La opinión pública se parece a un mar revuelto, enfurecido, bronco… Hay tantas olas en la superficie –tantos malentendidos, tantos prejuicios– que el fondo de los debates se vuelve turbio y acaba siendo muy difícil distinguir cuál es el valor en juego. En este clima hostil a la comunicación serena, es importante comprender qué preocupa al otro lado y hacerse entender.
Hay términos de efectos imprevisibles. Como los botones que activan un resorte, basta nombrarlos para que se despierten en los oyentes emociones de distinto signo: libertad de expresión, diversidad familiar, populismo, ideología de género, feminismo, libertad religiosa… Son palabras que arrastran un significado propio en el contexto de unos debates que llevan años en marcha. Cada cual se incorpora a ellos con unas expectativas concretas, pero no está claro que todo el mundo vaya a entender lo mismo.
Para los partidarios de la corrección política, por ejemplo, el problema es que la civilización occidental arrastra un prejuicio histórico contra las minorías raciales, las mujeres y los homosexuales. Este prejuicio se traduce en el lenguaje y se convierte en una fuente de ofensas para esos grupos. Por eso, hay que purgar las palabras y exigir que se usen de esa manera. Para estas personas, explica Alana Moceri en esglobal, la corrección política tiene que ver con el cuidado del lenguaje para no ofender.
Ahora bien, los críticos de esa postura tienen una visión distinta de este debate. Para ellos, no es solo un problema de cuidar el lenguaje. También es una forma de silenciar unos puntos de vista considerados heterodoxos, y de promover la conformidad con los tenidos por admisibles. Por ejemplo, la corrección política exige a todo el mundo afirmar el valor igual de todos los “modelos familiares” y prohíbe hablar de una mejor forma de familia.
Situar al otro
Con estos malentendidos de fondo, la comunicación se hace más difícil. Hay más ruido, más tensión. Y nos hacemos reactivos; es decir, nos olvidamos de nuestra propuesta y nos centramos en la agresión que viene de fuera.
Frente a esta dinámica, Yago de la Cierva recomienda no perder de vista la preocupación que ha desencadenado la controversia, ni el contexto implícito en que se mueve el otro. De lo contrario, el debate se quedará en un diálogo de sordos.
Esto permite centrarse en lo esencial. La prioridad deja de ser que yo y “los míos” tengamos razón, y pasa a ser cómo puedo explicarme mejor, para tener alguna opción de avanzar en la disputa. El planteamiento es similar al de la mujer o el marido que pregunta: “¿Quieres tener razón o quieres que solucionemos el problema?”. Resolver un debate público que lleva tiempo enconado, es mucho pedir. Pero siempre se puede aspirar a aclarar algún aspecto o a aportar una perspectiva distinta.
Dos marcos tóxicos
En el mar revuelto de la opinión pública, hoy prevalecen dos marcos que están envenenado la manera de enfocar muchos debates. El primero dice así: “Quienes discrepan de la visión progresista del mundo son unos bárbaros que quieren llevarse por delante la democracia liberal”. Y el segundo, muy unido al anterior, sugiere: “El ascenso de los populismos de derechas es una amenaza para los derechos de las mujeres”.
Estos marcos mentales pueden parecernos injustos o simplistas. Pero sería un error ignorarlos. Como explica Bruno Mastroianni en La disputa feliz, atreverse a “salir de nuestro cómodo perímetro de opiniones” nos ayuda a “reformular nuestras convicciones para hacernos entender por el otro”. Al reelaborar –añade–, revitalizamos la conversación y creamos oportunidades para que surjan ideas inesperadas.
Puede que una respuesta atenta a los temores de nuestros interlocutores directos caiga en saco roto, sobre todo si los alimentan de mala fe. Pero conviene no olvidar, dice Mastroianni, que a las controversias públicas asisten desde fuera muchas otras personas. Aquí probablemente sea más fácil lograr avances, si nos ven serenos.
Integristas contra razonables
El primer marco se basa en un chantaje: o pasas por el aro del progresismo o eres enemigo de la libertad, la igualdad, la tolerancia, la diversidad…
Esta disyuntiva desequilibra el terreno de juego: a quienes se identifican con la visión progresista del mundo, los sitúa automáticamente –es decir, sin necesidad de que acrediten ningún mérito personal– en el lado de los “razonables”; y a quienes se oponen a esa visión o a algún aspecto de ella, los sitúa –también automáticamente– en el lado de los “integristas”, de modo que siempre parten con desventaja.
Detrás de este maniqueísmo se intuye una negativa a exponerse a la crítica. Según Mastroianni, “hay muchas maneras de esconderse en una conversación”: uno puede parapetarse detrás de unos principios grandilocuentes, de un rol, de una autoridad reconocida, de una reacción emotiva del tipo me siento ofendido… “Todas son estrategias para poner algo entre nosotros y los demás, y así alcanzar una posición más segura, sin atenernos a la esencia del discurso y eludiendo la confrontación”.
Frente a ese truco retórico, lo más honrado sería reconocer que todos podemos ser razonables o integristas. Admitido esto, toca bajar al ruedo de los argumentos y demostrar en cada disputa dónde me sitúo yo. Como sugiere Adela Cortina en La ética de la sociedad civil, lo que de verdad decide si somos dogmáticos o no, es si somos capaces de apoyar nuestras convicciones en razones; si somos capaces de escuchar las razones de los demás; y si somos capaces de modificar nuestras posiciones en el caso de que el otro nos haya dado argumentos convincentes.
A rebajar la tensión implícita en este marco también ayudaría normalizar el disenso y asumir que las disputas sobre valores son inevitables en las sociedades liberales, algo que no ocurre en los regímenes autoritarios. Las dos cosas van de la mano: a más libertad, mayor pluralismo. Esto exige ser honestos y empezar por reconocer que todavía estamos lejos del ideal: incluso en democracias liberales consolidadas, la mayoría de los ciudadanos son reacios a decir lo que piensan en una serie de temas.
La transversalidad que permiten los debates éticos y sociales no tiene por qué quedar bloqueada por la manía de politizarlo todo
Machistas contra feministas
El segundo marco es todavía más tóxico que el anterior, porque el bien amenazado ya no es una idea abstracta –los valores liberales–, sino los derechos de unas personas: las mujeres. Aquí la presunción es que hay unos hombres, sobrados de testosterona, que ven amenazada su posición de dominio en la historia y que quieren recuperarla arrebatando derechos a las mujeres. De ahí el lema de la resistencia: “¡Ni un paso atrás!”.
Esta era una de las idea-fuerza elegida por El País para su editorial del pasado 8 de marzo: “La instrumentalización política del malestar social impulsada por los nuevos hombres fuertes en Polonia, Hungría, Brasil o Estados Unidos ha conducido a la presencia de ajados discursos sobre valores familiares que retratan de nuevo a las mujeres como portadoras de las esencias nacionales, convirtiendo a las díscolas, ruidosas y descontentas en el principal objeto de la ira de su reacción”.
El mundo imaginado por este editorial es simple: las mujeres forman un solo bloque y hablan con una sola voz en una lucha democrática sin cuartel, articulada en torno al eje machismo/feminismo. Por eso, el editorial presenta como una conquista para las mujeres la despenalización del aborto en Irlanda (y deseada en Argentina), “en un momento en el que el ascenso de las fuerzas ultras muestra su pujanza en todo el mundo”.
Pero este enfoque pasa por alto un hecho incómodo para el feminismo radical: el de las mujeres que se quejan de ser el objeto de la ira de otras mujeres que las toman por parias o por traidoras, solo porque no piensan como ellas. A quienes la acusan de haberse dejado lavar el cerebro por ser provida, Kimberley Burton las invita a celebrar la pluralidad de voces femeninas, lo que “podría aportar nuevas soluciones para abordar las diferencias entre hombres y mujeres”. Y añade: “Antes de que las feministas modernas descarten a las mujeres conservadoras, deberían darse cuenta de que somos más que simples estereotipos. Lo mismo que ellas”.
Enfoques colaborativos
Frente a la lucha de identidades que plantean el populismo y el feminismo radical, son más prometedores los planteamientos colaborativos, que tratan de encontrar líneas de avance sin renunciar a los propios principios. Por ejemplo, pese a los evidentes desacuerdos que separan a los firmantes de la campaña “Stop Surrogacy Now”, eso no les ha impedido hacer palanca sobre un punto común: el rechazo a la legalización de los vientres de alquiler. Es la transversalidad que permiten los debates éticos y sociales, que no tiene por qué quedar bloqueada por la manía de politizarlo todo.
En este sentido, son interesantes los resultados de una encuesta realizada hace unos meses por 40dB para El País, en la que se pedía a 2.000 adultos que indicaran, de una lista de objetivos, cuál o cuáles les parecen más importantes para el movimiento feminista:
— el 53,3% de los encuestados eligió “eliminar el techo de cristal (los obstáculos para el ascenso profesional de la mujer)”
— el 52,3%, “aumentar y visibilizar la lucha contra la violencia de género”
— el 41%, “empoderar a la mujer frente al acoso y las agresiones sexuales”
— el 40,8%, “romper con los estereotipos de género”
— el 35,5%, la “división igualitaria del trabajo doméstico”
— el 26,4%, el “derecho a la interrupción voluntaria del embarazo” [aborto]
— el 7,2%, las “cuotas para establecer proporción de mujeres en instituciones determinadas”
— el 3,9%, el “uso de lenguaje inclusivo”
— el 4,5%, “ninguno de los anteriores”
Hay que dar por descontado que conservadores y progresistas querrán ponerse de acuerdo para lograr una sociedad sin violencia contra las mujeres, ni agresiones sexuales, ni discriminaciones laborales, ni estereotipos…, aunque puedan estar en desacuerdo en el modo de conseguirlo. Pero el punto de partida ya no es la desconfianza mutua, sino la convicción de que todos persiguen el mismo objetivo.
Lo mismo pasa con otros temas donde la coincidencia de objetivos parece menor. Por ejemplo, se puede estar en desacuerdo con un reparto del trabajo doméstico según la regla del 50-50 y, sin embargo, ser partidario de la corresponsabilidad, según lo que convenga a las familias en cada momento vital. O se puede no hablar de cuotas y, sin embargo, defender otras maneras de apoyar el talento femenino.
El “derecho al aborto”, en cambio, sí que es uno de esos desacuerdos insalvables. Otra cosa es que el foco se ponga en las ayudas a las embarazadas en situaciones difíciles, cuestión que sí podría suscitar consenso si se deja de ver como una treta para “quitar derechos”.
Los enfoques colaborativos no son buenismo. Más bien, son madurez democrática para sobrellevar con realismo y paciencia –he ahí el sentido de la tolerancia– dos certezas básicas: que las personas pensamos de forma diferente, y que las sociedades liberales cuentan con suficientes recursos para acomodar esas diferencias.
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Ver también Una libertad de expresión que se haga entender