El “realismo” de la Administración Trump beneficia a Rusia

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Reunión entre Volodímir Zelenski y el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, en la Conferencia de Seguridad de Múnich (14/2/2025) Foto: Presidencia de Ucrania / Europa Press

Concluyó la Conferencia de Seguridad de Múnich (14-16 de febrero), un foro de debate con más seis décadas de existencia. Han aflorado, como cabía esperar, las divergencias entre EE.UU. y Europa, y en el caso de Ucrania no han faltado las comparaciones con aquella conferencia en la capital bávara, en septiembre de 1938, en la que Gran Bretaña y Francia practicaron una política de apaciguamiento con Hitler al consentir la anexión de la región de los Sudetes.

Sin embargo, del Múnich actual no han salido soluciones concretas al conflicto de Ucrania, que sigue abierto y en el que ambos contendientes pretenden seguir ganando posiciones en el campo de batalla antes de acudir a las negociaciones.

Ucrania y la percepción de Trump de la política internacional

Pero la reunión de Múnich ha servido también para reafirmar un cambio de paradigma: el de que EE.UU. no parece contemplar a Ucrania como aliado, al que hay que seguir brindando ayuda económica y militar para contener la agresión rusa. Antes bien, la Administración Trump ha hecho suyo un concepto de diplomacia basado en el uso de la fuerza: habría que alcanzar la paz obligando a los adversarios a sentarse en la mesa de negociaciones y presionarlos para que lleguen un acuerdo que ponga fin a una carnicería de más de tres años. Se establece así una supuesta equidistancia que, se quiera o no, beneficia a una de las partes en conflicto: Rusia. A Moscú se le brindaría la oportunidad de salir del aislamiento al que le condenó su “operación militar especial” de febrero de 2022.

La reacción de la Administración Biden y de sus aliados europeos, mitigada por un sinfín de cautelas ante una potencia que exhibe de continuo su fortaleza nuclear, sirvió para reforzar el vínculo trasatlántico entre EE.UU. y Europa, pero desde el momento en que Washington se otorga a sí mismo el papel de “pacificador forzoso”, ese vínculo se debilita porque ha dejado de existir una unidad de acción y, por supuesto, de intereses. De hecho, las presidencias de Obama y Biden también recalcaron que el principal enemigo de Washington es China, pero con la Administración Trump esto se sitúa en la primera de las prioridades.

La crisis de este orden internacional no se debe a Trump: se inició en la posguerra fría tras la desaparición de un mundo bipolar vigente durante más de cuatro décadas

Es frecuente calificar esta situación como la de una “segunda guerra fría”. Sin embargo, conviene no equivocarse. Es más meridiano al respecto el discurso del secretario de defensa estadounidense, Pete Heghset, en la reunión de la OTAN del Grupo para la Defensa de Ucrania, el pasado 12 de febrero: “También estamos aquí hoy para expresar clara e inequívocamente una realidad estratégica ineludible: EE.UU. ya no puede centrarse principalmente en la seguridad de Europa. EE.UU. se enfrenta a amenazas directas contra nuestro propio territorio. Debemos dar –y estamos dando– prioridad a la seguridad de nuestras propias fronteras. También nos enfrentamos a un importante competidor estratégico: la China comunista, que tiene la capacidad y la intención de amenazar nuestro territorio y nuestros intereses fundamentales en el Indo-Pacífico”.

Llama la atención el empleo del calificativo “comunista” por parte de Heghset y de otros partidarios de Trump que suelen hablar de la amenaza que supone el Partido Comunista Chino. Sin embargo, en ningún caso se trata de una rivalidad ideológica profunda. Es una rivalidad económica y comercial, una rivalidad trasplantada al escenario internacional. Después de todo, los comunistas chinos son el adversario porque sustentan un capitalismo de Estado, que es el rival del capitalismo norteamericano. Podría hablarse incluso de un retorno al mercantilismo, la doctrina económica de la era del absolutismo que precedió al librecambismo.

En cualquier caso, Trump no pretende aparecer como el “líder del mundo libre”. No es un líder anticomunista, como muchos de sus antecesores en la presidencia. Es un líder transaccional, capaz incluso de negociar con aquellos que aparecen como sus enemigos. Trump vive en un mundo de intereses, no de aliados, pese a que las alianzas sigan formalmente existiendo. Poco a poco, las alianzas permanentes quedan en un segundo plano y son compatibilizadas con pactos bilaterales o con las llamadas coalitions of willing, un término que ya fue empleado por la Administración Bush durante la guerra de Irak y que expresa una asociación puntual y coyuntural ante determinadas situaciones. Tales planteamientos socavan un orden internacional, creado a partir de 1945 y constituido por organizaciones globales y regionales basadas en la cooperación y creadoras de normas y procedimientos.

Con todo, hay que reconocer que la crisis de este orden internacional no es debida a la irrupción de Trump. De hecho, se inició en la posguerra fría tras la desaparición de un mundo bipolar vigente durante más de cuatro décadas.

Los intereses, por encima de la seguridad

Estas consideraciones sobre las percepciones del mundo de la Administración Trump sirven para entender su actitud ante el conflicto en Ucrania. Resulta llamativo que el vicepresidente J.D. Vance en la Conferencia de Múnich apenas hiciera alusiones a los temas de seguridad y defensa. Por el contrario, sus reflexiones fueron sobre la democracia y la libertad de expresión, con ejemplos que molestaron, sin duda, a muchos gobiernos europeos.

La seguridad europea interesa más a la Administración Trump en términos de equilibrio en un mundo dominado por las grandes potencias

Con todo, no faltó el llamamiento para que Europa asumiera sus propias responsabilidades en materia de defensa: “Normalmente hablamos de las amenazas que pesan sobre nuestra seguridad exterior y veo a muchos altos cargos reunidos aquí hoy. Pero aunque la administración Trump está muy preocupada por la seguridad europea y cree que podemos llegar a un acuerdo razonable entre Rusia y Ucrania, también creemos que es necesario que Europa tome medidas importantes en los próximos años para garantizar su propia defensa. Porque la amenaza que más me preocupa en Europa no es Rusia, no es China, no es ningún otro actor externo. Lo que me preocupa es la amenaza desde dentro: el retroceso de Europa en algunos de sus valores más fundamentales. Valores compartidos con los EE.UU.”.

Más allá del debate ideológico planteado por Vance, se puede llegar a la conclusión de que la seguridad europea interesa más a la Administración Trump en términos de equilibrio en un mundo dominado por las grandes potencias. El desequilibrio surgiría entonces cuando los aliados europeos no aportan contribuciones económicas sustanciales a la OTAN.

Desde esa perspectiva, eso es más importante para Washington que la existencia de una liga de las democracias, bien sean europeas o asiáticas, para hacer frente a las autocracias en el mundo. Esta percepción era, al menos en teoría, la de la Administración Biden, pero ciertamente no es compartida por Trump. Ni anticomunismo ni lucha contra las autocracias. Todo es cuestión de intereses, y los primeros son los de EE.UU.

El “realismo” de Keith Kellogg y Pete Heghset

Esta percepción de la actual presidencia alcanza, como cabía esperar, a sus colaboradores, como el general retirado Keith Kellogg, enviado especial de Trump para solucionar el conflicto en Ucrania. Kellogg afirmó en Múnich que Europa no tendría espacio en las futuras conversaciones de paz sobre Ucrania, pues estas se presentan como un foro a tres bandas en el que Washington es el “mediador”.

Justificó esta afirmación en nombre de “la escuela del realismo”, con la que se identifica. Los europeos, por tanto, no podrían quejarse de no ser invitados a la mesa de negociación, aunque podrían sugerir propuestas, entre ellas, las de garantías de seguridad para Ucrania una vez finalizada la guerra.

Sin embargo, una cosa son las sugerencias y otra que sean tenidas en cuenta. Por eso, hay que volver a analizar el anteriormente citado discurso de Pete Heghset: “Sólo lograremos poner fin a este devastador conflicto y establecer una paz duradera combinando la fuerza de los aliados con una evaluación realista de la situación en el campo de batalla. Al igual que ustedes, queremos una Ucrania soberana y próspera. Pero debemos empezar por reconocer que una vuelta a las fronteras de Ucrania anteriores a 2014 es un objetivo irreal. Perseguir este objetivo ilusorio sólo prolongaría la guerra y generaría más sufrimiento. Una paz duradera para Ucrania debe incluir garantías de seguridad sólidas para evitar que se reanude el conflicto, No debe ser un Minsk 3.0.

Dicho esto, EE.UU. no considera que la adhesión de Ucrania a la OTAN sea una salida realista a un acuerdo negociado. En su lugar, cualquier garantía de seguridad deberá estar respaldada por tropas europeas y no europeas con capacidad de acción. Si estas tropas tuvieran que desplegarse como fuerzas de mantenimiento de la paz en Ucrania en algún momento, deberían hacerlo en el marco de una misión fuera del marco de la OTAN y no estar cubiertas por el artículo 5. También debe haber una sólida vigilancia internacional de la línea de contacto. Para que quede claro, en el marco de cualquier garantía de seguridad, no se desplegarán tropas estadounidenses en Ucrania”.

Las venideras presiones sobre Ucrania

Todas estas afirmaciones las podía haber hecho el vicepresidente Vance en Múnich, pero si su discurso se centró en una confrontación ideológica, se debió probablemente a que no consideró necesario reiterar una postura de la Administración Trump, que difícilmente se modificará durante el proceso de negociaciones.

En el discurso de Heghseth está también la apelación al realismo de Kellogg, el reconocimiento de unos hechos consumados para los que no se puede volver atrás. Por ejemplo, habla de las fronteras de 2014, la fecha de la anexión de Crimea, pero nada dice de las fronteras de 2022, aunque el mismo argumento del “realismo” puede servir para aceptar como irreversible la situación actual.

Es verdad que Zelenski cuenta con la baza del control por las tropas ucranianas de territorio ruso en la región de Kursk. En teoría, podría servir para un canje, pero para Moscú sería inaceptable. Esa región es, sin duda, territorio ruso, aunque no lo sería menos el territorio ucraniano ocupado, en particular las regiones de Donetsk, Lugansk, Zaporyia y Jersón, anexionadas formalmente en 2022 a la Federación Rusa. Difícilmente habría vuelta atrás en las posiciones militares respectivas al declararse el armisticio, y no cabe duda de que Ucrania será presionada para retirarse del territorio ruso.

Keith Kellogg ha coincidido con Heghset en que el nuevo acuerdo no debe de ser un Minsk 3.0, una alusión al acuerdo de Minsk de 2014, en el que participaron Alemania, Francia, representantes de los rebeldes prorrusos del Donbás y la OSCE. Según Kellogg, “había demasiada gente en la mesa” y por eso no habría funcionado. Sería mejor, por tanto, que EE.UU. ejerza una única y exclusiva “mediación”. De ahí que Europa no esté invitada a las negociaciones. Además, el “realismo” excluye la adhesión de Ucrania a la OTAN, que nunca estuvo garantizada al necesitar la unanimidad de los 32 miembros de la Alianza.

Pero el desmarque de la Alianza no queda ahí. Las fuerzas europeas que participarían como garantes del mantenimiento de la paz no quedarán cubiertas por el art. 5 del tratado de Washington referente a la defensa colectiva. Pete Hegstset habla de una “sólida vigilancia internacional de la línea de contacto”, pero en ningún caso se admitirá la presencia de tropas estadounidenses sobre el terreno. Dicho de otro modo, Washington no quiere un compromiso directo en la defensa de Ucrania, y deja esa labor para “tropas europeas y no europeas”.

Se diría que hay un reconocimiento implícito de que un armisticio no es un tratado de paz y que las hostilidades pueden reanudarse en cualquier momento. Por lo demás, los historiadores podrían dar su testimonio del papel que han jugado las fuerzas de mantenimiento de la paz en escenarios tan diversos como la península del Sinaí, la antigua Yugoslavia, Ruanda, Irak o el Líbano. No son un elemento de disuasión en caso de una nueva ruptura de hostilidades.

La preocupación de Zelenski y el entusiasmo de Dugin

La preocupación del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, ante el futuro es evidente. En Múnich se refirió a las maniobras del próximo verano del ejército ruso en Bielorrusia, un país que podría servir como base de futuros ataques a Ucrania, y abogó por la creación de un ejército europeo para hacer frente a la amenaza rusa, pues reconoció que no hay que excluir la posibilidad de que EE.UU. pudiera decir un “no” a Europa en lo relativo a las amenazas existentes contra ella. Añadió que EE.UU. necesita ciertamente a Europa como un mercado, pero que no sabría decir si la considera un aliado.

La reunión informal de líderes europeos, convocada por el presidente francés Emmanuel Macron, es un primer intento de delinear una postura común en el nuevo escenario de una cooperación euroatlántica debilitada.

Estas incertidumbres sobre el futuro de Ucrania contrastan con la parquedad de las reacciones rusas, más allá del reconocimiento de conversaciones entre Putin y Trump. Con todo, no hay cautela sino entusiasmo en un reciente artículo de Aleksandr Dugin, ideólogo del nacionalismo ruso y simpatizante de Putin, aunque el líder del Kremlin se ha distanciado en ocasiones de él. Dugin se muestra satisfecho de que con Trump el Occidente colectivo ha dejado de existir. Washington está reaccionando frente a la todavía liberal y globalista Europa.

Para Dugin, ahora es el tiempo de la gran América, la gran Rusia, la gran China y la gran India. Por eso, aboga por una alianza entre la Rusia de Putin y los EE.UU. de Trump. En su artículo asegura de modo tajante: “Ucrania debe pertenecer a nosotros y a nadie más. Ni a Europa, ni a América”. El resto del artículo es un elogio de un mundo dividido en zonas de influencia, en el que EE.UU. y Rusia tienen que buscar puntos de acuerdo.

La conferencia de seguridad de Múnich acaba, por tanto, sin soluciones concretas al conflicto de Ucrania y con una incertidumbre que seguirá creciendo en los próximos meses.

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