El fin de la historia y la “recesión democrática”

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Pese a los retoques que ha dado a su célebre hipótesis sobre el fin de la historia, enriqueciéndola con consideraciones en torno al gobierno eficiente, Francis Fukuyama sigue confiando en que basta con poner en orden el Estado y el mercado para solucionar los fallos de las democracias modernas. A otros autores esto les parece insuficiente y proponen, además, volver los ojos a la ética y la religión.

Cuando Fukuyama presentó por primera vez su hipótesis sobre el fin de la historia, en la primavera de 1989, los vientos del optimismo soplaban con fuerza. “El artículo [que fue la base de un libro posterior] apareció unos meses después de la caída del Muro de Berlín, durante las protestas a favor de la democracia en la Plaza de Tiananmen, y en medio de una ola de transiciones democráticas en la Europa del Este, América Latina, Asia y el África subsahariana”, explica Fukuyama en un reciente artículo del Wall Street Journal.

El politólogo estadounidense vio en esos acontecimientos un panorama muy distinto del que habían profetizado muchos pensadores de izquierda. “El proceso de modernización económica y política no estaba conduciendo al comunismo, como habían asegurado los marxistas y admitido la Unión Soviética, sino a una forma de democracia liberal con economía de mercado. La historia, escribí, parecía culminar en la libertad: gobiernos elegidos, derechos individuales y un sistema económico en donde el capital y el trabajo circulaban bajo una modesta supervisión del Estado”.

Pero la situación mundial actual ha cambiado: algunos países que a principios de los años noventa parecían estar avanzando hacia el ideal democrático han dado pasos atrás. A Fukuyama no solo le preocupan los gobiernos autoritarios: el problema es que “muchas democracias tampoco lo están haciendo bien”. Y cita, entre otros ejemplos, a Rusia, India, Tailandia, Bangladesh y Turquía. Ni siquiera Estados Unidos y Europa, añade, son hoy ejemplos luminosos para otras democracias.

Son las creencias religiosas, y no la política, lo que impulsa a mucha gente a hacer el bien

Claro que ha habido progresos en las últimas décadas. Citando a Larry Diamond, politólogo de la Universidad de Standford, Fukuyama recuerda que entre 1974 y 2013 se ha producido un crecimiento enorme de las democracias electorales, pasando de 35 a 120. Pero también advierte que, entre 2005 y 2013, ha caído el número y la calidad (menos libertades políticas y civiles) de las democracias. Lo que lleva al propio Diamond a hablar de una “recesión democrática” global.

Mejorar la eficiencia de la democracia
Llegados a este punto, Fukuyama hace un ajuste a su hipótesis inicial. Mantiene en lo esencial lo que dijo en 1989, pero ahora hace más hincapié en las condiciones necesarias para que funcionen las democracias liberales. Entre otras destaca la eficiencia del gobierno y de las instituciones.

“Mi hipótesis sobre el fin de la historia nunca pretendió ser determinista ni se limitó a ser una predicción simple sobre el triunfo de la democracia liberal en el mundo. Las democracias solo sobreviven y progresan cuando la gente está dispuesta a defender el Estado de derecho, los derechos humanos y la responsabilidad política. Tales sociedades dependen del liderazgo, la capacidad organizativa y la pura buena suerte”.

Fukuyama ilustra la necesidad de un gobierno eficiente con tres ejemplos. En Ucrania, los líderes de la Revolución Naranja podrían haber hecho más por la democracia “si no hubieran gastado sus energías en peleas internas”. “En la India, existe el Estado de derecho. Pero es tan lento y tan ineficaz, que muchas demandas mueren antes de que los casos lleguen a juicio”. Y en EE.UU., “el polarizado y envenenado ambiente político de Washington” ha impedido buscar soluciones al problema del déficit fiscal.

Sin referencias éticas, la democracia y el mercado quedan expuestos a un ambiente social influido por el relativismo y el individualismo

Con todo, Fukuyama tiene que claro que todavía no ha aparecido un modelo de gobierno capaz de hacer sombra a la democracia liberal. “Lo vemos en las multitudinarias protestas que siguen estallando de forma inesperada en Túnez, Kiev o Estambul, donde la gente corriente exige a los gobiernos que reconozcan su igual dignidad como seres humanos. Y lo vemos también en los millones de pobres que cada año se desplazan desde Ciudad de Guatemala o Karachi hasta Los Ángeles o Londres”.

Tensión entre liberalismo y democracia
Pero el binomio política-economía no es suficiente para explicar por qué algunos países que en las últimas décadas han experimentado una considerable apertura prefieren una forma de democracia distinta de la occidental.

John O. McGinnis, profesor de Derecho constitucional en la Northwestern University (Illionis), objeta a Fukuyama que su análisis pasa por alto la tensión inherente a la democracia liberal: o sea, el conflicto entre la defensa de las libertades, que pone el énfasis en los derechos de los individuos, y el derecho del pueblo a vivir en un ambiente de orden social, con las consiguientes restricciones a las libertades individuales.

En Occidente, las democracias liberales resuelven esta tensión recurriendo a mecanismos de contención del poder político. Pero Tailandia, Turquía o Rusia son ejemplos de democracias que no están dispuestas a resolver esa tensión con una solución que implique limitar el poder del Estado.

A la vista de estos ejemplos, McGinnis cree que en el futuro seguirán apareciendo formas alternativas de democracia que traten de dar respuesta a esa tensión “en función de la cultura, la afiliación religiosa y la posición geopolítica” de cada país, aspectos a los que Fukuyama no presta atención.

El binomio política-economía no es suficiente para explicar por qué algunos países prefieren una forma de democracia distinta de la occidental

Cristianos por el capitalismo
Una visión complementaria a la de Fukuyama es la que están impulsando en EE.UU. una serie de economistas liberales, a los que la prensa estadounidense ya ha puesto la etiqueta de “conservadores religiosos”. También ellos creen que la economía de mercado contribuye a expandir la democracia, pero recalcan la necesidad de recuperar la dimensión ética de la economía.

Mientras que en el pasado este tipo de pensadores centraban su atención fundamentalmente en temas como el aborto, la familia o la libertad religiosa, ahora el punto de mira de sus reflexiones se ha ampliado a problemas económicos.

Se ha empezado a hablar más de ellos con motivo de las primarias republicanas en Virginia, en las que David Brat –un profesor de economía afín al Tea Party que se declara calvinista– derrotó a Eric Cantor, líder de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes y, a efectos prácticos, número dos del Partido Republicano.

En este caso no encaja la trillada narrativa que enfrenta a los candidatos “radicales” del Tea Party con los candidatos “moderados” del establishment republicano. Mientras que Cantor se había vuelto impopular por sus peleas políticas en Washington, Brat es visto como un liberal preocupado por reformar el mercado a través de la ética y la religión.

Un artículo del Washington Post explica que la victoria en Virginia “ha despertado el interés por los escritos en los que Brat pide a los cristianos que se alcen en defensa del capitalismo”. Y añade que Brat, doctor en economía y máster en teología, “forma parte de un movimiento surgido en los últimos años e integrado por economistas creyentes, sobre todo conservadores cristianos”. Es habitual que estos autores planteen en sus escritos cómo se solapa la economía con la ética, pero también con la religión.

Una libertad con raíces éticas
En este perfil encaja el estadounidense Samuel Gregg, experto en filosofía política y director del área de investigación del Acton Institute. En un artículo publicado en Public Discourse, Gregg explica la conexión que existe entre la protección de la libertad religiosa y la defensa de la libertad económica. Es un proceso en doble sentido: cuando avanza una de las dos, es más probable que la otra también se vea fortalecida. Y al revés: si un gobierno no tiene inconveniente en suprimir una, tampoco tendrá reparos en suprimir la otra.

Al igual que Fukuyama, Gregg cree que la economía de mercado prepara el camino para las sociedades libres. Por eso lamenta que “algunos de los que defienden la libertad religiosa desprecien el papel que la libertad económica tiene en el bienestar humano y el bien común”. Pero el planteamiento de Gregg tiene más hondura antropológica, como muestran otros escritos suyos (cfr. Aceprensa, 19-09-2007 y 14-07-2009).

A menudo reprocha a sus colegas liberales que se desentiendan de la ley natural al defender la libertad individual. El resultado es que la democracia y el mercado se quedan sin referencias éticas, en medio de un ambiente social influido por el relativismo y el individualismo. Para Gregg, las sociedades libres solo pueden prosperar sobre las bases de un orden moral, accesible a la razón, que guía los usos de la libertad.

Una ciudadanía orientada al bien común
Sobre el riesgo de una democracia sin valores han reflexionado expertos de distintos países en el congreso “La ética de los ciudadanos en el siglo XXI” (30-31 de mayo), organizado por el Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra. Una de las cuestiones que se plantearon los ponentes es cómo pueden los ciudadanos contribuir a la regeneración ética de la democracia.

Frente a quienes piensan que participar en democracia consiste solamente en depositar un voto cada cierto tiempo, el irlandés David Thunder, investigador del ICS y organizador del congreso, defendió el concepto de responsabilidad social. Su idea es que “cada uno debe aportar su conocimiento y experiencia de modo que ejerza un impacto positivo para el bien común”.

La complejidad de las sociedades actuales reclama una forma de “ciudadanía especializada”. Eso significa que quienes quieran mejorar la vida social tendrán que “escoger su campo de influencia”. Thunder cita a modo de ejemplo la ecología y los negocios: el que se esfuerza por promover el desarrollo sostenible o el que gobierna su empresa con justicia, ofreciendo empleos y servicios de calidad, está haciendo una aportación al bien común.

El investigador irlandés constata que, para mucha gente, las creencias religiosas son precisamente el revulsivo que les impulsa a hacer el bien. Por eso sostiene que “la religión y los valores éticos que forman parte de ella motivan a los ciudadanos a cumplir sus deberes cívicos y a aportar valor al bien común”.

No se puede decir lo mismo de la política, pues lo que piensa cada cual sobre el tamaño del Estado o los impuestos no hace a nadie más justo ni solidario. De ahí que añada: “La política no proporciona los valores éticos fundamentales, ni a los creyentes ni a los no creyentes”.

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