Ancianos solos: más tristes en España que en Suecia

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La estampa de un jubilado sentado en un banco del parque, conversando por el móvil y tomando el sol, ayuda a figurarse cuánto se ha consolidado el bienestar de una sociedad. Puestos a hacer la foto en Sierra Leona o Chad, donde la esperanza de vida no supera los 50 años, no habría anciano –ni, posiblemente, banco–; únicamente sol. En España, sin embargo, donde hay de los tres, lo que preocupa es que el jubilado esté viviendo solo y sufriendo a consecuencia de ello. 

La Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) ha publicado recientemente la compilación Debates sobre longevidad. Más allá de las pensiones, una serie de informes en los que se aborda el tema del envejecimiento poblacional en España y su incidencia, entre otras áreas, en lo económico general y en el bienestar de las personas que, gracias a la innovación y el desarrollo tecnológico y terapéutico alcanzado en el siglo XX, pueden llegar a edades avanzadas.

Actualmente los españoles exhiben una esperanza de vida de 84 años (ellas, 87; ellos, 80), y los mayores de 65 conforman un segmento poblacional en crecimiento: de los 3,7 millones que eran en 1975, han pasado a ser unos nueve millones, y el pronóstico es que, en 2033, sean 12 millones.

Miradas desde lo económico, son cifras que los expertos repasan con preocupación cuando entran al tema de la sostenibilidad de las pensiones o de la hipotética pérdida de productividad. Algunos de ellos, citados en el informe “Longevidad y nuevo modelo económico productivo”, advierten sin embargo que conviene abstenerse de dar por sentados los potenciales efectos de los cambios en la estructura poblacional por edades según los comportamientos actuales.

“Las sociedades –señala el texto– previsiblemente reaccionarán ante esta nueva situación con cambios institucionales que alteren la estructura de incentivos de los individuos. Es más, la racionalidad económica obligaría a que los individuos, en un escenario de mayor esperanza de vida (…), posterguen sus decisiones de jubilación, con el consiguiente retraso en la edad efectiva de jubilación, especialmente si las reformas en los sistemas de pensiones aumentan el coste de oportunidad de jubilarse de forma anticipada”.

Respecto a la productividad, el documento recuerda que el envejecimiento demográfico no es el único factor que la determina, y que hay otros que podrían compensarla. Así, “no faltan quienes entienden que la revolución en el uso masivo de información, la robotización y los avances en la biogenética podrían ser catalizadores de nuevas fases expansivas y de incrementos en la productividad en la economía mundial”.

Cuestión (también) de expectativas

Pero además de en posibles escenarios socioeconómicos, el compendio de la FAES pone el foco también en cómo se presenta ese futuro para los ancianos, particularmente en el tema de su salud y en su bienestar psicológico.

En “La nueva economía de la soledad: Soledad y salud de las personas mayores”, Guillem López y Marie Beigelman señalan, con datos de Losada et al. (2012), que más del 23% de los ancianos españoles se sienten solos, una proporción que Sanitas y Cruz Roja elevan a entre el 26% y el 30%. Se estima que, en 2018, unos 2,7 millones de mayores de 64 años experimentaban este sentimiento.

Los ancianos españoles con buena salud y que viven solos, tienen cinco veces más tendencia a sufrir soledad que sus pares suecos

Claro que “sentirse” solos no implica que en realidad lo estén –de hecho, muchos viven en residencias o tienen contacto con otras personas mediante las redes sociales–, ni que todos los que viven solos experimenten soledad. Según los autores, 3,8 millones de españoles mayores de 65 años vivían solos en 2018, y un 70% de ellos sí que sufría el no tener compañía.

Por supuesto, dicho sufrimiento no es el resultado automático –ni universal– de la ausencia de alguien con quien hablar o compartir. Se puede verificar en una comparación efectuada por la investigadora Elena del Barrio (2010) con muestras poblacionales en España y Suecia: los ancianos españoles que tienen buena salud y viven solos tienen cinco veces más tendencia a experimentar soledad que sus pares nórdicos.

Otro estudio (Fokkema, De Jong Gierveld y Dykstra, 2011) registra la misma propensión, al comparar casos en varios países del norte y del sur de Europa. En estos últimos, “donde los valores familiares son más fuertes […], vivir solo puede causar soledad, dadas las expectativas sociales que las personas tienen de vivir con sus familias”.

Un amplio rango de perjuicios

Esa soledad más sufrida que deseada le pasa factura al bienestar físico y psicológico de los mayores. Problemas de salud mental, adopción de conductas de riesgo, malnutrición… De todo ello puede haber cuando no se tiene al lado a una persona que ayude al anciano a “corregir el tiro” en sus hábitos, o que esté siquiera para hablar con él y escucharlo.

Los autores citan la investigación efectuada por Shankar et al. (2011) sobre la incidencia de la soledad y el aislamiento social en la adopción de comportamientos nocivos en adultos mayores de 50 años. El estudio arrojó que hay una relación directa entre, de una parte, la soledad y el aislamiento, y de otra, el consumo de tabaco y la falta de ejercicio físico.  

De igual modo, Eskelinen, Hartikainen y Nykänen (2016) constataron un nexo entre la soledad y una insuficiente nutrición. Examinaron una muestra de 573 mayores de 75 años, en Finlandia, y hallaron que aquellos que viven solos se alimentan mal y se sienten peor. El sentimiento de soledad, explican los autores, puede afectar el apetito y la ingesta de nutrientes, lo que provoca un declive del funcionamiento físico o de la función cognitiva. “Para evitar la malnutrición, especialmente entre los mayores, las comidas deben ser un evento social”, dicen.

“La falta de contacto y apoyo humanos tiene consecuencias sobre la salud comparables a las del consumo de tabaco y la obesidad”

Las ramificaciones del problema de fondo –la soledad– son muy variadas. Investigadores como Holwerda et al. (2012) han observado, con una muestra de más de 4.000 ancianos holandeses a los que se hizo un seguimiento de 10 años, que el sentimiento de soledad implicaba un mayor riesgo de mortalidad (más para ellos que para ellas) respecto a quienes no sufrían esa condición. El experto subraya que una mejor comprensión de la asociación entre el sentimiento de aislamiento y la mortalidad “puede ayudarnos a mejorar la calidad de vida y la longevidad, especialmente, de los hombres mayores”.

Pero hay más. En otra investigación, esta vez con más de 2.000 ancianos residentes en Ámsterdam a los que siguió durante tres años, Holwerda percibió una conexión entre la sensación de soledad y el riesgo de llegar a padecer demencia. Por su parte, O’Luanaigh y Lawlor (2008) apuntan que sentirse solo afecta negativamente al descanso nocturno, disminuye las capacidades cognitivas y genera hipertensión y estrés, mientras que Cacioppo et al. (2010) y Losada (2012) advierten en esa situación un factor de riesgo para la salud mental, con la depresión como huella evidente.

“En resumen –señalan los autores del artículo de FAES–, cabe afirmar que la soledad dobla las probabilidades de mortalidad, en particular por razones cardiacas; casi dobla la probabilidad de tener trastornos depresivos y aumenta los riesgos de trastornos de demencia en aproximadamente un 60%. Al final, la falta de contacto y apoyo humanos tiene consecuencias sobre la salud comparables a las del consumo de tabaco y la obesidad”.

Con todos estos datos en la mano, y con el cálculo de que la proporción de ancianos españoles que viven solos aumentará del 8,2% actual al 12% en 2050, López y Beigelman estiman que la administración pública debe trabajar para que los cuidados a los mayores graviten de los hospitales al hogar. Y ya que estarán ahí, “solos y expuestos a la soledad”, será necesario que las políticas de salud hagan de la lucha contra la soledad un objetivo de primer orden.

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