Fenómenos como el relativismo y la especialización han erosionado la función social de los intelectuales, pero debemos reflexionar sobre las consecuencias que su desaparición podría acarrear para el debate público.
Quizá no sea tan urgente preocuparse por dónde están los intelectuales como saber la razón de que el término se emplee con tanta laxitud, sirviendo para referirse por igual a un filósofo, a un escritor o a un periodista de moda.
Seguramente no puedan evitarse los equívocos, pues carecemos de una definición precisa de quienes han sido tan relevantes desde la Ilustración y, especialmente, durante el auge de las ideologías, cuando a cada cual se le exigía situarse o bien al lado de la URSS o en defensa de la democracia.
¿Intelectuales posmodernos?
Hoy, sin embargo, al fin de las ideologías se suma el del intelectual, puesto que se han erosionado los valores objetivos, cuya defensa asumía aquel. No en vano, uno de los adalides de la posmodernidad, Jean-François Lyotard, hablaba, al filo de los ochenta, de que había pasado a ser alguien arcaico, superfluo incluso, tras la defenestración de los grandes relatos y las ideas universales.
Es interesante comparar, a este respecto, el pronóstico que hace Lyotard en La tumba de los intelectuales con la opinión de Julien Benda, que habló hace ahora casi un siglo, en su famosa La Trahison des clercs, de la importancia de que, en un mundo secularizado y subyugado por los vaivenes ideológicos, el intelectual precisamente asumiera la defensa de lo que une a los seres humanos: la justicia, la dignidad, la libertad…
De hecho, cabría decir que hoy se ha consumado la traición de la que hablaba: si escasean las figuras independientes y guiadas por el amor a la verdad, es porque la gran mayoría ha sido desleal a la misión crítica que tradicionalmente se ha asociado a su función.
Tipología del intelectual
Benda creía que el intelectual debía cultivar su saber de modo desinteresado. Al sueño del intelectual autónomo y emancipado contribuyeron también Karl Mannheim y Raymond Aron: el primero acuñó el concepto de “intelectual desclasado”, en referencia a quienes no se definían ideológicamente, sino que se limitaban a generar conocimiento objetivo y especializado; la actividad intelectual, decía, se lleva a cabo desligada del nivel social. El segundo criticó la sumisión al opio comunista e indicó la necesidad de que el intelectual escapara del yugo político.
El intelectual se ve conminado a elegir: ser leal a su saber y a las causas más altas, o seguir los cantos de sirena del poder
Aun estando de acuerdo en que nadie –ni siquiera el intelectual– puede obviar el contexto en que vive, la silueta del “intelectual orgánico” de Gramsci resulta, por decirlo así, demasiado comprometida. El italiano, en cualquier caso, no planteaba nada nuevo. Ya Marx había advertido de que el pensador en nómina del partido tenía que guiar a las masas, y que la causa de la revolución lo justificaba todo, incluyendo la manipulación.
El intelectual orgánico es aquel que decide primar sus convicciones políticas por encima de la generación y difusión del conocimiento. Para Gramsci, la independencia constituía una ficción; a su juicio, el pensador ha de ser consciente de que todo se halla determinado por los intereses de clase, lo cual explica que su objetivo sea diseñar la estrategia comunicativa para controlar la opinión pública y lograr la hegemonía ideológica.
Las tentaciones del intelectual
La posición del intelectual, del auténtico, no es fácil: navega siempre entre dos aguas y se ve conminado a elegir, optando bien por ser leal a su saber y a las causas más altas o bien por seguir los cantos de sirena del poder. Camus y Sartre representan esa actitud. Pero conviene hacer una precisión, pues pudiera parecer que la integridad de un pensador estuviese determinada por la simpatía o la hostilidad ideológica, hasta el punto de que el comunista alabaría a Sartre, mientras que el crítico lo condenaría.
No se trata de eso, es decir, no se trata de valorar la lealtad del intelectual a sus propias convicciones –su ortodoxia–; para hacerse una idea de su categoría lo importante es su adhesión a la verdad. Las opiniones políticas –de uno y otro signo– son respetables, pero la ideología debe ceder cuando aparece en contradicción con valores básicos o no resulta contrastable. Por decirlo de otro modo: cabe disculpar tendencias, pero no la justificación de un crimen por exigencias del partido, ni el servilismo absoluto.
A este asunto se refería Eric Voegelin en unas conferencias que impartió en Alemania, frisando la década de los sesenta del pasado siglo, cuando la sociedad de la República Federal empezaba a olvidarse de su responsabilidad por el nazismo. Si accedió Hitler al poder y se institucionalizó la inhumanidad fue, explica, porque los intelectuales –y habla aquí en concreto de juristas, teólogos, filósofos, académicos, etc.– hicieron dejación de su compromiso con la defensa del ser humano. Pusieron sus intereses por encima de sus obligaciones éticas, y cuando esto ocurre, el espacio público se corrompe.
El intelectual y la política
De que no es fácil acertar ni mantenerse incólume frente a las presiones da cuenta el historiador francés François Dosse en su impresionante La saga de los intelectuales (Akal, 2024), donde refleja la grandeza y miseria de gran parte de los pensadores franceses del último siglo. Y prueba que, en efecto, el poder es el vicio supremo de quienes se dedican al trabajo del conocimiento.
Para Edward Said, el intelectual debe hacer pensar a su audiencia, no someterse a sus dictados o embaucarla para lograr objetivos personales o ideológicos
En el momento de los bloques ideológicos, el poder buscaba al hombre de ideas, a fin de ganárselo para su causa. Pero en la actualidad, de acuerdo con Félix Ovejero, los partidos acuden a los expertos para que “les suministren cartografías de la realidad y propuestas institucionales para modificarla inspiradas en sus principios o valores”. Eso, sin embargo, no ha conducido a la desaparición de lo que el pensador catalán denomina “intelectuales sumisos” que, como Esaú, venden la verdad por un plato de lentejas.
Edward W. Said fue más preciso: el intelectual no tiene una misión pública, sino esencialmente política. El autor de Orientalismo lo definía, además, como un individuo representativo, capaz de articular un mensaje, de encarnar unas ideas o una visión. Por esta razón, no es baladí que el intelectual sea alguien a emular, con un grado de exigencia ética más elevado que el de la media. Para el escritor palestino, su finalidad consiste en suscitar perplejidad, interrogar y hacer pensar a la audiencia, haciendo progresar la libertad y el conocimiento, no en someterse a sus dictados o embaucarla para lograr objetivos personales o ideológicos.
Otros peligros
Pero no solo es en las filas posmodernas donde surge la contestación; hay fenómenos contemporáneos que dan bastante que pensar sobre el incierto futuro del intelectual. Primero, la especialización: se han robustecido tanto las fronteras entre disciplinas y tanto se han encapsulado estas, que el público no confía tanto en el sabelotodo como en el supuesto experto. M. Foucault diferenció entre los intelectuales generalistas, en vías de extinción, y los específicos, que acumulan el saber en una determinada disciplina.
El segundo motivo de preocupación es el relativismo, que destruye el debate público y genera polarización, así como odios viscerales. En un marco como el descrito, el intelectual se transforma en una celebridad con sus correspondientes hooligans. Se une a todo ello el déficit cultural, lo que conduce a conformar espacios públicos superficiales, guiados por el ansia de novedades, las prisas y las discusiones insustanciales.
Por último, como el término “intelectual” posee un aura elitista, el radicalismo democrático ha condicionado la confianza del público en quienes se presentan con ese título.
Fronteras del intelectual
Sea como fuere, el intelectual no es, claro está, un académico consagrado, al igual que un eremita, a desentrañar en soledad los secretos de un determinado campo de estudio; tampoco el mero divulgador, que reitera lo que otros han pensado. Menos aún debería ser el integrante fiel y dogmático de un partido, ni un asesor electoral, que trabaja guiado por la voluntad de alcanzar el poder.
Pero sí que es, con todo, aquel que se sitúa en el terreno intermedio entre esas vocaciones. Reflexiona e investiga; comunica, ciertamente, y tiene interés en influir en la opinión pública. Es alguien, al fin y al cabo, que sabe, al tiempo que es consciente de que puede cumplir una importante función social y de que debe difundir sus conocimientos para enriquecer el debate colectivo.
La esfera pública se ha empobrecido; ahora los intelectuales se dirigen a sus pares y dimiten de su papel social
Si resulta tan dudosa su existencia se debe, como escribe Christopher Bickerton en The New Statesman, a que en la “actualidad se ha vuelto prácticamente imposible integrar los ámbitos de la investigación, los medios de comunicación y la política, ámbitos que, como otros muchos, han estado sometidos a la presión de la profesionalización y la especialización”.
Como consecuencia, la esfera pública se ha empobrecido; ahora los intelectuales se dirigen a sus pares y dimiten de su papel social. Así, por un lado, se da en el ámbito especializado “un esoterismo riguroso” y, por otro, la esfera pública queda “sometida a una circulación rápida pero superficial de ideas”. En esas condiciones, opina Bickerton, “no está muy claro cómo puede el intelectual público sobrevivir”.
Intérprete del pluralismo
Si la influencia política corrompe, ¿cuál es el papel que le queda por desempeñar al intelectual? Zygmunt Bauman habló de la evolución histórica de esta figura. La misión pedagógica que asumieron los ilustrados ha desaparecido; tampoco subsiste su cometido político tras la debacle de las ideologías. En un mundo plural, el intelectual es un mero intérprete, encargado de garantizar la comunicación entre modos de vida y culturas diversas.
“El nuevo papel que los intelectuales pueden desempeñar con utilidad (…) es el de intérpretes. Al ser irreversible el pluralismo e improbable un consenso a escala mundial de cosmovisiones y valores (…), la comunicación a través de las tradiciones se convierte en el gran problema de nuestro tiempo”, y a su solución ha de contribuir el intelectual, sostuvo el sociólogo polaco.
No estaría de más recordar algo obvio, como sugiere Wolf Lepenies en ¿Qué es un intelectual europeo? (Galaxia Gutenberg, 2008): ante todo, “la tarea del intelectual es pensar”. Por otro lado, asumir el pluralismo no implica renunciar a la verdad, sino buscarla en aquello que une a las diferentes opciones culturales.
Del intelectual al “influencer”
Ya lo hemos visto: el relativismo, el poder o la especialización cercenan la función del intelectual. Pero hoy existe otro factor que opera en menoscabo de su prestigio: el público. En la época de internet, el intelectual necesita de una audiencia cada vez más amplia para asegurarse su subsistencia. Por ello, no solo debe hacerse comprensible, bajando el nivel, sino que a menudo ha de tratar los temas del momento o acomodarse al público para no caer en la insignificancia.
Si antes la mejor manera de ganarse la vida era dando clases o sacándose el carnet del partido, actualmente no tiene más remedio que construir su marca personal y publicitarse en X. Esta dinámica la estudió muy bien Régis Debray en Le Pouvoir intellectuel en France, publicado en 1979. Comentaba los exilios de los intelectuales: primero, tuvieron que abandonar la academia; después, el mundo editorial, donde se habían resguardado. Ahora, explicaba el pensador francés, se han cobijado en el periodismo y el marketing y, finalmente, se han vendido a sus lectores.
Lo inquietante no es solo que el público sea el encargado de determinar quién merece la etiqueta de intelectual o no. O que pueda situar al mismo nivel a quien se dedica a la autoayuda, al científico o al divulgador, indistintamente. Lo más preocupante es que el propio intelectual se haya transformado voluntariamente en un influencer, y dedique más tiempo a la viralizarse que a reflexionar.
Quizá lo que necesitemos no sea personajes tramposos y superficiales que comercian con ideas o las venden, sino aquellos “hombres representativos” de los que hablaba Emerson: titanes de la inteligencia que defienden el valor de la verdad y hacen suya la causa de la dignidad humana por encima del poder, el dinero, el éxito o un puñado de seguidores.