Un modo simple de zanjar los debates sociales en temas controvertidos es asegurar que uno esté en el lado correcto de la historia. Ya no hacen falta argumentos ni datos. Basta haber detectado la corriente profunda e irrefrenable por donde discurre nuestro tiempo. La mayoría social va por ahí, y si no la sigues, te quedas en la cuneta. Asegúrate de que estás en el equipo vencedor.
La pretensión de estar en el lado correcto de la historia suele provenir del que va ganando y quiere impedir cualquier resistencia o contraataque con la idea de que “el debate se acabó”. Según su modo de ver, la opinión pública ha aceptado esas ideas, y quien no las comparta se quedará marginado, por no decir estigmatizado. Incluso puede que esas ideas hayan cristalizado en derechos reconocidos por la ley, que nadie se atrevería ya a cambiar.
El síndrome de “el debate terminó”
Tal pretensión implica no solo la reivindicación de un triunfo en una disputa política, sino también una proclama ética. Hemos ganado porque nuestra causa responde a esas exigencias de justicia y modernidad que siempre han hecho avanzar la historia; el que se opone a ellas solo puede hacerlo por ofuscación mental o mala intención. Recientemente hemos asistido a este tipo de enfoque con motivo del debate sobre el matrimonio gay, pero aparece también en otros temas controvertidos.
Quien está en el otro lado no es insensible a este síndrome de “el debate terminó”. Es incómodo ir a contracorriente, ser la voz discordante en el coro, arriesgarse a la reprobación incluso en los círculos cercanos de familiares, amigos o colegas. También se expone uno a ser ignorado para puestos prestigiosos, premios, o la entrada en ciertos círculos. Por eso, aunque uno esté convencido de la verdad de su postura y viva conforme a ella, puede sentirse desanimado a expresarla y defenderla. Y quien tiene convicciones menos arraigadas, las cambiará rápidamente, disfrazando el conformismo con la apertura.
Por dónde va la historia
Los políticos son especialmente proclives a interpretar su triunfo temporal como un “cambio histórico”. Fácilmente piensan que su postura representa “the right side of history”. Obama ha empleado la expresión no menos de 15 veces, según un recuento de un artículo de David A. Graham en The Atlantic (21-12-2015). Pero Bill Clinton la utilizó 21 veces, y antes Ronald Reagan y otros.
La presión de la opinión pública es como una suave violencia, una insidiosa exigencia de conformismo
Por lo general, los que se autodefinen “progresistas” son más proclives a pensar y a decir que representan el avance histórico. Pero también los conservadores se entusiasmaron con la perspectiva de “el fin de la historia” propuesta por Francis Fukuyama tras la caída del comunismo en 1989, que les confirmaba en su victoria.
Quien se considera abanderado de la historia, revela su fe en que el progreso es unidireccional, en que la historia avanza siempre hacia cotas más altas de perfección y sabiduría.
Pero la experiencia enseña que movimientos que en su día creyeron encarnar el sentido de la historia acabaron siendo trágicos fracasos. Por ceñirnos al siglo XX, basta pensar en los movimientos revolucionarios y totalitarios que creían imparable su triunfo por haber descubierto las leyes de la historia.
Con nosotros, o al vertedero
En la revolución bolchevique en 1917, Trotski apostrofaba así a los mencheviques que abandonaron el parlamento: “Sois gente que da pena, en bancarrota. Vuestro papel ha terminado. Id a donde pertenecéis: al basurero de la historia”.
Los comunistas siguieron cultivando esta amenaza. “En los años cuarenta –recuerda el poeta polaco Adam Zagajewski–, los comunistas trataban de asustar a sus adversarios: si no os unís a nosotros, acabaréis en el vertedero de la historia. Aquello sonaba a amenaza, tanto más cuanto que la historia podía parecer la única realidad”. “Hoy día la historia es más benigna que en los años cuarenta, pero, al igual que entonces, necesitamos apoyarnos en algo distinto” (Dos ciudades, Acantilado, 2006).
No menos convencidos de su triunfo se mostraban los fascismos. En el periodo de entreguerras, la democracia parecía un sistema agotado, frágil, incapaz de resolver las imperiosas necesidades de la época, y de provocar los cambios que la sociedad requería. Otros criterios de legitimidad (la clase, la raza, el partido…) impusieron su ley. Muchos gobiernos se inclinaron por el autoritarismo.
Su misma convicción les llevó a ser dictatoriales y a creerse justificados para aniquilar a los disidentes. Los adversarios no eran solo competidores por el poder, sino enemigos del pueblo, rémoras de la historia, no solo equivocados, sino perversos. Quien se cree que está llevando la antorcha de la historia, es más probable que no mire los despojos que quedan atrás. Como en el cuadro de Delacroix “La libertad guiando al pueblo”, el espectador no tiene alternativa: o unirse a la masa, o ser arrasado por ella.
Mentes lúcidas en tiempos de ofuscación
En esos momentos de giros drásticos, no es fácil conservar el sentido crítico para advertir que no todo cambio social es progreso. Y quien se arriesga a hacerlo se expone al aislamiento. Si algo enseña la historia es… que no es fácil captar su sentido. “El hombre hace la historia, pero no sabe la historia que hace”, reconocía el filósofo francés Raymond Aron, un pensador que en la Europa de la guerra fría, cuando las cabezas pensantes consideraban el marxismo como la filosofía insuperable del siglo, se atrevió a calificarlo como El opio de los intelectuales (1955). En su debate dialéctico con Jean Paul Sartre, que fue apostando por todas las revoluciones fallidas de la izquierda, Aron mantuvo un pensamiento lúcido refractario a toda utopía. En esto influyó también una actitud de modestia intelectual, que le llevaba a pensar que “la historia no es un absurdo, pero nadie capta su sentido último”.
El apoyo de las masas tampoco es de por sí garantía de acierto. Cuando las manifestaciones parecen acreditar el valor de unas ideas, no hay que perder de vista lo que señalaba el historiador Johan Huizinga a propósito de la sed de desfiles de la Europa de los años treinta: “…no hay plaza que sea bastante grande para contener el país entero, formado en filas, como soldaditos de plomo…Esto parece grandeza, parece poder; es una niñería. Una forma vana crea la ilusión de un fin valioso” (Entre las sombras del mañana, 1935). Una observación que sigue siendo pertinente en el mundo de hoy cuando lo que priva no son los desfiles militares sino las paradas de “orgullos” varios (étnicos, sexuales, nacionalistas…).
Podría pensarse que en esta época de triunfo de la democracia y de descrédito de las utopías, la sociedad está siempre abierta al debate y tiene a gala respetar la libertad de expresión. Pero la sociedad democrática tiene también sus tiranías, en forma de opiniones dominantes a las que no es fácil resistir.
La fuerza de la opinión colectiva
Tocqueville ya lo observó en La democracia en América: “Siempre que las condiciones son iguales, la opinión general arroja un peso inmenso sobre el espíritu de cada individuo; le envuelve, le empuja y le oprime. Es algo que se encuentra más en la forma en que la sociedad está constituida que en las leyes políticas. A medida que los hombres se van pareciendo más y más, cada uno se siente más débil frente a los otros. Al no descubrir nada que le alce por encima de la masa y le distinga de ella, desconfía de sí mismo cuando los demás le combaten; no solo duda de sus fuerzas, sino también de sus derechos, e incluso llega a pensar que está equivocado si los demás lo dicen; la mayoría no tiene necesidad de forzarle: le convence” (La democracia en América, II, 3ª parte, cap. XXI).
Y si no le convence, puede recurrir a estigmatizarle, como ocurre con la etiqueta de “homófobo” aplicada al que discrepa del matrimonio gay, o con la marca de “antipatriota” al que no está de acuerdo con posturas nacionalistas. Si el estigma no basta para silenciarlo, aún cabe recurrir a instrumentos legales, que, aun reconociendo teóricamente la libertad de expresión, pueden castigar la voz fuera del coro como “discurso del odio” o “incitación a la discriminación” contra un grupo que se adjudica el papel de víctima.
La intolerancia de los tolerantes
Creer que uno está en el lado correcto de la historia lleva muchas veces a convencerse de que es legítimo silenciar al que se empeña en frenar el avance histórico. Se olvida así la advertencia de John Stuart Mill en On Liberty (1859): “Aunque todos los hombres menos uno fueran de la misma opinión, y solo una persona fuera de la opinión contraria, la humanidad no estaría más justificada para silenciar a esa persona, de lo que estaría esta persona, si ocupara el poder, para silenciar a la humanidad”.
“La historia no es un absurdo, pero nadie capta su sentido último” (Raymond Aron)
Lo contrario es incurrir en lo que Benedicto XVI ha llamado la “dictadura del relativismo”, que es el tipo de opresión que aún tiene carta de naturaleza en Occidente. “No es que se persiga abiertamente a los cristianos, eso sería demasiado anticuado e inconveniente. Al contrario, se es muy tolerante, se está abierto a todo. Pero hay cuestiones tanto más perentorias que son excluidas y después tachadas de fundamentalistas, aunque se trate incluso de la verdadera fe. Creo que esto puede desembocar en una situación que exija resistirse, concretamente a una dictadura de aparente tolerancia que frena el estímulo de la fe declarándola intolerante. Aquí sale a relucir la intolerancia de los ‘tolerantes’” (Benedicto XVI, Dios y el mundo, pág. 429).
Pero el mayor peligro para el discrepante está en el conocido proceso de opinión pública que Elisabeth Noelle-Neuman calificó como La espiral del silencio. La gente tiene un temor natural al aislamiento social. Cuando hay una controversia sobre valores, los ciudadanos observan al resto de la comunidad para detectar los cambios. Aquellos que tienen la impresión de que sus valores logran cada vez más apoyo, se sienten seguros y confirmados; no tienen reparo en expresar sus argumentos ante un público desconocido, y actúan con seguridad. En cambio, aquellos que piensan que sus ideas están perdiendo terreno, se muestran más cautos y caen en el silencio.
Como los primeros hablan y los segundos dudan y callan, se produce un efecto sobre el modo en que la opinión pública percibe la situación. El primer grupo parece contar con más apoyo del que realmente tiene, mientras que el segundo parece tener menos. Así, la “espiral” empuja a más gente a expresar el punto de vista del que parece más fuerte, mientras que los que están al otro lado se desaniman. Quizá esto explica en buena parte que un asunto como el matrimonio gay haya pasado en pocos años de chiste a dogma, según decía un ensayista británico.
Rebeldes frente la propia época
De todos modos, a veces es más difícil ser rebelde frente a la propia época, al estilo de Chesterton, que ante un poder dictatorial. Las injusticias del poder son más evidentes, y por eso mismo despiertan más indignación y más solidaridad. Resistirse al espíritu de la época es más arduo. La presión de la opinión pública es como una suave violencia, una insidiosa exigencia de conformismo. El nuevo establishment reclama sumisión, aunque antes hiciera el elogio de la rebeldía. El castigo por la resistencia ya no es la cárcel, sino el aislamiento y el temor a ser tachado de reaccionario, que es el epíteto que más escuece hoy a algunos.
¿Qué cabe oponer a esa presión? En primer lugar, no renunciar a pensar por cuenta propia, dejarse convencer, o no, solo por razones, no por modas ni por el afán de fundirse en el grupo.
Y, después, someter las nuevas ideas a la prueba de sus frutos. Por ejemplo, desde hace unas décadas lo que antes se consideraban patologías familiares se nos presentan como nuevos “modelos de familia”, mientras el matrimonio legal ha ido perdiendo sus características esenciales, incluso la diferencia de sexos.
El papel, también el del Boletín Oficial del Estado, lo aguanta todo. Pero ¿ha mejorado la situación familiar? Si nos atenemos a los índices más empíricos, en Europa no parece haber motivos para felicitarse: la fecundidad está muy por debajo de lo necesario para renovar las generaciones, las rupturas matrimoniales aumentan, cada vez más hijos viven con un solo progenitor, la violencia de género no ha desaparecido y se mantiene en las generaciones jóvenes, el aborto sigue en cotas altas a pesar de la extensión de la anticoncepción, los cambios en el matrimonio van de la mano de la caída de la nupcialidad… Si en política económica nos encontráramos con unos índices tan negativos como en la política familiar, pocos dudarían de que había que cambiar de política.
También es importante evitar el maniqueísmo. Toda época tiene tendencias dignas de ser apoyadas y otras merecedoras de resistencia. Criticar una ley injusta no implica abjurar de la democracia. Resistir una presión intolerante puede hacerse siempre por medios pacíficos. Y pensar que no todo cambio es progreso no implica intentar repetir el pasado en un mundo distinto ni rechazar en bloque lo nuevo. Lo decisivo es mantener la cabeza clara y el espíritu libre frente a los que aseguran saber cuál es el “lado correcto de la historia”.