Sí, es gratis: guarda silencio y quítate la gorra

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Iglesia y Torre de los Clérigos, Oporto (Foto: António Amen)

La iglesia de los Clérigos es una maravilla barroca en Oporto, y su esbelto y ornamentado campanario fue durante muchos años para Portugal, en altura, lo que el Empire State para EE.UU. La demorada cola para subir sus más de 200 escalones exige algo de paciencia, por lo que, visto que se acerca el mediodía y se anuncia un concierto de órgano en el templo para esa hora, optamos por priorizar la música –nuestras rodillas, cuádriceps y gemelos, también melómanos empedernidos, celebran nuestra decisión–.

Una nota: el concierto, así como la visita a la iglesia, son gratis, a diferencia de la subida al campanario. Y gratis es palabra mágica. Un ábrete, sésamo del que pocos pueden sustraerse: si se hubiera anunciado que a los asistentes al concierto se les embadurnaría con miel y se les emplumaría –“¡pero gratis, eh!”–, la sala se hubiera repletado de todos modos. Ya si le hubieran puesto un mínimo precio –dos euros, por decir– no sería lo mismo: la miel atrae a los insectos, las plumas cosquillean, y la música de ese tal Johann Sebastian que está enterrado bastante lejos de aquí hace casi tres siglos no figura “en el top ten de lo más”.

Pero es gratis. Así que todos para adentro.

Se incluye la cincuentona italiana con sus tres hijas que lanzan risotadas justo detrás de mi oreja izquierda, por lo que nos cambiamos a tres bancos más adelante.

También está aquel joven matrimonio de apariencia nórdica, con su hijo de unos 10 años que, entretenido con el móvil, se va resbalando más y más en el banco hasta quedar en posición casi horizontal, por lo que levanta las piernas y las reposa en el espaldar del banco delantero. Los padres ni chistan: se hacen, literalmente, los suecos.

Se sienta igualmente una joven familia española. Uno de los hijos, ya casi de 20 años, apunta al altar, a la imagen coronada que lo preside, y pregunta a su padre si se trata de algún personaje noble, un conde, un príncipe o algo así. “Espera, voy a la Wikipedia…”, le dice, y da pronto con la respuesta. “Es Nuestra Señora de la Asunción”.

Así está el ambiente en los bancos, mientras el organista, en un balcón a la derecha sobre el presbiterio, continúa la solemne ejecución. La escena da para mucho: los turistas siguen entrando al templo y deambulando por la nave central y por los laterales como si se tratara de un bulevar. Varios de ellos sin quitarse las gorras de béisbol o los sombreritos de tela; alguno en camiseta, conversando, mirando sin ver, oyendo sin escuchar, el móvil en la mano, haciendo fotos sin contemplar previamente los detalles de lo enfocado, de las figuras celestes y terrenales de los retablos, de las narraciones “traducidas” en ébano o ácana… El personal camina, ronda, y nadie hace una reverencia al altar cuando pasa junto al presbiterio.

Sucede como ante la cabeza de Kukulkán en Chichen Itzá, o como entre las esculturas del Museo de la Acrópolis ateniense. ¿Acaso hay, estrictamente hablando, algo de sagrado en ellos? Nada. Aquel pájaro-serpiente de mirada terrible y esta diosa Niké calzándose una sandalia son huellas en piedra de antiguos mitos. Solo caliza gris y mármol blanco, aderezados, gracias al cincel, con mera fantasía. ¿Hay que descubrirse y mostrar reverencia ante una leyenda? Un arranque de emoción puede empujar a hacerlo, pero no porque el turista olfatee que hay realmente un dios por todo aquello.

En la Iglesia de los Clérigos de Oporto, en cambio, sí que lo hay. Y también en la Basílica del Pilar de Zaragoza, donde una vez pedí cortésmente a un turista que se quitara la gorra y me miró como si le hablara en tagalo. Y en otros muchos templos de gran interés artístico, abiertos tanto al culto como a las visitas turísticas, en los que puede decirse que algunos entran con menos tela encima que los miembros de una peña de samba en Río de Janeiro.

Claro que esto no va de metros cuadrados de tela, ni de por-favor-quítese-la-gorra-señor-mío: va de cómo la pérdida del sentido de lo sagrado nubla la vista y tapona los oídos del alma –si el órgano de una iglesia está inundándola de notas de una partitura de Bach y tú sigues dale que te pego con el WhatsApp  o el Candy Crush, entonces sí: los tienes taponados–. Va de cómo, ante nuestros ojos, los signos de una religión que ha informado el carácter de Occidente, dignificado a la persona y contribuido a humanizar a la sociedad se vuelven, sencillamente, arqueología cruda, material para fotos chachi. Un descuido del vigilante y cualquiera garabatearía en el borde de un retablo (como lo han hecho en las almenas del Alcázar de Segovia o en las columnas del Coliseo): “Yeyo estuvo aquí”, porque, total, las figuras de apóstoles, mártires y ángeles “son solo muñequitos pintados”.

Y acto seguido seguiría zapateando por la nave central, sin tener la más remota idea de que su libertad, su prosperidad y su paz están de alguna misteriosa y recóndita manera conectadas con el credo que ha inspirado al escultor, al arquitecto del templo y de su magnífica torre, y al autor de ese Pasacaglia y Fuga que a él le suena, sencillamente, a aburridísima “música de muertos”.

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