Escultura, pintura y trascendencia se dan la mano en el Prado

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Una de las salas de la exposición (Foto: Museo Nacional del Prado)

El Museo del Prado ha reunido magistrales cuadros y esculturas del Barroco español en una exposición donde las obras se iluminan mutuamente. Todas forman una especie de apoteosis de la imagen por la que la realidad es contemplada y trascendida.

En el título de la muestra, “Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro” (abierta hasta el 2 de marzo), el comisario de la exposición, Manuel Arias Martínez, jefe de departamento de Escultura del Museo Nacional del Prado, desvela desde el primer momento sus cartas. No se trata tan solo de exponer magníficos cuadros del Siglo de Oro español, con obras de pintores renombrados como Murillo, Cano o Ribera. Ni siquiera de una colección de extraordinarias esculturas de Berruguete, Mesa, Montañés, Salzillo o Fernández. Todo eso ya está a nuestro alcance, como quien dice, en el mismo Prado, en el Museo de escultura en Valladolid o en otros museos. No, no es eso.

El Barroco, apoteosis de la imagen

El Museo del Prado nos invita, más bien, a asistir a “un prodigioso espectáculo”, con casi un centenar de obras, donde la pintura y la escultura policromada del barroco se dan la mano, donde el volumen es asistido por el color para llegar a una apoteosis de la imagen que la historia del arte no ha igualado después, una síntesis que trasciende la realidad. Es lo que concluyó el tratadista Antonio Palomino, elogiando la escultura del Cristo del Perdón, que talló Manuel Pereira y policromó Francisco Camilo: “Así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo”.

El anhelo de imitación de la realidad existe desde tiempo inmemorial. Es conocida la anécdota, que cuenta Plinio el Viejo, del concurso de pintura entre Zeuxis y Parrasio; y cómo aquél engañó a las aves con unas uvas pintadas, mientras éste avanzó un paso más en la mímesis valiéndose simplemente del efecto de una cortina, porque engañó no ya a las aves, sino al propio competidor, Zeuxis. Tal era su verosimilitud.

Para facilitar y hacer más evidente el engaño, ya desde la Antigüedad clásica se usó el volumen, la escultura, con el color de los propios materiales o policromada por medio de pigmentos, como se puede observar en las primeras salas de la muestra.

Pasados los siglos, ya no se trataba simplemente de copiar la realidad. Recordemos que el Concilio de Trento había pedido hacia 1563 a los mecenas y artistas que procuraran proponer en sus historias sobre la Escritura santos que los fieles pudieran imitar, personajes de carne y hueso, de los que veían a diario, y no los ideales renacentistas de belleza, fuerza y perfección, que parecían no necesitar de la gracia ni del perdón.

Desde ese momento, obispos, cabildos y las distintas órdenes religiosas asumieron que lo divino debía partir de una forma tangible y corpórea, pero se aumentaría la eficacia comunicativa si se fusionaba con el color, no ya como mero adorno, sino para otorgarle una apariencia más cercana y verosímil. Escultores y pintores trabajaron entonces al unísono para crear unas obras en las que ambas labores se fundían con perfección, superando la rivalidad entre estas artes hermanas.

«Buen ladrón», de Alonso Berruguete (foto: Museo Nacional del Prado)

Al mismo tiempo y como consecuencia, toda esa imaginería se convirtió entonces en un excepcional vehículo doctrinal cuya intensidad crecía al sacar todo el partido a sus valores escénicos, ya fuera para un retablo sobre lienzo o en madera, o para una procesión. Y fue un apoyo fundamental en la transmisión del mensaje sagrado, al hilo de la oratoria unas veces y acompañado de música otras, con la inestimable ayuda de letristas de la talla de Cervantes, Calderón de la Barca o Lope de Vega, entre otros. Era la obra barroca total, en la se interpelaba a todos los sentidos y en la que el fiel podía quedar extasiado, tanto de belleza como de doctrina.

Dar vida a lo inmóvil

Sirva esta introducción para ayudar a entender un complejo contexto artístico y vital y, en último término, sociológico. La muestra se presenta dividida en siete secciones, donde pinturas y grabados emulan y reproducen las esculturas como en un juego de espejos, con evidente efector multiplicador.

Comienza la exposición con “Dioses y hombres de bulto y de colores”, donde se respira parsimonia y análisis; las referencias antiguas van dando paso a una apariencia más carnal y protectora, pues cuando algo se cubre de color –atributo esencial de la vida frente a la palidez de la muerte– aumenta su veracidad.

En “Escultura para la persuasión”, la pintura recoge sucesos milagrosos, contribuyendo así a fijar en la memoria colectiva historias en las que, a veces, lo natural y lo sobrenatural se confunden. La Virgen de Valvanera es un ejemplo, pero sobresalen también las obras de Jerónimo Jacinto de Espinosa (El milagro del Cristo del rescate en Argel, 1623), Francisco Ribalta (Cristo abrazando a san Bernardo) y Alonso Cano (San Bernardo y la Virgen), o la grandiosa Aparición de la Virgen al cartujo Juan Fort, pintada por Vicente Carducho para el monasterio de El Paular.

En “Artífices y mediadores divinos y humanos”, el Supremo Escultor está siempre presente, pero también se habla del taller de san José –socorrida metáfora del posterior martirio de Jesús en la cruz–, y de la trabajosa labra de la madera como imagen de la vida cristiana para alcanzar la eternidad. Los visitantes disfrutarán de la sinfonía de rojos de la Virgen de Atocha, de Juan Carreño de Miranda, de los modelos creados por Gregorio Fernández, tanto de su Inmaculada Concepción como de su Cristo atado a la columna, así como del majestuoso San José con el Niño, de Alonso Cano, tanto en su versión pictórica como en la escultórica.

En “Volumen y policromía” se ejemplifica lo que en 1677 escribió el benedictino Gregorio de Argaiz: “Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver… [pero] quien le da vida, y alma, y espíritu, es el pincel que representa los afectos del alma”. Y para ello los artistas se servían, además de la policromía o los estofados del propio autor o de un artista especializado, de telas encoladas o reales, y de joyas, marfil, vidrio o pelo auténtico. Es la parte más escultórica de la muestra, con piezas sobresalientes de Alonso de Berruguete (el Buen y el mal ladrón, recientemente adquirida por el museo y que se muestra por vez primera), Juan de Juni –policromadas por Juan Tomás Celma– (Santo Tomás y Magdalena), Gaspar Becerra –policromadas por Gaspar de Hoyos y Gaspar de Palencia– (Santo Tomás y San Judas Tadeo), Pedro de Mena (Virgen de Belén), Juan de Mesa (San Juan Bautista, recientemente adquirido también) o Luisa Roldán, la Roldana (Los primeros pasos).

Dramas procesionantes

En “Negro de luto en un juego de espejos” se muestra el paradigma de la Virgen de la Soledad, escultura realizada por Gaspar Becerra para procesionar, bajo el auspicio de la reina Isabel de Valois. Dada su calidad, la leyenda presentó al escultor como un fiel seguidor de claras pautas divinas… Vestida de blanco y negro –expresión antigua de dolor y muerte–, su fama traspasó nuestras fronteras y encontramos su devoción y su imagen extendidas desde Filipinas hasta Nueva España, desde Sicilia hasta Flandes.

«Sed tengo», de Gregorio Fernández (Foto: Museo Nacional del Prado)

La penúltima sección, “Escultura, teatro y procesión”, avanza un paso más al conquistar el espacio urbano, de forma individual o en grupo. Las escenas congeladas parecen cobrar vida con el movimiento de los pasos; en ellas, se potencian las calidades dramáticas por medio de actitudes contrastadas, un cromatismo muy vivo y composiciones tremendamente dinámicas. La contemplación, en ese ambiente ya creado, del paso Sed tengo, de Gregorio Fernández, es verdaderamente conmovedora.

Pero no lo es menos la sobriedad que rodea a su Cristo yacente, ya en la última sección: “El círculo cerrado, de la traza al trampantojo a lo divino”. Ese exquisito y casi sobrenatural Cristo yacente de Fernández, policromado por Diego de la Peña y Jerónimo de Calabria, expuesto en un espacio apartado y casi cerrado, invita a ser rodeado y contemplado en silencio.

Para el gran cineasta Andrei Tarkovsky, “la belleza radica en la verdad de la vida, cuando ésta es recogida de nuevo por el artista y configurada con sinceridad plena (…). Es algo casi religioso, una toma de conciencia sagrada de un alto deber espiritual” (Esculpir en el tiempo). Y gracias a ese trabajo de escultores, imagineros, pintores, gracias al arte de todos ellos, la realidad es más fácilmente trascendida y contemplada. 

Daniel Díaz
@Invertirenarte

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