Nos llegan unos versos en prosa desde Washington D.C. Es primavera. Vienen con torpedos de ideas profundas de paz, personas, fuentes, haikus, citas, versículos, imágenes, suspiros hondos de alegría, pensamientos digeridos y reflexiones de última hora respondidas con naturalidad ante una pregunta que bota en la conversación.
Al leer, se remueve el hula-hoop de la astenia egocéntrica con unas ganas intensas de abrir los ojos, abrir los oídos y abrir la boca en un ¡oh! de asombro urbano sin necesidad de recluirse en la trastienda de la realidad.
Habla, escribe y golpea con dulzura Marcela Duque (Medellín –Colombia–, 1990). Filósofa. Poeta. Autora de estas letras que no pueden plastificarse de tedio en un vivero prefabricado: “Mira esos tulipanes. / No sé tú, / pero los miro y quiero ser mejor persona”.
Autora, también, de Bello es el riesgo –Premio Adonáis 2018– y Un enigma ante tus ojos (2024). Y de una tesis recién depositada sobre el pensamiento icónico en el Fedro, de Platón.
¿El verso que mejor aquilata su poesía? Un haiku de Enrique García-Máiquez en el que piensa con frecuencia, porque define bien su vida y su profesión, y, por tanto, su poesía: “La luna llena / como mi vida, plena / de luz ajena”.
La primavera en la capital de Estados Unidos es “una especie de orquesta con varios crescendos de magnolias, cerezos, tulipanes y azaleas”. Colores. Olores. Valores. Motores. Signos de admiración.
“Marcela” viene de “Marte”. Valentía. Fuerza. Coraje. Esperanza. Guerrera: filósofa y poeta en el siglo XXI. Pocas maneras más positivas de arriesgar con optimismo. El otro sueño americano donde no gobierna la tiranía de la máxima eficiencia. Costa por costa: a 42 horas en coche y en línea recta de Silicon Valley.
— Poesía y alegría. A contracorriente de muchos versos grises cansados de vivir o hartos de las reglas de la vida.
— Hace unos días le escuché decir a Dana Gioia, un poeta norteamericano al que admiro, que un consejo que le daría a todas las personas que deseen escribir es que su escritura tendría que reflejar el agradecimiento por estar vivos. Me pareció un buen consejo, que expresa bien esa conexión tan íntima que yo también veo entre el amor, la poesía y el agradecimiento.
Pienso con frecuencia en eso que decía san Agustín: Cantare amantis est, cantar es propio de los que aman. Son muchas las formas del amor, pero hay una fundamental, que anima a todas las demás: el amor a la vida, con todas sus limitaciones y dificultades. Amar la vida es precisamente amar sus luces y sus sombras, y de ahí nace el agradecimiento. Esa actitud es fundamental.
Es interesante que la palabra “feliz” también se aplique a expresiones y pensamientos “bien articulados” o “bien traídos”. Naturalmente, no basta que unos versos sean “alegres” para que sean buenos, pero todos los versos buenos sí que son “felices” en ese otro sentido, que tampoco es del todo ajeno a la alegría, a la alegría de haber dado, como diría Antonio Machado, con “unas pocas palabras verdaderas”.
— ¿Qué observas cuando abres la ventana y cómo lo cuentas con versos?
— Creo que lo que cuento en mis versos es lo que no veo sino a través de los versos mismos.
Como lectora de poesía, solía pensar que el poeta era el que tenía una visión privilegiada, que veía algo que se le escapaba al resto de los mortales y que luego conseguía expresar en palabras. Las palabras vendrían necesariamente después de una intuición, de lo contrario, ¿qué se suponía que iban a articular?
Sin embargo, mi experiencia al escribir poesía ha sido un poco diferente. Es cierto que hay que empezar en algún sitio: una intuición, una imagen, una palabra…, pero, por lo general, ese lugar de partida es tan incipiente que es, apenas, una promesa. Son las palabras del poema las que dan lugar a la claridad de una visión ya articulada. Jean Luc Marion dice que los iconos religiosos no son el resultado de una visión, sino que la provocan. Yo creo que de los poemas se podría decir lo mismo, también en relación con el propio poeta. El poeta es el primero en sorprenderse por lo que el poema le ha permitido ver. Por eso, ver nacer un poema no es tanto como diseñar una mesa y luego materializarla, sino que tiene algo más análogo a ver nacer un ser vivo, con una cierta voluntad propia.
Una de las mejores defensas contemporáneas de la rima y las formas clásicas en poesía va por ahí. Está contenida en este aforismo de una de mis poetas actuales favoritas, A. E. Stallings: “La rima libera al poeta de lo que quiere decir”. Lo que vemos inicialmente, lo que queremos decir de entrada, suele ser más pobre de lo que la poesía quiere decir. Es cuando uno entra en los límites de un ritmo, una rima o una forma, cuando empieza a encontrar nuevas conexiones inesperadas y a ver lo que no hubiera podido ver sin el poema mismo.
Hace unos días escuché a una niña de 9 años recitar un poema y dar un consejo a otra: “Tienes que dejarte llevar por el poema”. Me gustó el verbo que usó en inglés: whisk away –“you need to let the poem whisk you away”–, porque tiene la expresividad de un arrebato amoroso. Hay algo similar a ese dejarse llevar cuando se escribe un poema en el que se ven cosas que no se habían visto. Es todo un proceso de descubrimiento.
— ¿La poesía y la filosofía son dos formas de conocer, de afirmar, de sobrevivir, de solidaridad?
— Tanto en la poesía como en la filosofía hay una orientación radical hacia la realidad. Es esto lo que también las une al agradecimiento. Decía Heidegger que el poetizar, el agradecer y el pensar –“das Dichten und das Danken und das Denken”– remiten uno al otro. Y no le falta razón.
De la filosofía moderna hemos heredado un paradigma empobrecido de la razón, más centrada en sí misma que en la realidad. El anhelo de alcanzar certezas inequívocas ha llevado a que concibamos la razón en términos matemáticos y deductivos, computacionales. Es corriente hablar de la mente humana como si fuera una computadora procesando información y ya no nos damos cuenta de que lo que comenzó siendo una metáfora, un modo de entender la realidad, se ha convertido en el paradigma principal. Hay algo paradójico aquí: hablamos de la inteligencia humana como si fuera un ordenador, y de los ordenadores como si fueran inteligencias.
La razón humana, sin embargo, es mucho más rica y misteriosa que cualquier máquina o cualquier silogismo. No hay nada en una conclusión de una deducción que no estuviera ya presente en las premisas. Pero la razón humana da saltos creativos difíciles de explicar, encuentra imágenes iluminadoras, hace descubrimientos inesperados. Allí está su naturaleza esencialmente poética.
Platón llega a hablar de “la locura divina de la razón” –lo que Josef Pieper traducía como “el entusiasmo y el delirio divino”– en un diálogo cuyo tema central podría decirse que es la filosofía (el Fedro). La razón aparece allí en términos “porosos”, vulnerable a la belleza y sus efectos: una razón erótica.
En La era secular, Charles Taylor hace la distinción entre un “yo poroso” y un “yo impermeabilizado” para hablar de la transición a la modernidad. A mayor “impermeabilización”, mayor desconexión con el mundo, mientras que la forma de estar en la realidad para los filósofos premodernos, como Platón, es esencialmente participativa.
Los antiguos veían con claridad que el conocimiento de las realidades más nobles requiere unas ciertas disposiciones en el alma para poder participar de ellas. Hace falta una serie de prácticas que sean manifestación de su devoción hacia esas realidades. Me parece que las conexiones entre filosofía y poesía son más claras en una concepción más participativa y “porosa” de la razón. Quizá esto es lo que expresa un verso de Hölderlin que le gustaba citar al profesor Alejandro Llano: “Quien ha pensado lo más profundo, ama lo más vivo”.
— Dices: “La atención es la puerta del asombro”. ¿Asombrarse es de ingenuos?
— Es de personas agradecidas que no creen que todo se lo merecen, y que tienen una disposición hacia la realidad como un regalo. D.C. Schindler –profesor al que he conocido en Washington D.C. y gran filósofo al que admiro– dicta una clase de metafísica titulada El ser como dádiva. Es una manera poética y a la vez filosófica de ver la realidad. Como decía Aristóteles, el asombro está en el origen de la filosofía, pues es lo propio de quienes no saben, pero desean saber. Platón diría que también está en el final, porque la realidad es siempre más grande de lo que podamos comprender. Siempre cabe seguir asombrándose también de lo que ya sabemos.
Me gusta recordar este poema breve de Ted Kooser, que es como un lema de vida: “Si puedes despertar / dentro de lo ordinario / y ver que es asombroso, / no te faltan milagros”. El verso final, más literalmente, dice “no tienes que salir de casa”, que es como decir que encontrarás en casa material suficiente para el asombro.
“Además del agradecimiento y del amor, también la muerte nos ayuda a mirar mejor, a no desaprovechar los regalos que sólo tendremos mientras estemos vivos”
— ¿Cómo podemos mirar mejor los que vivimos en modo prosa?
— Vuelvo al tema de mi vida: mirándolo todo con agradecimiento. Del agradecimiento nace también el amor, que es lo que da la mirada más perceptiva. El amor no es ciego. Donde hay amor, hay visión –Ubi amor, ibi oculus– y, por tanto, poesía. El amor transforma lo más prosaico en poesía, porque el amor es lo menos prosaico. Me acuerdo ahora de unos versos de Aurora Luque que también nos pueden servir de respuesta a la pregunta: “Arte: / una letra de amor / y tres de muerte”. Además del agradecimiento y del amor, también la muerte nos ayuda a mirar mejor, a no desaprovechar los regalos que sólo tendremos mientras estemos vivos.
— ¿La poesía contemporánea está donde brillan las estrellas o donde crecen las rosas, pero lejos de la calle?
— Yo creo que la poesía –la intemporal, la no escrita– está en todas partes. Nada humano le es ajeno. Y por eso hay poemas allí donde hay poetas.
— ¿Tus poetas de referencia?
— Pienso en ellos como en grupos diversos. Suelo empezar por los contemporáneos que me abrieron todo un mundo del que sigo bebiendo, los que supusieron una especie de segunda conversión a la poesía: Enrique García-Máiquez, Julio Martínez Mesanza, Eloy Sánchez Rosillo, y los muchos que me he encontrado al tirar del hilo. De mucho tirar del hilo se llega a los que ya no morirán: Jorge Manrique, san Juan de la Cruz, Claudio Rodríguez. Luego están los colombianos: Piedad Bonnett, Meira Delmar, Leonel Estrada. Y los del mundo anglosajón, que han pasado a formar parte de mi vida: Gerard Manley Hopkins, Rhina Espaillat, Richard Wilbur, Seamus Heaney.
— Entre la subjetividad de una poeta y la objetividad de la verdad que anhela una filósofa: ¿qué realismo necesitan las almas de nuestro tiempo?
— Respondo con el gran maestro del haiku, Matsuo Basho, que le dijo a uno de sus discípulos que el problema con la mayor parte de la poesía es que era, o bien subjetiva, o bien objetiva. Diría lo mismo de la filosofía. El realismo que necesitamos es un realismo integrador, de síntesis, católico en su sentido etimológico. En lugar del “o bien… o bien” (aut/aut), optar por vivir en el “tanto… como” (et/et), aceptando todas las tensiones e incertidumbres.
— Clasicismo y frescura. En esa copulativa encasillan los expertos tus poemas. ¿Dónde rima la literatura en un contexto de prisas, imperio digital y sobreinformación?
— La poesía, en concreto, no soporta las prisas. Un poema pide ser leído lentamente, porque cada palabra importa. Y dos veces: una primera vez para entrar en él casi irreflexivamente y otra vez para atender a lo que nos dice. Cada nueva lectura parece darle mayor densidad. La poesía, además, está hecha para ser leída en voz alta, a un ritmo más lento que el de la lectura rápida. Aprenderse un poema de memoria es lo mejor que se puede hacer para comprenderlo y disfrutarlo mejor. Todas estas prácticas resisten las prisas y la sobreinformación de la vida digital. La poesía puede ser una herramienta estupenda para desarrollar actitudes más contemplativas en nuestra vida diaria, educar la imaginación y afinar con ella nuestra capacidad de percibir la realidad.
“Nuestras almas dependen en gran medida de nuestra atención. La mercantilización de la atención es uno de los mayores problemas de nuestro tiempo”
— Dices: “La poesía es una manera de estar atenta, de saber mirar y, en esta medida, de aprender a amar”. ¿Es viable un progreso donde perdemos capacidad de estar atentos, de estar cerca, y de ser felices entre las verdades profundas, aunque sean abstractas?
— No puede haber un progreso que sea antihumano. Hemos puesto tantas esperanzas en la técnica y en la lógica de que el último desarrollo tecnológico es necesariamente mejor que el anterior, que nos hemos olvidado de la pregunta por lo humano, de qué es lo que realmente anhelamos y si el progreso tecnológico está realmente al servicio de todo aquello que nos hace felices, sobre todo la familia, las amistades, las comunidades en las que nos sentimos valiosos y amados.
La lógica tecnológica busca solucionar problemas que ni siquiera existían, simplemente porque existe la posibilidad de optimizar una acción. La identificación facial del iPhone, por ejemplo, termina por hacer que la identificación manual parezca laboriosa. Este deseo de optimizarlo todo termina por afectar nuestras relaciones con los demás y con nosotros mismos. La mercantilización de la atención es, sin duda, uno de los mayores problemas de nuestro tiempo. Nuestras almas dependen en gran medida de nuestra atención. Aunque es una lucha muy difícil a nivel individual, va creciendo cada vez más la conciencia de que ciertas regulaciones son necesarias, pues nos estamos jugando la humanidad.
“Pensar en cómo poner la piedad en el centro de la educación sería un buen proyecto, incluso por razones pragmáticas: ¡sirve para todo!”
— ¿Qué cosas son útiles, por mucho que no salgan en los manuales de eficiencia?
— Todo lo que sea el cultivo del alma, en un sentido amplio, cercano a la intimidad.
Dice san Pablo en la Carta a Timoteo que “la piedad es útil para todo, pues contiene promesas para la vida presente y para la futura”. Vivimos en una cultura que ha perdido esta noción, que ha sido tan clave en toda civilización.
El año pasado estaba leyendo el Eutifrón de Platón con estudiantes universitarios. Quería que cayeran en la cuenta de que, aunque sepamos el significado de una palabra y podamos usarla con comodidad, no es nada fácil llegar a una definición, así que les pedí que escribieran una definición de “piedad”, que es precisamente lo que Sócrates le pide a Eutifrón. Varios me dijeron que no sabían lo que significaba. Al principio pensé que estaban expresando la dificultad que me había propuesto que notaran, que, aunque supieran lo que era, no sabían dar con la definición precisa. Pero al hacerles un par de preguntas, me di cuenta de que en realidad no podían hacer el ejercicio, porque la palabra “piedad” no formaba parte de su vocabulario. No sabían qué les estaba preguntando. Me hizo pensar en lo que les estábamos robando si durante toda su educación, a lo largo de los años más formativos, nunca se habían enfrentado a ese concepto. No es como quien se lamenta de que ya no se enseñe latín en los colegios, por lamentable que a mí también me lo parezca. Resulta iluminador pensar qué es lo que pierden los niños y los jóvenes al hurtarles la noción de “piedad”, y sería un buen proyecto pensar cómo poner la piedad en el centro de la educación, incluso por razones pragmáticas: ¡sirve para todo!
— ¿Qué es la intimidad?
— A san Agustín le debemos la idea de que Dios es más íntimo a nosotros mismos que lo más íntimamente nuestro: interior intimo meo et superior summo meo (Confesiones, III.6.11). La intimidad es, por tanto, allí adonde sólo llega Dios, donde estamos a solas con Él y, por tanto, donde somos lo que verdaderamente somos.
En arquitectura se habla de un gradiente de intimidad, según el cual los edificios deben tener distintos tipos de espacios de acuerdo con los diversos grados de privacidad. Las áreas exteriores suelen ser lugares de encuentro más públicos, mientras que los espacios interiores van creciendo en nivel de intimidad, hasta llegar a las habitaciones, los espacios más íntimos. Como dice el Evangelio, es ahí, en tu aposento –en lo oculto y más íntimo: con la puerta cerrada– donde se encuentra al Dios que está en lo oculto.
Este gradiente de intimidad se puede aplicar a otras cuestiones, como las amistades y los espacios en nuestra alma a donde dejamos que solo algunos entren. Lo curioso es que ese lugar más íntimo está “en lo oculto” y es difícil de alcanzar también para nosotros mismos.
— ¿Por qué las humanidades son Cenicienta?
— Porque la verdadera contribución de las humanidades es sapiencial y difícil de medir en términos económicos. Si la utilidad se ve así, lo que se escapa a estas medidas se relega a la irrelevancia. Nuevamente, como dice Machado, “todo necio confunde valor y precio”.
— ¿Naciste pensando como tus versos de ahora: agustiniana, buscadora, palpitante… o eres hoy una Marcela diferente, gracias a la filosofía y a la poesía?
— A lo mejor me robo esa descripción para mi biografía: agustiniana, buscadora, palpitante… La verdad es que me reconozco en esos adjetivos. Hace muchos años ya, en una actividad del colegio, nos pidieron que pensáramos en una palabra que nos definiera… y luego en otra, que comenzara con la primera letra de nuestros nombres. Las que se me vinieron a la cabeza fueron “sed” y “más”. Quizá sería un bonito título para un poemario, como una pequeña autobiografía: Sed de más, que, además, tiene el encanto añadido de que sean todos monosílabos.
Como definición, sin embargo, es una expresión de doble filo. Hay una insatisfacción buena, la de esa tradición del corazón inquieto de san Agustín, de Kierkegaard, de Simone Weil, de Benedicto XVI. Como dice san Juan de la Cruz, hay cierta dolencia que “no se cura sino con la presencia y la figura”, y hay corazones que parecen marcados por la ausencia. O Enrique Andrés Ruiz, en un poema que acabo de leer: “El que busca sabe lo que busca (…) Luz que saja, la Verdad / que escuece, la Alegría. / No tengas miedo a las mayúsculas, / sólo quieren decir que no encontramos / y que no vemos lo que buscamos / pero que bien sabemos”.
Pero hay otra insatisfacción negativa: la de la insuficiencia del que siempre está mirando al futuro, a las posibilidades, a lo que no tiene, lo que aún no es o ya no puede ser u ojalá que fuera. No siempre sé bien en qué lado estoy, pues tanto la filosofía como la poesía están muy presentes en ambos lados. Ojalá que fuera –¡ja!– más agustiniana. Más cerca del agua que sacia sin saciar.
— Escribes: “Por eso –mientras tanto– la poesía”. ¿Mientras tanto significa que la poesía no es un fin, sino un medio? ¿Para qué?
— Ahora que acabo de terminar el doctorado, caigo en la cuenta de que he reutilizado en la tesis el epígrafe de Novalis que acompaña ese poema: “La filosofía es nostalgia, el deseo de estar en casa en todas partes”. Supongo que es uno de mis temas. El “mientras tanto” acompaña el “todavía no” de la esperanza. Es la parte positiva del “todavía no”, que no se queda en pura negación, sino que expresa un movimiento hacia un destino. Tanto el destino como el viaje son esenciales.
En este viaje, la creación artística no sólo ocupa un lugar especial, sino que es, además, una imagen para hablar de cómo podemos hacer de nuestra vida una obra maestra. Como dice san Pablo, somos “poemas” de Dios (“hechura suya”, poiēma); “poemas” de los que también seremos autores, cocreadores con Dios. Todo acto creador es también un “poema” en este sentido, una “hechura”, una participación del acto creador.
— ¿Cuál es el lugar de la lírica ante tus ojos?
— Somos los que somos ante los ojos de Dios, nada más.
Álvaro Sánchez León
@asanleo