Lengua “de pobres y de migrantes”

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Estatuas de Don Quijote y Sancho en el monumento a Cervantes, en la madrileña Plaza de España (foto: José María Mateos / Flickr) 

Puede ser un fugaz impulso en la mente de cualquiera: la lengua –el sistema, que diría un lingüista, no la sinhueso– puede quedar pegajosamente unida a un vicio, a una condición social, a… un crimen, y ser injustamente marcada por estos.

A veces pasa. Le ocurrió a Wichy Nogueras cuando escribió su “Oración de un sacerdote católico brasileño por la muerte de un joven combatiente”. No le cabía en la cabeza al poeta cubano que la lengua de los esbirros que habían atormentado hasta la muerte a un joven insurgente, a finales de los 70, fuera la misma en que habían nacido y paladeado el mundo gente noble y talentosa. “Insultaron al final su cadáver / en la misma, dulce, ingrávida lengua / de Olavo Bilac, Fernando Pessoa, Vinicius de Moraes”, se asombraba el escritor.

Era una trampa de la conciencia, porque ¿qué tendría en común Pessoa con un asesino de habla portuguesa? Nada, pero me coloco por un momento en los zapatos de Wichy y disecciono el razonamiento: aunque no percibo rasgos de identidad compartidos con ningún tirano nacido del Río Bravo hacia abajo, es cierto que, salvo con los de las antiguas colonias no hispánicas, comparto el mismo vehículo de comunicación. Con seguridad, la primera palabra que oyó mi madre de mi boca fue la que escucharon en su momento las madres de Maduro, Ortega y Castro mientras les hacían carantoñas en la cuna y acariciaban sus manitas regordetas, muchas décadas antes de que se convirtieran en ensangrentaditas garras. Ellos y yo fuimos poco a poco atesorando palabras, refranes, frases clásicas –en esto, el dictador caraqueño que divaga sobre “los panes y los penes” va todavía un poco rezagado–. Todos aprendimos las palabras libertad, compasión, fraternidad. Todos sabemos escribirlas y emplearlas. Ellos aprendieron, además, a engrilletarlas…

Sí: la lengua en que maquinan los malos es exactamente la mía; la misma en que un alcalaíno que aspiraba a llevar vida de aburrido funcionario en el Nuevo Mundo decidió, ya que se quedaba irremediablemente en el Viejo, escribir la universal historia de un gentilhombre cincuentón que murió cuerdo tras vivir loco. La misma en que un periodista latinoamericano, pobre de solemnidad, contó la saga de una familia criolla en que una joven ascendió al cielo y una vieja moribunda prometía entregar en mano, allá en ultratumba, las cartas que los vecinos quisieran enviar a sus difuntos.

La misma lengua, digo, en que rezaba y escribía Santa Teresa y aun en la que prefería rezar aquel emperador de mandíbula pronunciada, que hablaba en italiano a las mujeres y en francés a los hombres, mientras reservaba el alemán para darle órdenes a su caballo, muchos siglos antes de que el siempre salvador marketing le atribuyera al habla germana ser, por antonomasia, la “de los poetas y pensadores”.

Lengua, pues, la nuestra –como todas seguramente– de tipos abyectos y de santos, de potentados y de gente en apuros. Y también, por supuesto, según ha sentenciado un cineasta francés de nombre muy llevado y traído en estos días,  lengua “de países emergentes y modestos, de pobres y de migrantes”.

Cuesta no imaginarse al autor de la frase como un señor dieciochesco, de rostro empolvado y lunar preceptivo en la mejilla, que se cubre afectadamente la nariz con un pañuelo mientras suelta su desprecio al español con la displicencia del que ignora que, en la propia Europa, el idioma de Molière es tenido por otros –por cierta élite flamenca en Bélgica, por ejemplo– como lengua de segundo orden.

Parece olvidar, por cierto, que, de los 10 países más empobrecidos del mundo, cinco (República Centroafricana, Níger, Chad, Mali y Burkina Faso) fueron colonias esquilmadas por el suyo. O cree quizás que París no tuvo culpa alguna en que el primer pueblo independiente de América: Haití, al que Francia aherrojó con una deuda impagable, se convirtiera en el más pobre de la región y fuera obligado a beber durante décadas un cóctel de vudú, machete y sangre, y a ver cómo la exmetrópoli hacía la vista gorda ante el exilio dorado de su regordete exdictador Baby Doc Duvalier.

“No temo la expulsión; confío en Francia”, dijo al poco de llegar, en 1986. En francés, claro, pues el créole en que se hacía entender por sus antiguos sicarios no era lengua que se usara en la patria de las Luces, donde él tenía un chateau, varios apartamentos y coches de alta gama. Allí le trataban de monsieur. Sí, en francés. En la lengua de Francóis Villon y de Victor Hugo. Que fue también la del traidor Pétain, y la de Bokassa, el “emperador” caníbal…

Y la de algún ocurrente cineasta que, a empellones, quiere que el español quepa en sus moldes mentales.

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