Los psicólogos hablan de la paradoja de la crianza para referirse a esa ambigüedad que sienten todos los padres: a la satisfacción por ver crecer a sus hijos, se añade una intensa ansiedad por su seguridad y por su futuro. Hoy este temor parece haberse acentuado y se habla de “padres helicóptero” en referencia a aquellos que se muestran excesivamente protectores con sus hijos y cuyo modo de educar resulta contraproducente.
How to Raise an Adult (Henry Holt & Company, Nueva York, 2015), de Julie Lythcott-Haims, es uno de los últimos ensayos dedicados a denunciar ese estilo “invasivo” y controlador que impide que los niños maduren. Con el fin de protegerles y ayudarles, muchos padres bienintencionados ahorran a sus hijos situaciones incómodas que resultan imprescindibles para su formación. A juicio de esta autora, los “padres helicóptero” terminan no tanto “preparándoles para la vida como protegiéndoles de ella”.
Desde que en la década de los noventa Foster Cline y Jim Fay llamaron la atención sobre la excesiva implicación de los padres como consecuencia de cambios culturales y económicos, el fenómeno de los “padres helicóptero” –continuamente revoloteando sobre sus hijos– se ha extendido entre las clases medias y altas. Pero ¿a qué se refiere? Algunos especialistas han resumido que se trata de un estilo educativo que tiende a resolver todos los problemas de la vida del hijo, adelantarse a sus deseos y a tomar decisiones por ellos, con independencia de si pueden o no hacerlo por sí mismos.
La mejora en las condiciones de vida y una mayor conciencia sobre su responsabilidad como padres han involucrado más a las familias en la educación. Según el estudio “Modern Parenthood”, realizado en 2013 por el Pew Research Center, los padres y las madres pasan más tiempo ahora con sus hijos que hace décadas. También han caído ciertas barreras; existe más cercanía y se han desprestigiado las actitudes autoritarias. Todo ello ha redundado en beneficio de la vida familiar. Pero también es cada vez más fácil desarrollar inclinaciones hiperprotectoras. Si las deficiencias educativas de los baby boomers se achacaban a la despreocupación de sus padres, quizá las de las nuevas generaciones se deba a su presencia excesiva.
La obsesión por la seguridad
Lythcott-Haims, que dirige el departamento de asesoramiento y orientación de alumnos en la Universidad de Stanford, se ha percatado de una de las consecuencias de esa obsesiva implicación: se ha retrasado el ingreso en la vida adulta y los jóvenes de hoy requieren de la ayuda de sus padres para hacer cosas que antes resolvían sin su concurso, como afrontar por sí mismos problemas académicos, profesionales o emocionales.
En un artículo publicado en la revista Education and Training (2014), dos investigadoras, J. Bradley-Geist y J. Olson-Buchanan, mostraron que era más probable que los hijos sobreprotegidos carecieran de ciertas “aptitudes blandas”, como iniciativa, responsabilidad o capacidad de aprender de los propios errores, importantes en el mercado laboral. Asimismo, relacionaron la “crianza invasiva” con una menor eficacia en el empleo y con una mayor probabilidad de tener problemas de adaptación en el entorno de trabajo.
Sin embargo, para Lythcott-Haims, esas actitudes de los padres helicópteros que tan perjudiciales se muestran para la vida adulta nacen ya en esa desmesurada solicitud con que, por ejemplo, protegen a sus hijos pequeños. Se evita que los niños salgan solos de casa a una edad a la que ya podrían hacerlo sin peligro, se acolcha el entorno para evitar lesiones, se les impide hablar con adultos o se contesta por ellos, etc. Los “padres helicóptero” miman tanto a sus hijos que dificultan que adquieran de un modo natural autonomía e independencia.
Una autoestima solo sentimental
Para Lythcott-Haims, la proliferación de este modelo constituye una reacción a la cultura familiar precedente y una respuesta a la presión social que existe sobre el éxito. Pero además ha contribuido a su difusión la relevancia pedagógica que desde hace varias décadas ha adquirido la cuestión de la autoestima en los niños, aunque entendida desde una óptica sentimental.
Los hijos de hoy día pertenecen a lo que se ha llamado “la generación que siempre consigue un premio”, y en parte se debe al esmero con que los padres se cuidan de no herir los sentimientos de sus hijos. En la vida académica y familiar se ofrecen recompensas y gratificaciones por acciones o conductas que antes se consideraban normales o exigibles, y se aplaude como logro cualquier acción del niño para no dañar su autoestima.
Los “padres helicóptero” dificultan que los niños adquieran responsabilidades y les dan una infancia libre de peligros, pero también de oportunidades para progresar
Sin embargo, como algunos estudios han mostrado, esto hace a los niños muy susceptibles y más inseguros. Crea en ellos además “una percepción equivocada de lo que es excelente y la falsa idea de que, hagan lo que hagan, ahora o en su vida adulta, tendrán de alguna manera que ser premiados”.
Un niño con la agenda llena
Por otra parte, los padres también se han implicado más en la vida de sus hijos debido a la obsesión cultural por el éxito o por lo que David Brooks ha llamado los “logros de currículum” (ver Aceprensa, 15-06-2015). Los “padres helicóptero” quieren que sus hijos alcancen determinados estándares y que triunfen, y les estimulan hasta el agotamiento, sometiéndoles a un horario sobrecargado de actividades académicas y extraacadémicas que les saturan. Sin embargo, a juicio de Madeline Levine, que trabaja como psicóloga con adolescentes desde hace más de treinta años, esta estrategia no tiene buenos resultados.
Tanta exigencia, que contrasta con la condescendencia que muestran en otros aspectos, es la que propuso en su momento la ya conocida Madre Tigre, Amy Chua (ver Aceprensa, 3-01-2012). Lythcott-Haims denuncia versiones menos severas pero igual de perjudiciales para la salud psicológica de hijos y progenitores. Y, sobre todo, advierte de la transformación de la vida familiar que ha provocado esa presión: “Ha habido un gran cambio cultural. El tiempo pasado en familia ha dejado de ser un tiempo relajante y de descanso. Ahora todo está estructurado, parcelado y organizado y repleto de actividades”.
En una jornada infantil llena de ocupaciones impuestas, con la sensación de que hay cada vez más deberes, los padres ejercen la función de “asistentes” de sus hijos. Así evitan que asuman tareas domésticas o que se distraigan en juegos poco productivos, para que se centren y cumplan con las ambiciosas expectativas depositadas en ellos.
Sin embargo, la proyección de esta elevada exigencia en la niñez y en la adolescencia, además de haber incrementado los casos de estrés y ansiedad de padres e hijos y extenuarles, aumenta las posibilidades de frustración tanto del niño, que no cumple con lo que se espera de él, como de los padres, que cuando no logran los resultados esperados, piensan que han fracasado en su labor educativa.
Ayudar, no reemplazar
Hay cierta contradicción en los modos de actuar de los “padres helicóptero”, que oscilan así entre la indulgencia en las cuestiones relacionadas con el carácter de sus hijos y sus desorbitadas expectativas académicas. Lythcott-Haims propone un estilo educativo intermedio y lleno de sentido común que paulatinamente prepare a los hijos para la vida adulta. Eso implica, entre otras cosas, la difícil decisión de dejarles hacer las cosas por sí mismos, aun cuando se equivoquen. Ayudarles, señala, no es lo mismo que hacer todo por ellos.
De modo general, y recogiendo los consejos de psicólogos infantiles, hay que evitar tres actitudes: hacer por ellos lo que pueden hacer solos; hacer por ellos lo que casi pueden hacer solos y que, por esta razón, les enriquece; y, por último, evitar que las exigencias estén motivadas por las aspiraciones de los propios padres –por su propio ego–, pues de otro modo “estaríamos construyéndoles un camino que tiene que ver más con nosotros mismos que con ellos”.
En su libro Teach Your Children Well, publicado en 2012, Levine recomienda ejercitar un mayor desapego. Eva Millet en Hiperparternidad (Plataforma, Barcelona, 2016), siguiendo a la psicóloga americana, propone una “sana desatención” –confiar más en ellos, evitar controlarles y no atosigarles–. Se trata, en definitiva, de que como educadores los padres pongan fin a esa “crianza invasiva” que coarta el aprendizaje, cohíbe la adquisición de responsabilidades y ofrece a los niños una infancia vicaria, libre en efecto de peligros, pero también de oportunidades para progresar.
Jugar, una inversión segura
Para contrarrestar el estilo educativo de los “padres helicóptero”, Lythcott-Haims sugiere recuperar espacios lúdicos y reconocer la potencia pedagógica del juego. Jugando libremente, los niños desarrollan virtudes y destrezas: aprenden a manejarse en el entorno y a relacionarse con los demás, ponderan sus deseos y los expresan, se habitúan al esfuerzo, ejercitan la generosidad y la paciencia, posponen la gratificación… Jugar es, en todos los sentidos, “una inversión para la vida”.
Pero no se trata de incluir momentos concretos de esparcimiento en el atareado día a día de los niños, sino de establecer “tiempos no estructurados” que les descansen y relajen. Recomienda evitar los juegos programados y electrónicos, ya que en ellos los niños son normalmente espectadores pasivos y por tanto no fomentan su creatividad.
La asignación de tareas domésticas a los hijos es también insustituible en su desarrollo. Lythcott-Haims defiende su provecho formativo incluso también cuando se cuenta con empleada del hogar. Ayudar en casa les enseña a cumplir de un modo natural con lo que se espera de ellos, les instruye sobre el valor del sacrificio, contribuye a que aprecien las cosas y es un modo sencillo de que asuman responsabilidades.
Comer y dialogar en familia
La sobreprotección puede dañar también la autonomía intelectual de los niños y complicar los procesos por medio de los cuales elaboran opiniones propias, así como debilitar su pensamiento crítico. ¿Cómo fomentar el desarrollo intelectual y emocional de los hijos? Lythcott-Haims lo tiene claro: comiendo en familia.
Cuando en la mesa se favorece la conversación y se pregunta a los niños por sus cosas, ofreciéndoles oportunidades para expresarse, se comparten situaciones y hay un ambiente distendido y amable, se está formando adultos independientes, estables emocionalmente y maduros. El diálogo entre padres e hijos es, así, una estrategia valiosa que les enseña a pensar. Por medio de preguntas, y evitando sobre todo ofrecerles respuestas inmediatas, los padres ayudan a que los hijos saquen sus propias conclusiones y les orientan en la formación de sus propios criterios.
Para Lythcott-Haims, la educación tiene como objetivo que el niño adquiera competencias y construya hábitos que le ayudarán después en su vida adulta a alcanzar una existencia plena y satisfactoria. Pero también es consciente de que no es posible educar sin el ejemplo. Con frecuencia, en la literatura pedagógica se pone el acento en la mejora de los hijos, pero tanto Lythcott-Haims como Levine o Millet creen que es preciso que los padres tengan una vida propia. Por eso les invitan también a “invertir en sí mismos”, cuidar sus relaciones y convertirse en los padres que quieren ser, pero también en los que sus hijos realmente necesitan.