“Tengo una memoria de elefante”, “no se me olvida nada de nada”, “tengo una memoria fotográfica”, “lo recuerdo todo perfectamente, como si hubiera sucedido ayer…”. Es evidente que tener buena memoria tiene grandes ventajas. Aquellos que la tienen suelen enorgullecerse de ello. Lo ven como un signo de distinción, inteligencia y buena capacidad cognitiva. No les falta razón: la amnesia es uno de los síntomas precoces de la demencia tipo alzhéimer.
El problema no es tanto tener buena o mala memoria, sino analizar qué es lo que uno recuerda. Aunque no seamos capaces de darnos cuenta, aunque no podamos recordarlo, muchos de los recuerdos de nuestra infancia no son verdad. Déjenme que les cuente una anécdota personal: le pregunto a una de mis hijas que qué es lo que más le gusta de la Navidad. Me dice que es cuando toda la familia baja a la calle, hacemos grandes bolas de nieve y construimos muñecos a los que les ponemos botones en el pecho y zanahorias como nariz. Le digo que eso no ha sucedido jamás, porque en Granada hace muchos años que, por desgracia, no nieva en la calle, pero ella me dice que lo recuerda perfectamente, que es a mí a quien se me ha olvidado. Y esto me hace pensar: ¿Qué otros recuerdos de mi niñez serán verdad?
Hoy en día, los neurocientíficos saben que la memoria y la imaginación residen en la misma región del cerebro, de tal forma que, cuando evocamos algún recuerdo, al tener lagunas, lo rellenamos con productos inventados. Tapamos los huecos con aquello que nos hubiera gustado que pasase. A esa capacidad, que todo ser humano tiene más o menos desarrollada, la llamamos fabulación. En algunas personas está altamente amplificada. La literatura nos habla de muchos personajes que vivían de sus creencias inventadas: el Barón de Munchausen, Tartarín de Tarascón, por no hablar de nuestro querido Quijote. En algunas personas esto sucede en un grado extremo: cuanto más desagradable es la realidad de la que queremos huir, mayor será el mito que nos tendremos que inventar. Ese es el origen psicopatológico que tienen algunos delirios mitómanos o narcisistas: creerse lo que nunca fue para escapar de lo que me ha tocado vivir, o para que los demás crean que somos lo que nunca llegaremos a ser.
Podríamos decir que todos podemos caer más o menos en este error. Es habitual que se nos acuse de ser unos fantasmas o de tirarnos de la moto cuando contamos determinados acontecimientos de nuestra vida. Tampoco creo yo que haya mayor problema en ello. La realidad pura y dura suele ser bastante cruda y poco divertida. Edulcorar la realidad, exagerarla o llenarla de detalles que jamás ocurrieron es la base del chiste y del monólogo. La persona con capacidad cómica es aquella que tiene el don de contar un suceso cotidiano rellenándolo de detalles divertidos. Si quieren un buen ejemplo escuchen cómo el Monaguillo cuenta anécdotas personales en la tertulia de El Hormiguero con gran éxito de audiencia.
Hasta aquí ningún problema, pero esta capacidad para la invención, esa capacidad para evocar, transformar, alterar, modificar o desfigurar la realidad puede teñirse de tintes dramáticos en determinadas personalidades enfermizas, especialmente en aquellas que englobaríamos dentro de las neurosis. En vez de recordar todo lo bueno que nos ha pasado en la vida, en vez de traer a la memoria, una y otra vez, la anécdota graciosa, el evento extraordinario, el viaje que nos cambió la vida, hacen exactamente lo mismo, pero al revés.
Son aquellas personas que solo cuentan desgracias. Su vida está repleta de sucesos nefastos. Te lo repiten hasta la saciedad. Tienen una capacidad infinita para recordar con todo lujo de detalles esa situación que las sacó de sus casillas. La temática suele ser parecida: el desengaño amoroso, la traición del amigo, la estafa económica, la tragedia familiar tras el reparto de la herencia. Traumas catastróficos. Conjuras judeomasónicas. Apuñalamientos masivos que dejarían a Brutus a la altura de aprendiz. Recuerdo una paciente de 78 años que me contaba una y otra vez lo mucho que había sufrido en el colegio porque sus compañeras le decían que tenía sobrepeso. También recuerdo un matrimonio que escribió con todo detalle lo mal que se habían portado sus hijos. Y todas las Navidades leían palabra por palabra el mismo texto, no fuera a ser que se les olvidase. Es como un barco que se ha quedado anclado en el puerto y no puede avanzar. No puede enfrentarse a la realidad. Es como querer conducir un coche mirando continuamente por el retrovisor.
Por mucho que uno intente cambiar de conversación, por mucho que uno insista en la necesidad de pasar página, el paciente vuelve erre que erre a lo mismo, y vuelta la burra al trigo, pues parece que el único sentido que tiene quedar con él es que se desahogue, hasta el infinito y más allá, de ese suceso que vete tú a saber si realmente llegó a ocurrir alguna vez.
No caigamos en el error del principiante. Algunos amigos y familiares creen que, si dejan que el otro se explaye, si permiten que nos cuente todo una y otra vez, acabará por superarlo. La experiencia nos enseña que es más bien al contrario. En los traumas neuróticos una repetición es más que suficiente y debemos hacerle ver, con cariño y con firmeza, que debemos cambiar de tema si realmente quiere superar el problema. El rencor suele ser muy mal compañero de viaje. El perdón y el olvido son almas gemelas a las que les gusta ir cogidas de la mano en el camino de la vida.
Ahora se entiende bien la definición que hace mi querido tío, Enrique Rojas, conocido psiquiatra y divulgador: “La felicidad consiste en tener buena salud y mala memoria”. Tengamos muy buena memoria para todo aquello que nos alegra, que nos hace sonreír, nos llena de esperanza, nos hace mirar el pasado con una mezcla de nostalgia y añoranza. Da igual que muchos de esos recuerdos sean inventados; no olvidemos que gran parte de nuestra memoria lo es.
Y a la par, al mismo tiempo, seamos capaces de beber la pócima liberadora del olvido, un brebaje que permite eliminar de nuestra memoria todo aquello que sobra, todos aquellos traumas que solo viven a sus anchas en el interior de nuestra memoria y que convierten nuestro pasado en la peor de las pesadillas.