Las claves de la persistencia del régimen iraní

publicado
DURACIÓN LECTURA: 11min.
Las claves de la persistencia del régimen iraní

Ilustración: DigitalAssetArt / Shutterstock

Desde septiembre de 2022 Irán ha vivido una oleada de manifestaciones y protestas cuya chispa inicial fue la muerte en una comisaría de la joven de origen kurdo Masha Amini, arrestada por llevar mal puesto el velo islámico. Desde entonces ha habido unas 20.000 detenciones, han resultado muertos más de 500 manifestantes y 700 han sido procesados y condenados, de los que cuatro han sido ejecutados. Ante la prolongación de la revuelta, no han faltado los pronósticos sobre una posible caída del régimen, ni las percepciones sobre un paulatino principio del fin ante la imposibilidad de contener una amplia marea popular.

También se han efectuado comparaciones con los sucesos de 1978, cuando la presión de la calle, alentada por los partidarios del ayatolá Jomeini, llevó al año siguiente al exilio del Sha y a la proclamación de la República Islámica. Con todo, el régimen, instaurado el 11 de febrero de 1979, parece resistir, como en ocasiones pasadas, al descontento de la calle.

Lecciones de la historia

Hay, sin embargo, una notable diferencia con aquel momento histórico de hace casi medio siglo. El Sha era un gobernante cada vez más aislado. Había caído en la simplicidad de imponer, sobre todo a partir de 1963, un proceso de occidentalización conocido como la “revolución blanca”, con la que pretendía hacer frente a dos enemigos: el clero chií, del que afirmaba que mantenía a Irán en la barbarie, y la amenaza comunista. Proclamaba al mismo tiempo el retorno del antiguo Imperio persa, cuyo 2.500 aniversario celebró con fastos en las ruinas de Persépolis.

En cambio, el Sha dejaba en un plano muy secundario el factor religioso-cultural, sin tener en cuenta que los iraníes estaban más familiarizados con Alí, último de los califas sucesores de Mahoma, que con Ciro el Grande. Esta percepción un tanto simplista era compartida por algunos de los consejeros norteamericanos del monarca iraní, como Kermit Roosevelt, que pensaban que el poder del clero chií disminuiría con la modernización, identificada exclusivamente con la occidentalización. Cabe añadir que el periodista polaco Ryszard Kapuściński recogió en uno de sus libros (El Sha o la desmesura del poder) el estupor del Sha ante las revueltas populares, pues, como tantos otros, aquel gobernante consideraba el progreso material como la culminación de la felicidad terrena.

Pero el rechazo del régimen imperial iraní no se basaba solo en la religión, sino que tenía un fuerte componente nacionalista. La monarquía había ligado voluntariamente su supervivencia al apoyo de Estados Unidos a partir del golpe de Estado que devolvió el poder absoluto al Sha en 1953, dos años después de implantarse el gobierno de Mohammad Mosaddegh, el político reformista que nacionalizó el petróleo iraní.

La dependencia del régimen imperial respecto a Washington terminaría hiriendo el orgullo nacional. De ahí que la clave de la revolución jomeinista de 1979 consistió precisamente en unir el nacionalismo y la religión, algo que evidentemente no pudieron hacer otras fuerzas opositoras al régimen como la clase media liberal y los comunistas. Sobre este particular, escribió Octavio Paz en su obra Tiempo nublado: “Los partidarios de Jomeini están unidos por una ideología tradicional, simple y poderosa, que se ha identificado con la nación misma”. En contraste, los partidarios del liberalismo y del comunismo no habían tenido lo suficientemente en cuenta la cultura y la nación.

¿Democracia en Irán?

Esta reflexión histórica debería ser tenida en cuenta por quienes opinan que las protestas callejeras pueden contribuir a traer la democracia a Irán. Estas opiniones no distinguen adecuadamente entre democracia y libertad, porque si por democracia entendemos partidos políticos, la convocatoria de elecciones y un parlamento, Irán ya los tiene, pues están establecidos en la Constitución de 1979. Pero no es menos cierto que el Líder Supremo de Irán, el ayatolá Alí Jamenei, acumula los principales poderes como jefe de Estado. El presidente de la República, elegido por sufragio universal cada cuatro años, no deja de ser un primer ministro sometido a la supervisión del Líder Supremo. Además, es significativo que el parlamento iraní, elegido por los ciudadanos por un período de cuatro años, tenga la denominación de Asamblea Consultiva Islámica.

Al igual que en algunos países durante la Primavera Árabe, no hay líderes destacados de las protestas en Irán

Formalmente hay una separación de poderes, aunque los derechos y libertades fundamentales, en el sentido occidental de estos términos, y el Estado de Derecho brillan por su ausencia en el escenario político. Los partidarios de la República islámica, pero también los del régimen chino entre otros, alegarían que la democracia tiene unas características nacionales específicas. En este sentido hay que alabar el juicio premonitorio de Octavio Paz de hace cuatro décadas, en el libro arriba citado: “La pretendida universalidad de los sistemas elaborados en Occidente durante el siglo XIX se ha roto”.

En efecto, en el mundo de hoy existen autoritarismos, autocalificados de democracias, pero que rechazan expresamente el título de liberales. Hace unos años, el régimen de Vladímir Putin utilizaba el término de “democracia soberana” para contraponerlo al de democracia liberal u occidental. En el caso de Irán, el régimen jomeinista se mueve en parecidos planteamientos. La soberanía nacional, o más bien estatal, justifica toda argumentación en favor de una pretendida democracia, que no deja de ser un régimen autoritario sui generis, y hace de este tipo de regímenes un ejemplo de “democracias iliberales”, una expresión consagrada hace años por el politólogo estadounidense Fareed Zakaria.

Redes sociales y jóvenes en las protestas

La revuelta iraní guarda un cierto parecido con las revueltas de la Primavera Árabe de 2011 por tener su principal epicentro en las redes sociales. Son acciones de protesta protagonizadas por jóvenes que pretenden perturbar al régimen, acosarlo y llamar la atención en el exterior del país, con llamamientos a manifestaciones y concentraciones difundidas en las redes. Al igual que en algunos países durante la Primavera Árabe, no hay líderes destacados entre los contestatarios. No es, desde luego, un movimiento comparable a la revolución jomeinista de 1979, y sí guarda ciertas similitudes con las protestas de 2009, calificadas de “revolución verde” o incluso de “revolución de Facebook/Twitter”, y que iban dirigidas contra el presunto fraude electoral que arrebató el triunfo en las elecciones presidenciales al candidato reformista Mir Hosein Musavi y proclamó reelegido al presidente radical Mahmud Ahmadineyad.

Entre los que participan en las protestas actuales hay muchas personas comprendidas entre los 15 y los 20 años, que no aceptan las formas de control social y político impuestas por el clero chií. Es un factor para tener en cuenta en un país en que dos tercios de la población tienen menos de 30 años, aunque de este hecho no se puede sacar la conclusión de que necesariamente el régimen se vendrá abajo, tarde o temprano, por la presión de la juventud. Desde hace tiempo se viene diciendo que los jóvenes iraníes son los más proamericanos de todo Oriente Medio. Sin embargo, de un estado de opinión temporal o de unas modas culturales no se pueden hacer vaticinios políticos, pues muchos jóvenes no participan en las protestas, y para una buena parte de los que sí lo hacen, su actitud viene a ser una vía de escape ante la falta de perspectivas personales en lo social y en lo económico.

Algunas de las participantes en las manifestaciones precisan que sus protestas no son contra la religión, sino contra las estrictas disposiciones del clero chií

Hay quien ha calificado a la juventud iraní como los “nietos de Jomeini”: personas que, a diferencia de sus padres, solo han conocido el régimen de la República islámica. Muchos de ellos arremeten contra la hipocresía de sus progenitores, que suelen llevar una doble vida, pues en público aceptan los imperativos sociales y políticos establecidos por el poder, pero en privado no los practican. Además, el hecho de que algunos de esos jóvenes hayan recibido una esmerada educación es otro motivo para que no solo cuestionen el régimen, sino que sus críticas alcancen a la propia religión.

Pero en el fondo, estas posturas son minoritarias porque no estamos ante una revuelta antiislámica. En las protestas se señala sobre todo a las restricciones establecidas por el clero chií. Sería, por tanto, un error, cometido por algunos analistas políticos, afirmar que el debilitamiento de las creencias religiosas puede contribuir a la llegada de la democracia. No tienen en cuenta los factores culturales, la fuerza del nacionalismo y no solo la religión. Es el mismo error cometido por el Sha con su “revolución blanca” de 1963.

El clamor de las mujeres

En los últimos meses se han difundido en redes sociales y medios de comunicación extranjeros imágenes de mujeres cantando y bailando, montando en bicicleta, despojadas del velo y cortándose el pelo en público. “Mujer, vida y libertad” es el eslogan que ha dado la vuelta al mundo en lo que se ha venido en llamar la revolución de las mujeres. En Irán, el 60% de los universitarios son mujeres, pero un título de educación superior no les garantiza un mayor papel en la sociedad, y de un total de 290 diputados solo hay 17 de sexo femenino. Estas parlamentarias no cuestionan el régimen, aunque abogan por reformas que den mayor visibilidad a las mujeres.

En Irán, la occidentalización sigue teniendo la mala imagen de ir asociada a una época de neocolonialismo y dependencia exterior

Por lo demás, algunas de las participantes en las manifestaciones no se olvidan de precisar que sus protestas no son contra la religión, sino contra las estrictas disposiciones del clero chií. Las imágenes de las iraníes con vestimentas occidentales, o de las afganas y otras mujeres de países musulmanes, de las décadas de 1960 y 1970, difícilmente volverán a repetirse, aunque la República islámica dejara un día de existir. En Irán, la occidentalización sigue teniendo la mala imagen de ir asociada a una época de neocolonialismo y dependencia exterior. La combinación de nacionalismo, islamismo y antiamericanismo, que fue el detonante de la revolución jomeinista, sigue estando muy presente.

La geopolítica favorece al régimen

En un ejercicio de imaginación, algunos analistas especulan sobre qué sucedería en Oriente Medio si cayera el régimen islamista iraní, dando por sentado que un nuevo gobierno tendría unos especiales vínculos con Estados Unidos. Habría que subrayar que se trata de un espejismo similar al del “Irak democrático” que surgiría tras la invasión estadounidense de 2003. En los últimos años ha habido en Irak diversas citas electorales, aunque eso no equivale a la existencia de un régimen prooccidental o proestadounidense.

Por otra parte, la amenaza nuclear iraní ha forjado una insólita alianza de conveniencia, que en algunos casos ha conllevado un reconocimiento diplomático, entre Israel, Arabia Saudí y otras monarquías petroleras del Golfo. Esos países árabes, que en 2003 preferían el statu quo del régimen de Sadam Husein porque su caída beneficiaría a Irán, nunca se mostraron entusiasmados por el levantamiento de las sanciones internacionales a la República islámica, tal y como estaba previsto en el acuerdo de 2015, que Donald Trump echaría abajo. El retorno iraní a los mercados del crudo no solo sería una amenaza para el poder financiero de las monarquías petroleras, sino que rompería los equilibrios en el seno de la OPEP.

Además, la seguridad de Israel en el conjunto de Oriente Medio paradójicamente parece estar más “garantizada” con un Irán hostil que con un régimen aliado de Washington. El Irán islamista juega el papel de enemigo común e Israel se siente seguramente más cómodo con su actual distensión con la mayoría de los países árabes, entretejida a la vez de intereses económicos estratégicos, y que han puesto en un lugar secundario la tradicional defensa que el mundo árabe hacía de la causa palestina. Por su parte, Rusia y Turquía tampoco aplaudirían un cambio político en Irán. Moscú perdería un aliado en Siria y un destacado apoyo en el conflicto de Ucrania, y Ankara tendría otro competidor en el tablero geopolítico de la región.

En suma, las protestas iraníes representan las aspiraciones de libertad de amplios sectores de la población, aunque factores internos y externos parecen impedir que vayan a provocar próximamente un cambio de régimen.

2 Comentarios

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.