Llevo días leyendo las reacciones de medios, analistas y pensadores frente a la victoria de Donald Trump como el presidente número 47 de los Estados Unidos.
He optado por una actitud de observación y por hacer un esfuerzo por comprender, más que por formular un juicio de valor sobre lo ocurrido. Después de leer decenas de artículos, comentarios en X, escuchar podcasts y conversar con colegas y amigos, percibo que un problema central es la actitud de un grupo minoritario, bien educado, influyente y vocal, que cree tener una verdad revelada sobre lo que más le conviene a este país y a la sociedad en general, a pesar de los resultados democráticos.
Para algunos, el triunfo de Trump refleja una sociedad ignorante e insensible que no ha comprendido los riesgos de elegir a quien “se convertirá en un dictador en su primer día en la presidencia”. Este riesgo es algo que muchos de los que pertenecen a este grupo —personas que han asistido a las mejores universidades, han tenido trabajos bien remunerados y oportunidades de conocer el mundo— entienden a la perfección.
Es en la soberbia de saber más y entender mejor donde observo un problema mayor, pues parece existir una incapacidad para unir el conocimiento técnico y la capacidad reflexiva con el sentimiento mayoritario de cambio y, tal vez, de regreso a un pasado dorado.
Un anhelo de cambio
Desde hace tiempo, el hecho de que el 70% de los norteamericanos considerara que Estados Unidos iba por mal camino fue un claro indicador del resultado de la elección, a pesar de las innumerables encuestas que mostraban un empate técnico entre ambos candidatos.
Algunos analistas interpretaron esta cifra como irrelevante, pues Trump ya no era el mismo candidato de antes; ahora estaba más viejo, era predecible y había perdido el factor sorpresa. Sin embargo, fue precisamente la previsibilidad en el comportamiento y en las políticas de Trump lo que jugó a su favor. Mientras el público no tenía claro cómo Harris lideraría el país —debido a su discreta labor como vicepresidenta y a una campaña corta y sin primarias, que le impidió presentar más ideas y mostrar su carácter—, con Trump había un camino ya recorrido.
Otros factores, como la alta inflación —que pudo haber pasado a un segundo plano en medio de la euforia por el espectacular crecimiento de la economía norteamericana—, el desordenado aumento de la migración ilegal y el rechazo al gasto militar y la ayuda internacional del gobierno a países en guerra, como Ucrania e Israel, fueron decisivos para definir la elección y, sin embargo, pasaron desapercibidos para los analistas y especialmente para los demócratas, quienes confiaron en la generación de empleos y en la política exterior de Biden como puntos fuertes que favorecerían el continuismo.
“Se equivocaron”
Lo inquietante del resultado fueron las reacciones de editoriales de grandes medios, análisis y comentarios posteriores a la elección. Más que contener un sentimiento de autocrítica y humildad ante el desconcierto, estos análisis se concentraron en señalar al nuevo presidente, a su equipo y, lo más grave, a sus votantes, con epítetos de todas las categorías.
Al día siguiente de la elección, el editorial del New York Times, titulado “América hace una elección peligrosa”, afirmaba con vehemencia cómo, en los próximos cuatro años, los norteamericanos entenderán la amenaza que el nuevo presidente representa para la nación y sus leyes. Además, exhortaba a los votantes de Trump a observar su conducta y, en caso de no cumplir con lo deseado, a votar en contra de él y del partido republicano en las elecciones de mitad de período.
Desde la Octava Avenida, en el centro de Manhattan, los editorialistas dictan a los norteamericanos de todos los rincones del país cómo deben comportarse y enfrentar la realidad del nuevo gobierno federal, especialmente a quienes votaron a su favor. Esta actitud arrogante y de aparente superioridad es otra de las causas determinantes del triunfo republicano.
En un plano menos serio, y en un contexto donde el desenfado suele ser la norma, en uno de los talk shows más vistos de EE.UU., Jimmy Kimmel Live, el anfitrión y comediante, en su habitual editorial, lloró frente a las cámaras, describiendo el 5 de noviembre como una noche oscura para la democracia y enumeró, en detalle, todos los grupos de la población para los que la elección de Donald Trump era una catástrofe: las mujeres, los migrantes, los latinos, la población de Ucrania, los niños, los periodistas, los pobres, la clase media, etc. “También fue una noche terrible para los votantes de Trump, aunque aún no se hayan dado cuenta”. Kimmel se unió así al grupo de personas que, desde un pedestal de mayor comprensión y sabiduría, creen saber con exactitud qué está bien y qué está mal, incluso por encima del voto libre de más de 76 millones de norteamericanos y de los 312 votos del colegio electoral.
Asumir que alguien, por sus méritos, visibilidad y capacidad de influencia, sabe y tiene mejor criterio que otros es, al menos, una equivocación ética. El ascenso de la cultura de la cancelación —donde quien piensa diferente al statu quo es ignorado o eliminado del debate— es un rasgo iliberal que ha conducido al concepto de corrección política. Es decir, cualquier opinión, visión o filosofía que vaya en contravía de la de un grupo determinado es mal vista y rechazada.
Un caso icónico
Esta corrección política y postura relativista se hicieron visibles en un caso icónico en el que, en medio de una audiencia del Congreso americano, tras las violentas manifestaciones antisemitas en algunas universidades de la prestigiosa Ivy League, algunas de sus presidentas fueron incapaces de condenar estos hechos.
El malestar de donantes de estas instituciones y las reacciones de diversos políticos y periodistas condujeron a las renuncias de las presidentas de Harvard y Penn State. Este tipo de eventos, con notoriedad mediática, ha generado una polémica sobre lo que se enseña en estas instituciones y sobre cómo centros de conocimiento y debate académico se han convertido en espacios de intolerancia y radicalismo.
En este y otros asuntos, la autocrítica ha brillado por su ausencia. Mientras algunos intelectuales, políticos y periodistas siguen señalando la falta de conciencia, bondad y comprensión de los millones de votantes de Trump, la nueva administración, empoderada por la contundencia del resultado y observando el rechazo de algunas élites, podría profundizar en un discurso y acciones más contundentes, rompiendo así el diálogo y los puentes que deberían conducir a una política más consensuada.
Un ejemplo de esto fue la elección de la Representante de Nueva York, Elise Stefanik, como nueva embajadora ante las Naciones Unidas. Stefanik adquirió notoriedad al cuestionar fuertemente a las presidentas de las mencionadas universidades durante la audiencia en el Congreso, donde expresó su desagrado por la incapacidad de estas directoras de condenar el antisemitismo en sus instituciones. Este nombramiento es uno más de una larga lista de personas que ocuparán cargos de autoridad e influencia, motivados por una reacción política más que por su competencia o idoneidad.
Una elección con efectos globales
La idea de las mayorías silenciosas adquiere vigencia con esta elección, y fortalecerá voces de otros sectores filosóficos, que hablarán con mayor decisión y se opondrán a temas que hasta ahora eran intocables en la opinión pública. Ojalá este fenómeno no impulse ideas radicales que inserten a la política norteamericana —con sus secuelas globales— en un sistema pendular, en el cual cada periodo, un sector social se vengará del otro.
Procuraré mantener una postura observadora, al margen de juicios de valor, para comprender lo que ha ocurrido en Estados Unidos y los efectos que podría tener en Colombia y el resto de América Latina, tanto en materia de políticas como de influencia sobre nuestras democracias.
Por ahora, queda una lección sobre la consideración por la opinión contraria y la necesidad de bajarse de los pedestales del conocimiento y la valoración moral, para escuchar más y buscar puntos de encuentro en las diferencias. Creo que en eso consiste la democracia, no en la actitud de desprecio y señalamiento a quien piensa diferente.
4 Comentarios
Es que Trump no es un hombre coherente. ¿Que favorece a la religión y en un tiempo pasado era anti-abortista (ya no lo es)? Bien, eso es lo que tiene que hacer por ser cristiano. Pero pero no me suena nada bien su «estilo» de América para los americanos que es una fórmula egoísta, y que nos presagia un futuro oscuro con otro dictador populista al mando. Como si no tuviéramos bastante con los que ya lo son, de facto. Esta vez el Dictador, lo es (o lo pretende) para todos los habitantes de la tierra. Porque eso sí, América (EEUU) será para los americanos, pero su presidente quiere mandar también en los que no lo son. (americanos, se entiende).
Buen artículo contra la soberbia de la intelligentsia.
Las democracias occidentales se están resquebrajando como consecuencia de la imposición de las teorías de una izquierda desnortada. Trump puede ser un bicho raro en política pero cuando tantos millones de personas le han votado, el partido demócrata y todos los partidos de izquierda moderada en Occidente deberían reflexionar y ser humildes para buscar el bien común de los ciudadanos y no el de unas élites alejadas de los problemas reales de los hombres y mujeres de hoy.
Es que Trump no es un hombre coherente. ¿Que favorece a la religión y en un tiempo pasado era anti-abortista (ya no lo es)? Bien, eso es lo que tiene que hacer por ser cristiano. Pero pero no me suena nada bien su «estilo» de América para los americanos que es una fórmula egoísta, y que nos presagia un futuro oscuro con otro dictador populista al mando. Como si no tuviéramos bastante con los que ya lo son, de facto. Esta vez el Dictador, lo es (o lo pretende) para todos los habitantes de la tierra. Porque eso sí, América (EEUU) será para los americanos, pero su presidente quiere mandar también en los que no lo son. (americanos, se entiende).