La concepción materialista y mecanicista de la realidad y del ser humano, extendida en la cultura occidental a lo largo los últimos siglos es, según sus defensores, la que corresponde al progreso científico. El psiquiatra y filósofo británico Iain McGilchrist la somete a crítica a partir de las investigaciones recientes sobre el cerebro.
Ludwig Wittgenstein afirmaba que, aunque llegáramos a un conocimiento exhaustivo de las causas materiales de la existencia, habría que seguir preguntándose por el sentido de la vida, la muerte y el mundo en su conjunto. La comprensión de la realidad, requiere un “dualismo cognitivo”, como concluía el filósofo inglés Roger Scruton, es decir, dos modos de conocimiento a distintos, pero paralelos, niveles de razonamiento.
Esa distinción la comparte, desarrolla y refina desde el punto de vista de la organización cerebral Iain McGilchrist, psiquiatra, miembro de la Real Academia de Psiquiatría de Gran Bretaña, escritor, filósofo y exprofesor de literatura de Oxford, y la elabora en sus libros The Master and His Emissary (2009) y en el más reciente y enciclopédico The Matter with Things: Our Brains, Our Delusions and the Unmaking of the World (2021), su magnum opus de tres mil páginas en dos gruesos volúmenes. Basada en multitud de estudios neurológicos, físicos y filosóficos, esta obra le ha llevado más de diez años de total dedicación y está dando mucho que hablar en círculos científicos y filosóficos, donde ya es considerada una referencia imprescindible.
Dos modos de aprehender el mundo
McGilchrist demuestra que a la división morfológica en dos hemisferios del cerebro corresponden distintas funcionalidades en el procesamiento mental. Una, la del hemisferio izquierdo, de enfoque preciso y analítico, diseccionadora de la realidad y diseñada para controlar –no entender– el mundo; es una visión muy lineal en su percepción sin matices, y de conclusiones rápidas y definitivas. La otra, la del hemisferio derecho, es justo lo contrario: flexible, vigilante, abierta, constante y sin prejuicios, diseñada para atender lo que pasa a nuestro alrededor. Su fin es ayudar a comprender el mundo, no manipularlo, ver el todo y nuestra relación con él, matizada y consciente del contexto.
Nuestros cerebros manejan ambos tipos de atención, y como éstas regulan el tipo de percepción, alternamos constantemente entre dos versiones del mundo. La del hemisferio izquierdo es un universo de cosas generales, familiares y predecibles, al modo de un mapa, simple y útil; hemisferio que es la sede de los aspectos analíticos del lenguaje (no así de los aspectos semántico-pragmáticos, que residen sobre todo en el derecho).
“El modo de pensar de nuestra cultura continúa dominado por el anticuado modelo dieciochesco del reduccionismo mecanicista”
Por contraste, el mundo del hemisferio derecho es como una red en la que todo es nuevo, único y cambiante, fluyendo en conexión con todo lo demás y generando continuamente nuevas realidades. Es un mundo que no podemos contemplar como espectadores porque somos parte y efecto de nuestra relación con él; un mundo como el de la poesía, la música, el humor, las matemáticas o la física, en el que todo surge de las relaciones y el contexto. Una poesía o un chiste, por ejemplo, pierden todo su sentido al intentar explicarlos analíticamente por medio del lenguaje, o una pieza musical al intentar diseccionarla en partes hasta llegar a una insignificante nota. El amor en sí mismo, no así su concepto, tampoco es explicable por medio del lenguaje. Igualmente, el sentido de lo sacro y todo lo que tiene que ver con el significado último de las cosas puede entenderse sólo indirectamente, por medio de las metáforas o los mitos, que quedan anulados al intentar hacerlos explícitos.
Fuentes de conocimiento
McGilchrist rechaza la idea simplista de que la ciencia y la razón analítica son el dominio del hemisferio izquierdo y la intuición y la imaginación del derecho. Cada hemisferio utiliza las distintas formas de conocimiento –ciencia, razón, intuición–, pero de un modo diferente y de acuerdo con su naturaleza. El hemisferio izquierdo, autodirigido, internamente consistente y procedimental, está preparado para sacrificar la verdad en favor de la coherencia, y el derecho, orientado al exterior, receptivo y abierto, dispuesto a sacrificar la coherencia, si es necesario, para alcanzar la verdad.
El pensador británico distingue cuatro portales principales de acceso al conocimiento: la atención, la percepción, la inteligencia –cognitiva, social y emocional– y la creatividad. Aunque ambos hemisferios los utilizan, la contribución del derecho es siempre superior a la del izquierdo, como va demostrando por medio de incontables estudios clínicos relacionados con disfunciones de ambos hemisferios. Solamente a la hora de manipular algo para ser utilizado es superior el izquierdo; pero cuando se trata de entender nuestro cuerpo y su relación con otros seres tridimensionales y continuos, o actuar con inteligencia espacial o temporal, sucumbe estrepitosamente.
Concluye McGilchrist que no se puede confiar solamente en una de las fuentes de conocimiento apuntadas y que, donde sea posible y apropiado, habría que implicar a las cuatro para alcanzar una comprensión plena. Piensa que la intelectualidad occidental tiende a primar la ciencia y la razón analítica, y a descuidar la intuición y la imaginación, que han sido el comienzo de grandes descubrimientos, por ejemplo, matemáticos.
Cultura actual y cientifismo
McGilchrist describe así la situación de la cultura actual a pesar de todo el progreso en el conocimiento humano de los últimos siglos: “El modo de pensar de nuestra cultura continúa dominado por el anticuado modelo dieciochesco del reduccionismo mecanicista, a pesar de los descubrimientos de la física cuántica y la creciente comprensión de sistemas complejos, que lo contradicen. Se presenta un cosmos determinista, como una máquina exclusivamente material, plenamente comprensible por medio del análisis de sus partes, sin libertad creativa”. Las explicaciones materialistas, invocadas a menudo como evidentes, se revelan inútiles al considerar que ni siquiera la física atómica desvela verdaderamente lo que es la materia ni podemos, por ejemplo, apoyarnos en ella para dar cuenta de algo tan complejo como la consciencia personal. Si se asume un cosmos puramente material y mecanicista, se presenta el problema de cómo de un universo sin inteligencia puede surgir inteligencia ex novo, que a su vez se dedique a intentar comprenderlo, y comprenderse a sí misma, para finalmente encontrarlo comprensible.
McGilchrist propone un nuevo paradigma cultural no materialista, congruente con la ciencia del cerebro y la física y con importantes escuelas de pensamiento
Ambas perspectivas –la del hemisferio izquierdo y la del derecho– son vitales para nuestra supervivencia, pues, por un lado, necesitamos simplificar, verbalizar y separarnos del mundo para manipularlo, y a la vez, pertenecer a él y entender la complejidad que nos rodea. McGilchrist insiste en que la experiencia del mundo real se origina en el hemisferio derecho, se traslada al izquierdo para ser procesada y es devuelta al derecho para realizar una síntesis en su contexto global, como el músico que escucha una pieza musical la descompone en notas, que aprende esforzadamente, para luego tocarla intuitivamente. La tendencia a ver el mundo a través de una estrecha lente materialista está relacionada con la desmedida influencia de la visión del hemisferio izquierdo en los ambientes intelectuales occidentales. Por contraste, una mayor influencia del hemisferio derecho comportaría una perspectiva más holística, encarnada y magnánima, al atender tanto a una visión de conjunto como a la de las partes integrantes, fomentando el uso de la imaginación y la intuición para relacionarse mejor con la realidad y conectar con lo sacro y lo divino, que indudablemente intuimos, como prueban muchos siglos de historia y de culturas.
Un nuevo paradigma cultural
McGilchrist propone un nuevo paradigma cultural basado en lo que se puede aprender por medio de la ciencia y la razón en combinación con la intuición y la imaginación. Esto concuerda con el modo de proceder del hemisferio derecho, que ha evolucionado para ser nuestro medio primario de comprensión del mundo y para relacionarnos entre nosotros, con el mundo viviente y con el ámbito de lo divino, elementos que nos han proporcionado tradicionalmente un sentido omniabarcante de anclaje y pertenencia. Y anota que este paradigma es congruente con la ciencia del cerebro y la física y con un número creciente de importantes escuelas de pensamiento, en particular las de los pragmatistas, los filósofos del proceso y los fenomenólogos, al igual que con antiguas tradiciones sapienciales orientales y occidentales.
El sentido de la vida
Así como el significado de una expresión se percibe en el hemisferio derecho, que lo pasa al izquierdo para ser analizado constitutivamente y es devuelto al derecho para recuperar los aspectos semántico-pragmáticos (tono, ironía, humor, etc.) derivados del conocimiento del contexto y del mundo en general, nuestra capacidad de manipular el mundo ha crecido paralelamente a nuestra dificultad para descubrir su sentido. Y es que, para el hemisferio izquierdo, la búsqueda de sentido es un sinsentido, al estar únicamente equipado para analizar, manipular y tratar el mundo como una abstracción.
Nuestro autor contempla la cuestión del sentido de la vida desde la perspectiva del hemisferio derecho, que conecta con los valores trascendentales, y se remonta a los irreducibles principios platónicos de verdad, bondad y belleza. Estos valores han sido degradados, desechados o negados en la perspectiva de muchos intelectuales modernos: creen que solamente la ciencia puede responder a todas nuestras preguntas, y a lo sumo, los consideran emanaciones útiles de un cosmos puramente material, en vez de fines en sí mismos. En realidad, son valores no justificables por sus resultados prácticos, inseparables de nuestra más profunda experiencia emocional y perfectamente sintonizados con el hemisferio derecho. A estos añade McGilchrist el sentido de lo sacro y el amor. Y finalmente argumenta que tales valores no son sustantivos primitivos ontológicos independientes, sino cualidades adjetivas del último primitivo ontológico, Dios.
Al final de su libro señala que, o bien reconocemos a Dios, o nos inventamos uno a la medida de nuestros pobres recursos psicológicos, sacralizando nuestras angustias y ambiciones y proyectando en el cosmos nuestro afán de análisis y control de todas las facetas de nuestro entorno. Esta es la idolatría que nos está degradando; frente a ella, la obra de McGilchrist constituye un urgente acicate para repensar cómo entendemos el pensar.
Marciano Escutia
Doctor en Lingüística inglesa