La forma en que se valora la religión en muchos países occidentales tiene bastante de incoherente: cuando comparece en el espacio público provoca un mohín de sospecha, o al menos de cierto desdén, como si fuera un desagradable borrón en el vistoso lienzo de las sociedades “emancipadas”; al mismo tiempo, se la mira con complacencia o incluso con ternura dentro del ámbito privado, sobre todo si quien la practica pertenece a la categoría de los débiles o los perdedores.
Como nos recuerdan muchas películas, es bonito e inspirador que rece un pobre, un enfermo o un desgraciado (eso sí, en su casa y sin hacer demasiado ruido). Pero ¿por qué habría de hacerlo una persona “normal”, ante quien la vida se muestra completamente disponible?
Este tipo d…
Contenido para suscriptores
Suscríbete a Aceprensa o inicia sesión para continuar leyendo el artículo.
Léelo accediendo durante 15 días gratis a Aceprensa.