La propuesta de la Fundación Mapfre para este otoño se centra en la personalidad del visionario galerista y mecenas Paul Durand-Ruel, un hombre que todo lo convertía en arte, y que abrió la puerta a la modernidad. La muestra da visibilidad a cinco extraordinarios creadores, opacados por la llegada de las primeras vanguardias, y que, sin embargo, llegaron a tener reconocimiento gracias al apoyo incondicional de Durand-Ruel.
La exposición, comisariada por Claire Durand-Ruel, tataranieta del mecenas, reúne más de 70 obras, muchas de ellas procedentes de colecciones particulares, y podrá visitarse hasta el 5 de enero de 2025 (Sala Recoletos, Madrid).
En el París de mediados del siglo XIX se fraguó el cambio de mentalidad artística hacia la modernidad. El liderazgo a nivel mundial del Salón de París fue tan importante que determinaba los cánones estéticos “oficiales”. El academicismo imperante era la carta de presentación de la monarquía y la aristocracia; pero, poco a poco, con el ascenso de la burguesía llegaron nuevos gustos estéticos que entraron en conflicto con los trasnochados dictados de la Academia: fue el comienzo de las exposiciones paralelas en los salones y galerías “no oficiales”. ¿Quién no recuerda la estrecha relación de los pintores impresionistas con el fotógrafo Nadar o la cuidadosa selección de arte moderno que Durand-Ruel exhibía en su galería de la rue Laffite? Estos espacios alternativos fueron focos de un arte nuevo que rompía con la tradición clásica y que propugnaba la revolución del color entendida desde la óptica de los impresionistas, una tendencia que permaneció hasta las primeras vanguardias del siglo XX.
A partir de 1880, en la capital del Sena aparecen los postimpresionistas, un colectivo muy heterogéno, con diferentes acentos y maneras de entender el arte, que influidos por la mística, la filosofía y la religión, buscaban sobre todo la emoción del espectador. Ahí se enmarcan las experimentaciones de Seurat o Signac, el brillante colorido de Van Gogh, la revolución de la forma liderada por Cézanne, la búsqueda de la pureza de Gauguin, los nabis –Émile Bernard, Paul Sérusier– o el simbolismo de Puvis de Chavannes.
Un canto al color
El recorrido expositivo plantea un relato cargado de emociones donde el espectador queda atrapado: “Son pastillas contra la depresión”, dice metafóricamente la comisaria, y el resultado final es un canto a la vida, al color, a la luz, a la naturaleza y al París de finales del siglo XIX. El color fue, sin duda, el elemento más genuino de estos pintores y una herencia recibida de los impresionistas, que a su vez entendieron la importancia de los estudios científicos de Chevrel.
Cinco grandes artistas están representados en la muestra. Por un lado, Gustave Loiseau, Maxime Maufra y Henry Moret, tres paisajistas amigos y herederos del impresionismo y de la estética sintetista aprendida en Pont-Aven. Los otros dos, Georges d’Espagnat y Albert André, prefirieron la pintura decorativa y de género, más acorde con los postulados de los nabis.
La recreación de un salón decimonónico da la bienvenida al visitante. En él se exhiben los paneles decorativos que D’Espagnat realizó para las puertas del apartamento parisino de Joseph Durand-Ruel, el hijo del marchante. Ahí también se expone el único retrato que existe de Paul Durand-Ruel, el que pintó su amigo Pierre-Auguste Renoir en 1910. El valor artístisco del cuadro es la rotundidad y cercanía del personaje, casi tumbado, marcando una diagonal en un primer plano muy instantáneo.
Marchante a su pesar
Pero ¿quién fue este marchante que apoyó a tantos artistas: Courbet, Délacroix, los paisajistas de la Escuela de Barbizon, los genuinos pintores impresionistas y los posteriores postimpresionistas? Paul Durand-Ruel, nacido en París en 1831, heredó de su padre una galería de arte, aunque –como él mismo confesó– “no quería ser marchante, sino misionero o militar”. Pero decidió embarcarse en el negocio por el bien de su familia, y así fue como comenzó su apoyo incondicional a los artistas, incluso cuando no comulgaban con su pensamiento católico, monárquico y patriota.
Lo interesante de este galerista es que logró redefinir con acierto el trabajo del marchante. Obtenía la exclusividad sobre la obra de los artistas, compraba en bloque su producción, les organizaba exposiciones en sus galerías de París, Nueva York, Londres y Bruselas. Pero lo más destacado eran los lazos de confianza que generaba: no firmaba contratos con los artistas y ponía a disposición de ellos una cuenta para que compraran materiales y tuvieran cubiertas sus necesidades. Trabajar con Durand Ruel era un auténtico placer; como dijo August Renoir: “Durand-Ruel fue un misionero; nuestra buena fortuna fue que su religión fuera la pintura”.
Tres paisajistas
Loiseau, Maufra y Moret fueron herederos de la estética impresionista, pero dieron un giro de tuerca a sus producciones al incorporar los postulados sintetistas (con sus pinceladas amplias y vigorosas, y los planos de color puro que desechaban la profundidad del cuadro) y los del cloisonismo (cuyas líneas negras envolvían las formas, para recuperar así la estética de las vidrieras).
Gustave Loiseau, conocido como “el historiógrafo del Sena”, supo conjugar con acierto el color (dado a base de pequeños toques yuxtapuestos), la simplificación del modelado, la luz tenue del amanecer o del atardecer y la importancia de los efectos atmosféricos, como se aprecia en Tournedos sur Seine. Pero también le interesaron las escenas urbanas de París o Ruan, que –como Monet– pintó en diferentes momentos y estaciones del año.
La singular destreza para captar los paisajes en toda su plenitud fue el don de Maxime Maufra, que logró armonizar el sintetismo, en la solidez de la pincelada, y los efectos lumínicos, al modo impresionista. Sus composiciones fuertemente estructuradas centraban la atención en el mar y las rocas, y dejaban poco espacio al cielo. Pero Maufra también pintó estampas parisinas, como la vista nocturna del Sena, una imagen vibrante iluminada con luz eléctrica, todo un alegato en favor de la modernidad que brilló con luz propia en la Exposición Universal de París de 1900.
De Henry Moret destacamos el giro copernicano que experimentó su obra cuando en 1888 se instaló en Pont-Aven. Allí se apartó de la Escuela de Barizon y adoptó los temas bretones al amparo del impresionismo y el sintetismo. El pintor nos dejó muchas escenas de la isla de Groix, como la representada en el lienzo que lleva dicho nombre, y cuya composición se estructura a base de planos y colores exacerbados que recuerdan la estética de la estampa japonesa. Es interesante destacar que, cuando conoció a Durand-Ruel, por indicación suya redujo el tamaño de sus lienzos y la intensidad de su paleta, para que su obra fuera más comercial. Es entonces cuando se convierte casi en un impresionista y dota a sus composiciones de una extraordinaria riqueza de color, con su pincelada fragmentada y el interés por lo efímero.
Moret abandonó el impresionismo y sintió una especial atracción por los nabis, los “profetas del arte”. Estos artistas realizaban una pintura que deformaba la realidad al pasarla por el filtro de la emoción subjetiva. A eso se añade el valor estético que dan a los colores planos, que fueron un buen aliado para exaltar el gusto por los temas exóticos.
Pintura decorativa
La polifacética personalidad de Albert André abarcó muchos ámbitos: fue pintor, decorador, dibujante, ilustrador y conservador de museos. El artista se inspiró en el sintetismo de Gauguin y logró traspasar una realidad más allá de lo visible gracias, en parte, a la exaltación del color: buen ejemplo de ello lo tenemos en Mujer con pavos reales. De su faceta como decorador se exhiben los paneles realizados para el comedor de Joseph Durand-Ruel. Con el paso del tiempo, su obra se vuelve más intimista, como se aprecia en La Tonnelle, que capta un instante familiar y efímero enmarcado por la intensidad de la luz y una vegetación exaltada por el riquísimo colorido.
Paul Durand-Ruel murió en París en 1922, a los 90 años. El hombre que todo lo convertía en arte y que lo dio todo por los artistas dejó un legado que continuó en manos de su famila hasta 1974, año en que se cerró su galería. “Y pensar que si yo hubiera fallecido a los 60 años –dijo él mismo hacia el final de su vida–, habría muerto agobiado por las deudas y en bancarrota, rodeado de la riqueza de unos tesoros infravalorados”.