Defensa necesaria de la libertad de prensa

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Libertad de prensa
foto: brotiN biswaS

El Gobierno de Pedro Sánchez ha anunciado un paquete de medidas que llama “de calidad democrática”, pero que, en realidad, están destinadas a ejercer un mayor control sobre los medios de comunicación. Es dudoso que esas medidas, que exigen la modificación de varias leyes en vigor y la aprobación de otras nuevas, lleguen alguna vez a ver la luz, teniendo en cuenta la fragilidad de la mayoría parlamentaria que en su día respaldó la investidura del presidente. Sin embargo, la iniciativa tiene importancia como reflejo de la preocupación del Ejecutivo por las críticas adversas y el papel fiscalizador de la prensa.

Pasando por alto las sospechas de que todo este movimiento no sea más que una reacción a las noticias aparecidas en distintos medios acerca de las investigaciones judiciales sobre la esposa y el hermano de Sánchez –sospechas más que fundadas por el momento elegido para anunciar las medidas–, quiero centrarme aquí en lo que el Gobierno puede y debe hacer respecto al motivo formalmente aducido para intervenir: impedir la difusión de bulos lesivos para el funcionamiento democrático, con el efecto multiplicador que hoy provocan las redes sociales.

Es preciso empezar recordando que la libertad de información y de prensa es uno de los pilares sobre los que se fundamentan las democracias liberales y que el derecho de los ciudadanos a disponer de información veraz está por encima de otros también señalados en nuestro ordenamiento jurídico. De ahí que, en la mayoría de las ocasiones, los jueces antepongan ese principio cuando se ven obligados a actuar en un litigio en el que se ve afectada la libertad de expresión.

Eso no significa que los ciudadanos estén indefensos ante la prensa. Existen leyes de defensa del honor y otras que protegen la dignidad y la intimidad de las personas y a los que cualquiera puede acogerse en el caso de sentirse perjudicado por una información. No es un trámite fácil, por las razones antes señaladas, pero en el pasado han sido muchos los casos en los que los periódicos se han visto obligados a rectificar noticias o indemnizar a los perjudicados por ellas.

La intervención legítima contra la mentira como arma de guerra no puede servir como excusa para que el Gobierno se atribuya el derecho a intervenir en los contenidos de los medios de manera indiscriminada

Como en cualquier otro aspecto de la actividad legal en una democracia, en lo relativo a la libertad de expresión y de información se producen en ocasiones errores e injusticias que generan daños irreparables y a veces graves. En la medida en que las sociedades cambian y las tecnologías de la comunicación progresan, las lagunas jurídicas se hacen más evidentes y los errores pueden ser más frecuentes. Eso exige a los Estados democráticos permanecer alerta ante el peligro de la información entendida como herramienta de desestabilización. Es, por ejemplo, el caso de Rusia, que lleva años desarrollando una industria de los bulos con el propósito de crear inestabilidad en los países occidentales. Son contra estos bulos específicamente contra los que la Unión Europea puso en vigor el año pasado un reglamento de actuación que afecta a todos sus miembros.

Esa intervención legítima contra la mentira como arma de guerra no puede servir, sin embargo, como excusa para que el Gobierno se atribuya el derecho a intervenir en los contenidos de los medios de comunicación de manera indiscriminada. Los periodistas que comenzamos a ejercer en los primeros años de nuestra democracia llevábamos a gala predicar, por el conocimiento previo de las leyes del franquismo, que la mejor ley de prensa es la que no existe. Y esa es una máxima que aún sigue estando vigente.

El Gobierno no puede arrogarse el poder de decidir qué noticia es verdad y cuál es mentira, qué noticias pueden ser publicadas y cuáles no. Ni el Gobierno ni ningún otro organismo de la Administración. Ni siquiera las asociaciones profesionales pueden cumplir más función que la de proteger la independencia del periodista y vigilar el cumplimiento de los códigos deontológicos del oficio. Solamente el profesional y el medio en el que publica su noticia son responsables de la veracidad de la misma, y asumen esa responsabilidad ante sus lectores y toda la sociedad. Admito que esto puede conducir a situaciones indeseables, dado que, como en cualquier profesión, existen periodistas y medios que no respetan las reglas de funcionamiento a las que deberían de atenerse. Pero ese es uno de los muchos riesgos que tiene un sistema democrático. Así como es preferible diez culpables en la calle que un inocente en prisión, es mejor soportar el daño de diez noticias falsas antes que permitir que el Gobierno oculte una verdad.

Consciente de la debilidad económica de la prensa, el Gobierno ha elevado considerablemente sus presupuestos de inversión publicitaria, lo que le da un mecanismo complementario en su intento de controlar la información

La profesión periodística debe mejorar sus pautas de trabajo. La crisis económica de la prensa, que se prolonga ya por más de dos décadas, ha debilitado mucho a los medios. Los periodistas trabajan hoy en peores condiciones y con salarios más bajos, lo que dificulta mucho el cumplimiento de su papel fiscalizador del poder. Plenamente consciente de esa debilidad, el Gobierno ha elevado considerablemente sus presupuestos de inversión publicitaria, lo que le da un mecanismo complementario en su intento de controlar la información.

Pese a todo esto, los medios siguen cumpliendo un papel fundamental dentro de los equilibrios y contrapesos necesarios en una democracia. En el caso que mencionaba al principio y que, probablemente, ha desatado toda la polémica posterior, el de Begoña Gómez y el hermano del presidente, ninguna de las informaciones relevantes publicadas por la prensa española han podido ser desmentidas por el Gobierno, más que con descalificaciones y cortinas de humo. De hecho, al margen del tratamiento judicial que merezcan, todos los datos revelados sobre esos asuntos se han demostrado ciertos.

No hay mejor recurso para calibrar la catadura democrática de un Gobierno que revisar su posición ante la prensa. El primer instinto de un autócrata es el de controlar los medios. Los regímenes autoritarios sencillamente prohíben la crítica y encarcelan a los periodistas. Pero también en las democracias se han producido en los últimos años ataques a los medios de comunicación con la intención de impedirles el cumplimiento de su función social. Donald Trump asentó su primer triunfo electoral en la deslegitimación de los periódicos que le criticaban, de tal forma que los votantes no dieran credibilidad a las noticias que publicaban contra él. Algo de eso se esconde detrás del paquete de medidas llamadas “de calidad democrática” anunciado por el Gobierno español. Ni siquiera es preciso que esas medidas sean finalmente aprobadas por el Congreso y entren en vigor; basta con sembrar dudas sobre los contenidos de los medios críticos con el Gobierno, basta con convencer a los posibles votantes del partido que dirige Pedro Sánchez de que lo que se publica en su contra puede ser uno de esos bulos que dice querer combatir, para que el objetivo de este plan se vea cumplido. El perdedor, sin duda, es el ciudadano, que se queda sin el instrumento que más necesita para formarse una opinión independiente y bien sustentada con la que tomar sus propias decisiones con verdadera libertad.

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