El campo de las neurociencias es uno de los principales escenarios del avance acelerado de las tecnologías, y las noticias sobre pacientes que se benefician de ello son cada vez más comunes. Hace pocas semanas, Elon Musk anunció que su compañía Neuralink había colocado por tercera vez un implante en el cerebro de una persona. Aunque no dio detalles del caso, se sabe que las dos anteriores estaban aquejadas de parálisis, y el procedimiento les garantizaba mayor independencia.
Al otro lado del océano también tenemos historias, y con datos. Está la del holandés Gert-Jan Oskam, que a sus cuarenta años, víctima de una parálisis que duraba ya una década, recibió un implante en el cerebro y otro en la médula espinal, de modo que ambos órganos quedaron conectados de modo inalámbrico y él se puso nuevamente de pie. Va lento, sí, pero camina, y para Oskam es como la diferencia entre la noche y el día.
El neurocientífico francés Grégoire Courtine, de la École Polytechnique Fédérale de Lausana (EPFL), y Jocelyne Bloch, neurocirujana de la Universidad de la misma ciudad suiza, que realizaron la intervención, se refieren a la conexión como un “puente digital”: los electrodos en el cerebro y en la médula espinal permiten transformar el pensamiento en acciones. Fue “tecnológicamente muy complicado”, admitió Courtine, pero ver al paciente caminar fue “el momento más emotivo de mi carrera”.
Sería necesaria cierta cautela en el uso de técnicas que podrían ser utilizadas no para restablecer la salud de la persona, sino para hacerla sobresalir por sobre el resto de la especie
![]()
A esa potenciada capacidad del cerebro para, con ayuda de dispositivos de alta tecnología, contribuir al restablecimiento físico o psicológico de la persona se le denomina aumento de la mente. El “levántate y anda” de Oskam es un ejemplo muy poderoso del fenómeno, y llanamente positivo.
Claro que, si bien “hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad” –que diría la zarzuela–, habría que guardar cautela y echar algunos frenos, pues determinadas técnicas pueden utilizarse no para restablecer la salud o el funcionamiento de un órgano, sino –en personas sanas– para incrementar cualitativamente ciertas habilidades y hacer sobresalir al individuo que puede pagárselo por sobre el resto de la especie. O para irrumpir indebidamente en su privacidad.
Restaurar, ayudar, potenciar…
Potenciar las habilidades cerebrales no es asunto exclusivo de implantes con tecnología punta, ni algo necesariamente nuevo. En ocasiones, el efecto “aumentativo” deriva de la ingesta de fármacos o de otras sustancias.
De tomarse una taza de café, por ejemplo. Según explican los autores de un estudio sobre aplicaciones actuales en neurociencia (Singh et al., 2022) los potenciadores bioquímicos nos acompañan hace mucho tiempo en forma de alimentos específicos. “Las sustancias más utilizadas son, sin duda, la glucosa y la cafeína, que han demostrado en múltiples ensayos que mejoran la cognición”, señalan.
Los expertos, investigadores de varias instituciones científicas de Arabia Saudí y la India, citan además otra vía: la adopción de hábitos o estrategias conductuales que redundan en la salud mental: “Cada vez hay más pruebas de que las actividades rutinarias, como el sueño y el ejercicio físico, mejoran el rendimiento cognitivo (Hötting y Röder, 2013; Diekelmann, 2014). Además, se ha demostrado que hábitos culturales bien establecidos, como el entrenamiento musical, la danza o el aprendizaje de un segundo idioma, mejoran la cognición en formas que no están directamente relacionadas con las aptitudes que se practican”.
Pero prestamos atención aquí a las neurotecnologías, básicamente a las que tienen un objetivo terapéutico, y que se dividen entre no invasivas e invasivas, según el grado de “intrusión” que deba hacerse en el organismo humano para aplicarlas y lograr que ejerzan el efecto deseado.
De las primeras, los expertos citan, por ejemplo, la estimulación eléctrica transcraneal (TES), procedimiento por el cual se conectan electrodos al cuero cabelludo y se aplica corriente directa o alterna de muy baja densidad durante 30 minutos. Además, mencionan la estimulación magnética transcraneal (TMS), que crea un campo magnético alrededor de una bobina colocada en el cuero cabelludo y que, al facilitar el flujo de corriente en el tejido cortical subyacente, puede modificar la actividad neuronal.
Los autores de la investigación señalan que varios estudios avalan la eficacia de ambas técnicas para ayudar “tanto a personas sanas como a otras con problemas de memoria, a adquirir secuencias motoras secuenciales y patrones motores complicados”, y explican que los efectos positivos pueden durar de cuatro a seis semanas tras la aplicación. En el caso propio de la TMS, sus aplicaciones se extienden al tratamiento de accidentes cerebrovasculares, del síndrome de Tourette (que causa bruscos movimientos involuntarios) y de diversos trastornos del espectro autista, entre otros.
Las interfaces cerebro-ordenador, indispensables
Respecto a las técnicas neurológicas invasivas, quizás las más novedosas sean algunas BCI (interfaz cerebro-ordenador), como la de los mencionados implantes al paciente holandés. Las no invasivas, entretanto, van un paso por detrás, pues las señales neuronales no se transmiten con electrodos implantados, sino desde los tejidos cerebrales a través del cráneo y hasta el cuero cabelludo, por lo que tienen más “ruidos”.
En un informe sobre BCI no invasivas (Edelman et al., 2024), los autores señalan que, si bien aparcan las preocupaciones de seguridad y son fáciles de utilizar en la vida diaria, presentan un rendimiento limitado por los mencionados ruidos en la señal y la menor transferencia de información. La esperanza radica, sin embargo, en el fácil acceso a muchos participantes –el hecho de que no precise de procedimientos quirúrgicos puede ampliar la muestra–, que les ofrece a los investigadores la oportunidad de avanzar en el desarrollo de técnicas para “optimizar la precisión de las tareas, la transferencia de información y la confiabilidad del sistema para aplicaciones humanas”.
Por su parte, en un estudio publicado el pasado año sobre el papel de la inteligencia artificial en el diagnóstico y el tratamiento de enfermedades neurológicas, las bioquímicas M. Kalani y A. Anjankar enumeran aplicaciones de la BCI que implican saltos de vértigo en el campo de la neurorrehabilitación. “Las BCI –apuntan– ayudan a los sobrevivientes de accidentes cerebrovasculares y a los pacientes con lesiones de la médula espinal a recuperar funciones perdidas a través del entrenamiento de neurofeedback”. Son, añaden, “herramientas indispensables en neurociencia, ya que permiten a los investigadores comprender la función cerebral, estudiar trastornos neurológicos y desarrollar terapias”.
Y la IA hace entrada
Un novedoso elemento –aún no mencionado, pero omnipresente en el debate actual– aparece como catalizador de estos avances: la inteligencia artificial (IA). Las autoras subrayan que las BCI impulsadas por IA “brindan una comunicación e interacción novedosas para personas con discapacidades neurológicas graves. Estas interfaces interpretan las señales cerebrales para controlar dispositivos externos, lo que permite a los pacientes paralizados recuperar cierta autonomía”.
Los beneficios de la IA en el campo de la neurología abarcarían desde la posibilidad de establecer diagnósticos tempranos –fundamentales, dado el carácter irreversible de varias de estas enfermedades–, de ofrecer un tratamiento personalizado y de afinar en el análisis de neuroimágenes, entre otras facilidades.
“En enfermedades como el alzhéimer o el párkinson –dicen–, la IA puede detectar desviaciones mucho antes de que se manifiesten los síntomas, lo que permite realizar intervenciones en una etapa más manejable. Por ejemplo, la IA puede predecir cómo responderá un paciente a un medicamento o terapia en particular, minimizando el ensayo y error en el tratamiento. Las simulaciones y el modelado impulsados por IA permiten la optimización de los planes de terapia”.
¿Quién decide: un “software”?
Sobre si esto implica que los neurólogos ya pueden temblar por su posible sustitución como “detectores” y terapeutas, la respuesta es no. O al menos no tan rápido. En un artículo publicado en BMJ Journals sobre la incursión de la IA en esta área de las ciencias médicas (Yeung et al., 2023), un equipo de investigadores de varias instituciones de salud británicas admite el enorme potencial de la IA en la neurología, pero observa cierto revuelo, tanto mediático como en el mundo académico, sobre ese hipotético “reemplazo”.
“Si avanzáramos hacia sistemas de IA autónomos, ¿quién asumiría la responsabilidad cuando se produjeran errores?”
El entusiasmo ante esa posibilidad “a menudo omite deliberadamente explicar las numerosas subtareas implicadas en el trabajo de un neurólogo y de otros médicos”, puntualizan. Un software, por muy avanzado que esté, no puede realizar punciones ni darle una mala noticia a alguien de modo humano. Como lo demuestran con la descripción de dos casos de daños causados por accidentes cerebrovasculares, en los que la IA ayudó a interpretar las neuroimágenes, pero fueron médicos de carne y hueso los que integraron todos los datos y tomaron la decisión final de tratamiento.
Los sistemas de IA actuales son meramente asistenciales, por lo que la toma de decisiones y la responsabilidad siguen siendo del médico”, recuerdan, y agregan una advertencia: “Si avanzáramos hacia sistemas de IA autónomos, ¿cómo construiríamos un sistema seguro y quién asumiría la responsabilidad cuando se produjeran errores?”.
Un necesario marco ético
La cura preventiva en este campo, como en otros, pasaría por evitar correr antes que caminar. Kalani y Anjankar aseguran que la integración de la IA en la neurología “debe realizarse en colaboración con los profesionales médicos para garantizar que se alinee con las mejores prácticas y estándares” en la materia.
Pero hay peligros incluso más allá de la salud. Gabriela Ramos, subdirectora general de Ciencias Sociales y Humanas de la UNESCO, advirtió en una conferencia sobre Ética de la Neurología, en el verano de 2023, que la convergencia entre neurotecnología e IA podría “profundizar las desigualdades sociales y abrir nuevas formas de explotar y manipular a las personas, afectando la cohesión social y los procesos democráticos”. Por ello, pidió dotar a esta rama de la ciencia de un marco ético; uno en que el progreso tecnológico “sirva a los fines humanos y no al revés”.
Cabe preguntarse si, con el ánimo “desregulador” que embarga actualmente a algunos potentados tecnológicos, o con la predisposición de algunos pioneros en este campo de avanzar con todo y contra toda restricción ética –su lógica es que “la ética ya se pondrá al día”–, tendrán futuro estas cautelas.