo que tienen que decir. “¿De qué otra manera podría sentarme aquí a mis 20 años y debatir sobre la catástrofe climática si no interrumpiésemos [la vida cotidiana]?”, le preguntaba Carla Rochel, perteneciente a Letzte Generation, sentada en el plató de la ZDF, al presentador. ¿De qué otra forma ministros y jefes de estado, telediarios y periódicos habrían prestado atención a su causa, si no fuese haciendo algo rompedor?
Sin embargo, ¿por qué atacar una obra de arte?
Porque todo lo demás no adquiere relevancia en los medios de comunicación.
El fondo y la forma
Carla Hinrichs, otra activista de Letzte Generation, planteó una contrapregunta al entrevistador en otro programa alemán de gran audiencia, al ser cuestionada sobre los métodos de su organización. ¿Sabía que Letzte Generation había cerrado distintos oleoductos alemanes en más de 25 ocasiones solo en abril de este año, “causando pérdidas millonarias a la industria fósil?” ¿No? Pues ahí tenía la respuesta.
El activismo no es un concurso de belleza o una gala de popularidad. Estos jóvenes están dispuestos a aceptar la desaprobación y los ataques personales –incluidas amenazas de muerte– como el precio a pagar por la atención mediática recibida y en la que confían para “iniciar la conversación” y ganar apoyo. Pero, ¿es este el enfoque correcto? ¿Podrían los activistas estar dañando su propia causa?
En 2020, los psicólogos Matthew Feinberg y Chloe Kovacheff y el sociólogo Robb Willer mostraron en el estudio El dilema del activista que las tácticas de protesta extremas reducen el apoyo popular al movimiento social, y llegaron a la conclusión de que, aunque la atención de los medios aumentase, la gente se identificaba menos y apoyaba menos el movimiento en cuestión. Por ello, los activistas tienen que afrontar este equilibrio: andar la fina línea que hay entre que su tema desaparezca de la agenda pública y que sus métodos dañen la causa.
El rechazo que se puede sentir por los activistas, no se traslada necesariamente también a su causa
Partidarios del debate en torno al cambio climático y defensores de medidas inminentes para paliarlo se han unido a este temor, mostrándose escépticos por la posibilidad de que el actuar de estos jóvenes ensombrezca –y elimine– el fondo. Sin embargo, recientes publicaciones ponen en duda el alcance de este dilema.
Porque una cosa es que no te gusten las formas; otra, que no te acabe gustando el fondo.
Acabará saliendo el tema
Un reciente experimento con estudiantes de la Universidad de Bristol, que se propuso probar la relación entre las actitudes hacia los manifestantes y hacia su causa, encontró que las manipulaciones experimentales que redujeron el apoyo a los manifestantes no tuvieron impacto en el apoyo a sus demandas. Es decir, el rechazo que se puede sentir por los activistas –jóvenes que se pegan a cuadros–, no se traslada necesariamente también a su causa –el cambio climático–.
La atención obtenida por las acciones radicales en gran medida no se centra en el fondo, sino en las formas de los manifestantes. Cuando esto sucede, la conversación pública igualmente abre el espacio necesario para una discusión sobre el tema. “En cada entrevista a la que nos invitan, es inevitable acabar hablando del colapso climático. De los objetivos, pero también de los errores políticos que se están cometiendo. Y aunque no se dé esta conversación, ambos [el fondo y la forma] están tan unidos, que no se puede separar nuestra acción del cambio climático”, afirmaba una activista entrevistada.
La siembra de la agenda política
El activismo tiene cierta influencia en la siembra de la agenda pública y política; no le dice a la gente qué tiene que pensar, pero, poco a poco, se acaba infiltrando en lo que piensa. Una encuesta de YouGov publicada a principios de junio de 2019 mostró que “el medio ambiente” se clasificaba por primera vez en el podio de los temas más importantes para los encuestados, concluyendo que el “repentino aumento de la preocupación está ligado a la publicidad por parte de Extinction Rebellion”. Desde que empezaron sus protestas en abril, el porcentaje de personas que sentían “el medio ambiente” como su principal preocupación ascendió en los siguientes dos meses del 17% al 27%. Además, una encuesta de Social Change Lab mostró un ligero aumento en la disposición de los encuestados a tomar medidas de protección climática tras las primeras protestas de Just Stop Oil en 2021, además de no sufrir ninguna pérdida en el apoyo para su causa.
También en otros movimientos de desobediencia civil no violenta se han percibido efectos positivos. Un ejemplo es el movimiento Insulate Britain, que demanda que el gobierno mejore el aislamiento de todas las viviendas sociales en el Reino Unido para 2025. En los meses posteriores al comienzo de las protestas en septiembre de 2021, se duplicó el número de menciones de la palabra “aislamiento” (no “aislar” –insulate–) en los medios de Reino Unido, además de incrementarse la presencia de esta causa en la agenda política desde el inicio de sus protestas.
Entonces, ¿se debería calificar este tipo de protestas de sinsentido y contraproducente a la propia causa? Parece ser que no. Parece ser que, más bien, es eficaz. Porque, como escribe Colin Davis de la Universidad de Bristol, “las personas pueden disparar al mensajero, pero al menos a veces escuchan el mensaje”.
Helena Farré Vallejo
@hfarrevallejo