Resultan de interés sin duda los ensayos que se detienen a analizar los efectos culturales de la revolución digital. Este de Richard Watson es quizá uno más entre esos ensayos, si bien su relevancia se apoya en la cuidada y amplia documentación de informes provenientes de universidades y centros de análisis anglosajones.
El autor es un gurú de la previsión estratégica y del diseño de escenarios futuros. En su libro describe la situación actual y prevé un futuro protagonizado por generaciones de screenagers, digitales nativos que han nacido y están creciendo en la cultura de la pantalla.
Watson no es de esos que tan solo asustan describiendo apocalípticos escenarios de estupidez y frivolidad cibernética. Su preocupación por las carencias que conlleva ese hábitat cultural, que está renovando la “instalación eléctrica de nuestros cerebros”, no concluye en el mero diagnóstico de la enfermedad. Aconseja un tratamiento inteligente y práctico basado en la “dieta digital” y en un elogio decidido de la lentitud reflexiva y el sosiego.
A lo largo del libro queda claro que las tecnologías digitales no son malvados engendros. Como siempre ocurre, es el usuario el que las vuelve buenas o malas. Watson critica sobre todo las actitudes acomodaticias de quienes emplean las nuevas tecnologías desde la poltronería intelectual. Incluye entre ellos, por ejemplo, a aquellos que creen que la memoria es Google; a los que se cobijan en las redes sociales para ocultar sus deficiencias en el contacto humano; a quienes se gustan en el elogio fácil, omnipresente en las redes o que se contentan con fáciles explicaciones en un mundo informativo digital que ignora el contexto.
Original y sugerente es la idea de promover una dieta digital. Estará destinada a perder kilos de urgencias, distracciones y ansiedades propias del comportamiento hiper-comunicativo on line.
Pero no vale con eso: a la dieta baja en calorías hay que sumar el ejercicio de habilidades para gobernar serenamente la capacidad de atención, destrezas que son sin duda facilitadoras del pensamiento significativo. Quizá esta sea la principal virtualidad de la obra de Watson: presenta todo un abanico de medidas destinadas a hacer de los escenarios habituales, conquistados en los últimos tiempos por los aparatos tecnológicos, espacios para el pensamiento profundo.
Una de esas medidas es sin duda una cierta ascesis de desconexión digital, pero las recomendaciones de Watson van más allá: desde la organización de espacios arquitectónicos –hay que recuperar los porches, dice Watson, y no se refiere a los deportivos–, al replanteamiento de las rutinas propias del descanso –escucha música que nunca has oído, paséate por lugares nuevos y conversa con gente que no conoces–, pasando por la recuperación de los “terceros lugares” (terrenos intermedios que habitamos cada vez con más frecuencia y que no son ni el hogar ni el trabajo) para la práctica cualificada del arte de la conversación.