Tras quedar en primer puesto en la primera vuelta de las elecciones legislativas francesas, el 30 de junio, la Agrupación Nacional (RN) de Marine Le Pen partía como favorita para la segunda vuelta. Pero la llamada a un frente republicano como dique de la extrema derecha determinó sucesivos desistimientos, que cambiaron la mayoría, mientras se animaba el voto en las calles con la arenga del “no pasarán”.
El 30 de junio fueron elegidos ya 76 diputados. En conjunto, la participación fue más bien alta (superó el 66%): se pudo escribir que el voto del miedo venció a la abstención, que había sido el primer “partido” en consultas precedentes. También por esto, en 306 distritos podía darse a priori un balotaje triangular el 7 de julio, además de los casi 200 duelos a dos.
Una consulta muy singular
Se ha conseguido, pero con un éxito menor que en consultas precedentes, dentro del peculiar carácter de estos comicios, mayoritarios, no proporcionales: cada distrito electoral elige un diputado, y en la decisión del elector influye el conocimiento personal de los candidatos y no sólo la ideología, aunque ha acabado imponiéndose, ante el miedo a la victoria de Le Pen. Se despejaron las dudas sobre el apoyo al nuevo frente popular (NFP) por la participación de La France Insoumise (LFI) y, al final, ha sido el bloque con más votos, aunque lejos de la mayoría absoluta, que está en 289 diputados.
Por otra parte, se ha confirmado la tendencia al alza del bloque presidencial, también derivada en gran parte de la fuerte presión contra la RN de Le Pen: había logrado el primer puesto el 30 de junio, con casi el 34% de los votos, dos puntos más que en las europeas, por delante de NFP (28%: inferior a la suma de cada partido en las europeas: 31%) y el campo presidencial (20%).
Ahora, gana el frente popular con 182 escaños (40 más que la precedente coalición de izquierdas); es segundo con 168 el bloque presidencial (pierde 78); y en tercer lugar, RN con 143 (54 más). No desaparece el clásico partido de la derecha (LR), con 45 diputados (14 menos).
No está clara una posible cohabitación
El primer ministro Gabriel Attal, que dirigió la campaña del centro macronista, puso su cargo a disposición del presidente de la República. De momento, Emmanuel Macron no ha aceptado su renuncia, también porque están a la vuelta de la esquina eventos de máxima importancia, como los Juegos Olímpicos de París.
El líder de LFI, Jean-Luc Mélenchon, se ha apresurado a manifestar que, como líder del primer bloque de oposición, debería ser llamado por Macron a presidir un nuevo gobierno. Pero las mutuas descalificaciones no son fáciles de olvidar. Aunque el macronismo haya pasado a segundo grupo parlamentario, tiene más unidad que el NFP, y las diferencias entre los tres grandes bloques en que se divide hoy la Francia no son excesivas. El presidente tiene margen para muy diversas soluciones.
En ese contexto, no se puede descartar la influencia de los republicanos clásicos, que acudieron a las urnas con sus propias siglas, LR: en primera vuelta consiguieron en torno al 7% de los votos, y no dieron consignas para el balotaje (tampoco contaban con una paralela reciprocidad de sus adversarios de izquierda). De hecho, se han recuperado de la maniobra de su presidente Ciotti, que se unió a RN.
La incógnita de futuro sobre el ascenso de RN
El 7 de julio se mantuvo la tendencia a la alta participación, con un 67%. El número de candidatos de RN que llegó al balotaje fue netamente superior al de cada uno de los dos bloques adversos. Eso explica que el total de votos populares sea también más alto, aunque se viera superado en número de escaños. Pero se mantiene la tendencia alcista, hasta ahora contenida gracias al sistema electoral mayoritario. Perdieron en segunda vuelta 154 candidatos de RN que habían quedado primeros el 30 de junio.
Marine Le Pen ha conseguido avanzar en la “desdemonización” de su partido, manifestada en un paulatino crecimiento consulta tras consulta
De ahí que el presidente de la República y el próximo gobierno tendrán que contrarrestar en la práctica las causas que han determinado el avance de RN. Algunos se deben al influjo de sentimientos variados y difusos, que configuran una cierta actitud de rechazo ante lo existente, un deseo de cambio. Pasado el susto, se habla ya de la crisis del presidencialismo de la V República del general De Gaulle, aunque muchos prefieren referirse al modo de encarnar ese sistema en los últimos tiempos.
Emmanuel Macron no tenía detrás un partido sólido cuando fue elegido presidente de la República Francesa en 2017. Suscitó mucha esperanza, en línea quizá con la nostalgia monárquica y bonapartista. Pero poco a poco ha perdido popularidad, junto con la decadencia de instituciones básicas, como los partidos y los sindicatos, que parecen no evolucionar con el tiempo. Tal vez va por ahí la razón profunda de la desconfianza de los ciudadanos que, entre otros efectos, aparece en la disminución progresiva del número de militantes, hasta extremos tristemente significativos. Y a eso se añaden las crisis de la sanidad, de la educación, de los servicios públicos, o de piezas importantes del Estado del bienestar: a pesar de promesas y reformas jurídicas, no cesa la insatisfacción.
Marine Le Pen heredó el partido fundado por su padre en 1971 y lo cambió de nombre, hasta el actual de Rassemblement National. Con palabras y hechos ha conseguido avanzar en un proceso calificado normalmente como “desdemonización”, manifestado en un paulatino crecimiento consulta tras consulta. Además del esfuerzo por la implantación local –importante en el sistema uninominal–, ha sido evidente el cambio de imagen, tendente a la moderación, pero basado en la asunción del malestar ciudadano, especialmente fuera de los núcleos urbanos: las duras críticas al programa de RN aumentaban paradójicamente la fuerza de su discurso, porque les daban la vuelta descalificando la ineficacia de sus contrarios en el poder. Pero al final el frente republicano ha vuelto a frenar los resultados de primera ronda. No está claro que sea suficiente, si no se reduce el nivel de insatisfacción.
El contexto europeo
Algunos invocan los precedentes del cambio en Estados del norte de Europa, como en Austria y Suiza, y más recientemente, en los Países Bajos, donde acaba de tomar posesión un gobierno de coalición entre la extrema derecha –primer partido– y la derecha tradicional. Italia es caso peculiar. También se ha producido una tendencia en parte semejante en los recientes comicios europeos. Pero no se pueden identificar, entre otras razones, porque existen diferencias decisivas entre sus líderes, tanto a consecuencia de la situación de cada país, como por sus fundamentos ideológicos. De hecho, hasta ahora se han distribuido en distintos grupos en la Eurocámara. Y los movimientos recientes de Viktor Orbán aumentan la confusión.
De otra parte, Marine Le Pen –como Giorgia Meloni en Italia– sigue moderando sus gestos y sus discursos, y dan la impresión de haber ganado la batalla de la comunicación, incluso sin acentuar la perspectiva de género: fundamentalmente, porque han marcado la agenda y han colocado a los demás en actitud defensiva, como si se estuviera produciendo un cambio en las fuentes de los “negacionismos”.
El avance de Le Pen coincide con la decadencia de algunos partidos tradicionales, dentro y fuera de Francia
Al disolver la Asamblea Nacional, tras las europeas, Emmanuel Macron dio la impresión de que no estaba dispuesto a renunciar a la agenda. Pero pudo no advertir que los ciudadanos tienen sus propias inquietudes, plenas de problemas reales, que les afectan mucho más que planteamientos teóricos o idealistas. El balotaje ha frenado esa fuerza emergente, pero es preciso ahora ofrecer a los ciudadanos propuestas de futuro positivas, también para encauzar definitivamente la insatisfacción implícita en movimientos como la “manif pour tous”, los chalecos amarillos o la rebelión de los tractores.
El malestar ciudadano cuestiona la identidad de los partidos
No se puede olvidar tampoco la incidencia –aunque sea más psicológica que real– de fenómenos ligados a la falta de seguridad, a la violencia en las barriadas de París o Marsella, a la tensión entre libertades ciudadanas y represión policial, a la percepción de la influencia de las migraciones o a la crisis de laicidad.
De hecho, el avance de Le Pen coincide con la decadencia de algunos partidos tradicionales, dentro y fuera de Francia: los votantes obreros se sienten olvidados por los socialdemócratas; los provida se consideran traicionados por los conservadores; los indignados se alejan de todos; el Orgullo hace honor a su nombre, y divide.
La abstención tendía a ser el primer “partido”. Y han surgido, como manifestación quizá de esa crisis de identidades, candidaturas extremistas, con predominio –por ejemplo, en Alemania– de las tendencias más derechistas, aunque en Francia también la extrema izquierda ha revivido con LFI. No es fácil discernir si se trata de algo coyuntural o permanente. Pero, en un mundo complejo y globalizado –compatible con identidades nacionales, pero no con una concepción absoluta de la soberanía–, probablemente no tengan futuro agrupaciones centradas en objetivos muy básicos y prometedores, pero no enraizados en un planteamiento político general.
Pero, de momento, Emmanuel Macron tiene que decidir quién puede ser su primer ministro, capaz de superar los escollos de una Asamblea Nacional más dividida que nunca. Porque recomponer una cierta mayoría parlamentaria va a ser francamente difícil.