En un frío invierno de 1077, Enrique IV pasó varios días bajo la nieve esperando el perdón del Papa, recluido en Canossa. Aunque la retirada de la excomunión al emperador no terminó con los problemas de las investiduras, Böckenförde aprovecha la fecha para datar la secularización de la esfera política, solo consumada tras las guerras de religión y la Revolución francesa. Ahora bien, lo que Gregorio VII interpretaba como una victoria frente al poder político, que aguardaba congelado a la puerta de la fortaleza italiana, se volvió al cabo del tiempo en su contra, pues condicionó para siempre la influencia de la Iglesia sobre la autoridad civil.
La historia, sin embargo, no ha recibido una interpretación unánime. Böckenförde sostuvo que el Estado moderno surgió como contestación al orden cristiano medieval, de base religiosa. Y es en este libro, donde afirma aquello de que “el Estado liberal secularizado vive de prerrequisitos que no puede garantizar”, una frase cuya interpretación no solo originó el encuentro entre Habermas y Ratzinger en la Academia Católica de Baviera, en 2004, sino que sobrevuela como un efluvio discutible las controversias acerca de la laicidad y neutralidad del Estado. Hemos tenido que esperar hasta hoy para percatarnos, sin embargo, de que Böckenförde –magistrado, por cierto, durante más de una década del Tribunal Constitucional alemán y que falleció en 2019– no quiso con su afirmación poner el dedo en la llaga de la falta de fundamentos del Estado.
De hecho, a pesar de las reflexiones del entonces cardenal Ratzinger, lo que hace el jurista alemán es reivindicar una comprensión laica y autosuficiente del Estado moderno; para Böckenförde, este surge a medida que la competencia eclesiástica se retrae, despejando la atmósfera profana. Cierto es que la comunidad política, al perder el sustento religioso, busca sucedáneos, como la nación o valores más o menos neutrales, pero precisamente el triunfo de la política liberal consiste en el compromiso inextricable con la tolerancia y los derechos humanos. Que esta base sea débil o escasa es un peligro, pero asegura la victoria sin cortapisas de la libertad.
La precisión con que Böckenförde busca la débil sustentación del Estado de Derecho y el constitucionalismo es digna de elogio y merece ser repensada; más parcial se antoja que en el desarrollo de su tesis no mencione otras estrategias exegéticas; por ejemplo, se ha dicho siempre que la doctrina de la separación entre lo religioso y lo secular se halla explícitamente recogida en el Evangelio. Por otro lado, cabe entender la transición al Estado no tanto como una secularización de la política, sino más bien como una sacralización de lo temporal, una vuelta al paganismo, es decir, a etapas en las que el poder quedaba investido de un aura sobrenatural.
Con su carácter controvertido, este ensayo –que se complementa en esta edición con el extracto de una entrevista al autor– ayuda a comprender hasta qué punto resulta decisiva la postura que se adopte hacia la religión y el poder, y las consecuencias que de ella se derivan para la libertad y el ejercicio de los derechos. Quien piense que la laicidad es algo que solo afecta a los musulmanes que llegan a nuestras costas o a los que aspiran a colocar un crucifijo en la escuela simplemente está equivocado. Atañe a todo ciudadano, con independencia de sus convicciones más profundas.
Ahora bien, es indudable que el creyente –y, concretamente, el cristiano– tendrá que reflexionar sobre su papel en la esfera pública a la luz de las propuestas de Böckenförde, quien deja claro que la contribución más importante del cristianismo, en términos políticos, es precisamente la que le conmina a defender hasta extremos heroicos su libertad, pero también la de los demás, incluida –y sobre todo– la de quienes no creen.