Francesc Torralba: “Ni la tristeza ni otros males del alma se superan con fármacos”

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Francesc Torralba: “Ni la tristeza ni otros males del alma se superan con fármacos”

No hay palabras. El 14 de agosto de 2023, el esplendor de los Picos de Europa se convirtió, de pronto, en un pozo de tristeza. Ese día de vacaciones, Francesc Torralba (Barcelona, 1967) y su hijo Oriol madrugaron con ganas de compartir juntos la conquista de una cima. Era lunes y fue el último lunes.

26 años. Vitalista. Toda una biografía luminosa por delante. Y, sin embargo, contra todo pronóstico, sin venir a cuento, desafiando todas las leyes de la paternidad, inesperadamente, cuando la flor estaba en su máximo apogeo, sobrevoló la muerte y se instaló la gran ausencia.

Todos los detalles de este acontecimiento demoledor se cuentan en el primer capítulo de No hay palabras. El padre y único testigo relata cómo fue todo y cómo ha sido todo después de todo. El padre –filósofo, teólogo, maratoniano y docente– asume ese adiós y digiere, en público, los aprendizajes difíciles. Es increíble comprobar que sí hay palabras de luz para narrar la oscuridad del precipicio.

Entre otras muchas cosas, Torralba es catedrático de Ética de la Universidad Ramon Llul, de Barcelona. Especialista en Søren Kierkegaard. De sus cien libros publicados, este es el más potente.

Silencio. Con pisadas de seda, preguntamos sobre amor al dolor de un hombre con los ojos azules que palpita esperanza.

— ¿De dónde se saca la tinta para escribir cuando no hay palabras?

— Es el gran interrogante… Las palabras son pobres. Sí hay palabras, pero siempre son insuficientes. Se aproximan a la realidad y raramente pueden expresar lo que uno siente cuando experimenta el drama que nosotros hemos vivido. Poner por escrito todo esto ha supuesto un esfuerzo titánico que, por otro lado, ha sido liberador. Ha sido costoso intentar verbalizar el vacío, el sufrimiento, la dimensión de una ausencia, pero conseguirlo es terapéutico. Escribir libera y cura todo el dolor que hay dentro. Además, veo que está sirviendo a muchas personas que atraviesan diferentes tipos de duelo tras la muerte de un hijo, el suicidio de un familiar, el fallecimiento de su pareja… He intentado expresar en primera persona lo que he vivido. Eso me ha liberado y me ha sanado. Que todo eso ayude también a los demás es, ahora, lo más relevante.

— Escribirlo, además de una necesidad del autor, ha sido todo un acto de servicio.

— Sí. Entiendo que eso ahora forma parte de mi misión en la vida. Nunca lo habría imaginado, pero soy consciente de que debo dedicar tiempo a exponer esta experiencia para ayudar a otras personas, porque tengo la autoridad de haber pasado por ella. Muchas veces hablamos de oídas, de lo leído en alguna parte, de lo escuchado en una tertulia, pero cuando lo haces desde la experiencia vivida en primera persona, te conviertes en un testimonio. La diferencia evidente la percibe muy bien quien escucha. No es lo mismo saber sobre la oscuridad que haber pasado por una noche oscura. Todas las veces que he presentado el libro en Cataluña, Andorra o Madrid, compruebo que se genera un silencio que no percibo cuando hablo de Nietzsche, de Marx, de Kierkegaard, o de antropología filosófica. Un testimonio con autoridad se comunica de otra forma. Entiendo que tengo la misión de contar lo vivido y los aprendizajes que he hecho. Es probable que eso tenga una cierta dimensión diaconal, de servicio.

— ¿Dónde se busca la luz para salir de “un pozo de tristeza”?

— La tristeza no es un acto libre: te invade, te secuestra, te absorbe… y no sabes durante cuánto tiempo. Te levantas por la mañana y ¡buenos días, tristeza! Te vas a dormir y ¡buenas noches, tristeza! Es un estado de ánimo que no depende de la voluntad y que se impone tiránicamente. Lo natural es querer liberarse de ella, pero no es fácil. No hay fármacos que apaguen esa oscuridad. Y es mejor no buscar falsos atajos que sólo permitirán evadirse de la tristeza por un rato, porque siempre vuelve. Vivimos en el mundo de la farmacoterapia y los medicamentos no tienen todas las respuestas para los males del alma, como la desesperación, la añoranza, la melancolía, la indignación, la rabia, la cólera… La tristeza no se supera con fármacos.

A mí me ha servido comunicarla para que no se quede dentro y lo he hecho utilizando la escritura. Otras personas prefieren la conversación, la poesía, el dibujo, la música… Lo importante es irradiarla hacia fuera. Además, para mí ha sido clave contar con la familia. La soledad es terrible en un proceso de duelo. Puede ser tremendo comprobar en tus propias carnes que no interesas a nadie o que a todo el mundo le importas muy poco. Ayuda también compartir el duelo con personas que atraviesan una pena similar. Los grupos de duelo tienen una función importantísima en nuestro país, y no lo reconocemos bastante.

Más allá de eso, cada cual cuenta con sus estrategias. A mí me ha servido mucho la lectura. He encontrado un bálsamo en la Biblia. A otros les sirve leer a Epicteto, a Marco Aurelio, o a san Juan de la Cruz… Cada cual debe encontrar las lecturas que le impulsen a proseguir y a no hundirse, porque la tendencia es dejarse ir y abandonarse. Es fácil sucumbir crónicamente a la tristeza, pero merece la pena luchar contra la tentación del nihilismo, porque lo normal será deshacerse en la nada.

— Cuando muere un hijo joven y sano y se produce un acontecimiento de esas características, ¿cambia la forma de la paternidad?

— El vínculo que ahora tengo con mis hijas es más intenso, más maduro y más serio. Un fenómeno así puede disgregar una familia, pero también puede cohesionarla mucho más.

Darte cuenta del carácter efímero de la vida y de que hoy estamos y mañana quizá no, me ayuda a agradecer más que mis hijas estén cerca, compartir tiempo juntos. Me he vuelto más selectivo. Ahora, que soy consciente de la fragilidad de ese vínculo, lo valoro más.

El ciclo natural es que tus hijos te entierran a ti, pero no tenemos ninguna evidencia de esa certidumbre. En ese sentido, la paternidad cambia, al menos a mí me ha servido para ser más consciente de todo lo que implica. En casa, entramos en conversaciones que nunca habríamos tenido antes sobre las cosas que nos llenan y las que son realmente valiosas para nuestras vidas. Como dice Kierkegaard, la muerte de un ser amado introduce en nuestra vida una categoría nueva, que es la seriedad, la profundidad. Esta experiencia es como un ácido cáustico que destruye la frivolidad y la banalidad, fortaleciendo los vínculos esenciales y profundos.

“Vivir como si no tuviéramos que morir es un error catastrófico”

— En relación con los que más queremos: ¿Es mejor vivir como si la muerte estuviera lejos o como si pudiera ocurrir dentro de una hora? ¿Dónde está el equilibrio entre el miedo permanente y el aprovechamiento de cada instante?

— Como vio Aristóteles, la virtud está en el punto intermedio. A nivel cultural, sucumbimos con frecuencia a un extremo, que es el tabú de la muerte: no queremos pensarla y repudiamos anticiparla. Si en alguna ocasión sacas el tema en una conversación, siempre hay alguien que pide que no hables de la muerte. Es un error catastrófico vivir como si no tuviéramos que morir, como si murieran sólo los demás o como si la muerte nunca acechara a las personas de mi círculo cercano. El otro extremo es plantearse que cada hora puede ser la última con una constancia tal que sólo sea posible vivir en permanente inquietud y desazón. Así es inviable planificar la vida a corto, a medio y a largo plazo. Con ese esquema vital, ¿cómo se plantea uno un libro, una tesis o el desarrollo de un negocio? En la vida hay que tener planes y agenda, pero sabiendo que esa planificación puede frustrarse. Todo puede desmoronarse en cualquier momento.

Lo ideal es encontrar el equilibrio para tener presente la muerte, pero viviendo. Los clásicos recomiendan que no olvidemos que vamos a morir, porque eso hace que aquilatemos mejor cada decisión y cada acto. Olvidarse de la muerte es vivir de manera ficticia e irreal. Nuestra condición es mortal, y a esa realidad empírica no podemos darle la espalda.

— ¿Es posible pensar que la vida puede ser maravillosa cuando se pasa por un terremoto de estas dimensiones?

— La vida es maravillosa por las posibilidades que ofrece, pero cuando vives una muerte de este tipo, constatas en tu propia piel que es efímera. Efímera y maravillosa no son adjetivos contradictorios. A pesar de una tragedia, sigue habiendo un montón de posibilidades de aprendizaje, de experiencia, de viajes, de contactos, de lecturas… Ante una muerte traumática, surge una lógica indignación, pero, por otro lado, te vuelves mucho más vitalista. Yo, al menos, ahora le doy más importancia al hecho de vivir y prefiero no dilapidar el tiempo con sandeces, tonterías, rumores, calumnias, o perdiendo infinitamente los minutos divagando por las redes sociales.

— Aquella tarde-noche del 14 de agosto de 2023, ¿tuviste la intuición de que saldrías adelante, a pesar de todo, o, por el contrario, creíste que te hundirías para siempre y que no ibas a ser capaz de superarlo? ¿En esas circunstancias se piensa más allá del presente continuo?

En aquellas circunstancias, lo primero que pensé es en cómo consolar a mi mujer, a mis hijas y a la novia de Oriol. En aquel momento no pensaba en mí ni en lo que me iba a generar ese acontecimiento. Mis pensamientos se centraban en cómo comunicar la noticia para que no hubiera desesperación o ruptura y para que pudiéramos sobrellevarlo de la mejor manera posible. Afortunadamente, un año y medio después puedo decir que hicimos un buen duelo, con diferencias, porque el de cada miembro de la familia es personal e intransferible. Cada cual ha tenido y tiene su tiempo. Aquel día no pensé si caería en la desesperación, como se produce en algunos padres. El dolor que se produce es tan irresistible, que hay quienes acaban inmersos en mecanismos de evasión, como el alcohol, las drogas, los juegos… Vivir así es otra forma de morir en vida.

“Los acontecimientos-límite son una oportunidad para evaluar qué te aguanta, qué te sustenta, qué te mantiene a flote”

— Como filósofo, ¿esta experiencia ha tambaleado algunas de tus convicciones más profundas?

Sobre todo, ha sido una ocasión para examinar la consistencia de estas convicciones. Los acontecimientos-límite son una oportunidad para evaluar qué te aguanta, qué te sustenta, qué te mantiene a flote. Cuando todo va bien –un buen sueldo, hijos sanos, buenos resultados laborales, buenos amigos, un cierto éxito…– es muy fácil tener esperanza. ¿Cómo no vas a vivir con esperanza? Lo difícil es tener esperanza cuando se desmorona la vida cotidiana: te expulsan del trabajo injustamente, te detectan un cáncer con metástasis o se ha muerto tu pareja. Es entonces cuando se pone a prueba si eres una persona con esperanza, entereza, serenidad o fe. Para mí, esta experiencia ha sido la ocasión más profunda y difícil para examinar la consistencia de mi cosmovisión, de mis valores y de mi fe.

— Ante un acontecimiento trágico, inesperado, dices en el libro, se abren dos vías alternativas: “Caer en la filosofía del absurdo o abandonarse al misterio del mundo”. Me interesa entender esta bifurcación y por qué el absurdo nunca es un camino adecuado.

— Estas caídas no son siempre un acto libre. Ante un drama, hay personas que caen en el absurdo, porque no encuentran ninguna explicación posible. Consideran que la vida no tiene sentido ni lógica, que Dios les ha fallado, que estamos solos en el mundo, que la vida es un asco y deciden dimitir de vivir. Son personas que viven vegetando. Una vez le recomendé a una madre que había perdido a su hijo que teníamos que pasar página y me respondió que en su libro no había más páginas. Es una respuesta comprensible, pero nihilista. Las personas que afrontan así una tragedia viven mecánicamente y nada más: se levantan, se duchan, van al trabajo, vuelven a casa, se van a la cama, pero están muertos en vida.

Es fácil caer en la tentación de la reducción al absurdo, pero también hay otra opción de vivir sin entender el sentido de lo que ha pasado asumiendo que la vida es un misterio y, ante lo que no sabemos, no nos queda más remedio que convivir con las preguntas. Tenemos que asumir que no tenemos las respuestas a todas las preguntas fundamentales, pero podemos confiar en que, en algún momento, quizá no en este tiempo y en este espacio, nuestras cuestiones urgentes tendrán su porqué. Yo confío en eso. Es cierto que no hay forma de explicar la muerte de un ser humano que está en plenas facultades y con mucho futuro por delante. Es un misterio, como lo es Dios o la vida eterna. Es un misterio, como enamorarse de alguien que, objetivamente, no cuenta con las cualidades que lo expliquen. Del absurdo, que lleva a la autodestrucción, se puede pasar a la asunción del misterio, que robustece la humildad de no saberlo todo y de afrontar la vida con interrogantes, aunque tengamos unos cuantos doctorados.

— Dices que el dolor tiene un potencial transformador. ¿Cómo explicas esa paradoja que funde a muchas personas ante el sufrimiento propio o ajeno?

— El dolor siempre se rehúsa. Que no quepa duda. Yo no soy un masoquista. Ante la mínima experiencia de dolor físico, busco el fármaco que lo remedie lo antes posible. En la misma medida, lógicamente, tratamos de evitar el sufrimiento emocional que irrumpe en nuestras vidas, a veces de maneras muy salvajes. Es evidente que una cosa es padecer migraña y otra, el vacío existencial, que diría Viktor Frankl.

Mi experiencia es que el dolor y el sufrimiento son ocasión de aprendizaje, sobre todo de determinados valores, porque te hacen humilde y te permiten caer en la cuenta de que, para vivir, necesitas a los demás. Por otra parte, esa maduración nos permite ser más compasivos, porque entendemos muy bien lo que sienten o padecen otras personas sin hacer un juicio acelerado. Quien ha sufrido empatiza mejor con el que sufre. Entre ambos, se genera un hilo profundo de conexión. En ese sentido, el dolor puede ser transformador. Esa realidad se expresa, incluso, en el mundo artístico. Muchos poetas y pintores han creado grandes obras maestras impulsados por un desencadenante doloroso. El dolor puede ser creativo, aunque nunca se desee el sufrimiento.

— Ni superar, ni digerir, ni asimilar. Tu recomendación ante un hecho dramático es asumirlo.

— Sí. Busqué mucho ese verbo, porque en estos ámbitos hay que ser muy cuidadoso con las palabras. En general, un acontecimiento trágico no se supera. Se supera un examen, una prueba atlética o unas oposiciones… La asimilación es muy intelectual: se asimilan las reglas de ortografía o un teorema. Un hecho dramático, en todo caso, se asume integrándolo en la vida hasta que la transforma. Entonces ves de otro modo la vida, las relaciones, el trabajo… A la vez, me noto más compasivo y magnánimo. Asumir una realidad dolorosa transforma, también positivamente. Aun así, uno puede también no asumirla y persistir en la negación, o en la ira, o en la cólera, o en la desesperación, o en todo a la vez.

“No nos damos tiempo. La aceleración vital dificulta y enturbia los procesos de duelo”

— Y dices que asumir un acontecimiento así “comporta un trabajo intenso y extenso de artesanía espiritual y emocional”. Como si hubiera un punto bello hecho a mano en la propia destilación.

— En eso, el tiempo juega un papel clave. En mi caso, al menos, ha marcado un antes y un después. Cualquier realidad pesada requiere un tiempo, como sucede en los procesos de digestión. La digestión emocional de un acontecimiento no se produce inmediatamente, pero vivimos en la cultura de la inmediatez y cada vez hay más intolerancia a la espera y a la paciencia. No nos damos tiempo. Y entonces, generalmente, utilizamos vías que son atajos. Todos los procesos emocionales –educar a una persona, cultivar una amistad o asumir la muerte de un ser querido– exigen un tiempo, y cada uno tiene el suyo. La aceleración vital dificulta y enturbia los procesos de duelo.

— De todos los pensadores que conoces y que has estudiado, ¿quién te ha acompañado más en este tiempo de duelo?

Yo me enamoré de Søren Kierkegaard cuando tenía 20 años. Hice la tesis doctoral en Filosofía sobre él. Estudié danés sólo por leerle a fondo y lo tengo como filósofo de cabecera. Para mí es una fuente de inspiración, aunque a veces en su obra haya algunos planteamientos, pensamientos o aforismos inquietantes que, incluso, angustian. Pero, por otro lado, en el libro cito un discurso suyo a pie de tumba de 1845, a propósito de la muerte de un ser querido, cuando tenía sólo 42 años. Para mí, esas palabras han sido un bálsamo y me han servido de consolación emocional y espiritual. Como decía antes, también me han ayudado mucho algunos textos con esperanza de la Biblia en los que se promete una vida eterna y un reencuentro final. Naturalmente, esos exigen un acto de fe, pero para mí han sido antídoto contra la desesperación. Hay que elegir bien los textos que leemos durante un duelo, del tipo que sea. Hay textos que estimulan a recomponernos y otros que nos destruyen, que nos hieren y que aceleran la caída en el absurdo.

— ¿Qué papel juega la espiritualidad en la reconstrucción de la vida después de una gran ausencia?

— Es decisivo. “Espiritualidad” es una palabra polisémica, equívoca, manoseada y con significados tan contradictorios. Si entendemos por espiritualidad el sentimiento de ser sostenido por una realidad que llamamos Dios, ante una experiencia vital de este tipo, estimula la confianza en la esperanza, al menos si tenemos en cuenta una espiritualidad cristiana, que parte de un supuesto de que Dios es capaz de hacer vivir al que murió. La espiritualidad siempre proyecta esperanza. En mi caso, es una red que sostiene. En otros, el sufrimiento ha generado un movimiento hacia el ateísmo, hacia el olvido de Dios y hacia la cólera, ante el cual yo me habría derrumbado.

— Cuando fui a comprar el libro pregunté en una librería de las clásicas de Madrid, y me dijeron que quedaba un ejemplar “en la sección de autoayuda”. Me habría gustado decirle a la persona que me atendió que la filosofía no es autoayuda: que tu hijo Oriol te ayudó a ti, que tú nos ayudas a nosotros; que, en todo caso, deberían inaugurar una balda para libros de retroayuda. Pero tenía prisa…

— Platón dice que el filósofo es el médico del alma. Una de las misiones del filósofo es curar las dolencias del alma que han caído en la desesperación, la tristeza, el desamparo, el vacío, la angustia. Por otro lado, cuando uno piensa, se multiplican las preguntas, las incertidumbres y, probablemente, la angustia. Quienes nos dedicamos a pensar y a escribir en público debemos escribir libros edificantes que edifiquen, en primer lugar, al que escribe. No podemos hacer trampa. Muchas veces, bajo el género de la autoayuda, nos encontramos con recetas generales, simples, ridículas y pueriles que son casi un insulto a la inteligencia.

Este libro no es triste, sino vitalista. Es un libro que comunica esperanza. No he querido esconder el vacío, el sufrimiento, las dificultades y las angustias, porque embellecer sin verdad sería dar gato por liebre. El compromiso con la complejidad es clave con el acto de pensar. Los libros tienen que ser edificantes siempre.

— ¿Podemos decir que este libro, a medio camino entre la autobiografía de un duelo y el ensayo sobre cómo vivir después de una muerte, es, también, tu trayecto a pie desde la pena hasta lo que vale la pena?

— En este libro hay una pena cíclica que no puede ser extirpada, pero esa pena es un kairós: una ocasión para descubrir lo que merece la pena. Por eso funciona como un despertador de la conciencia. La pena que en presente vivimos, no sólo en pasado, es una ocasión para discernir lo que vale la pena. Sí, señor.

Álvaro Sánchez León
@asanleo

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