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Prestigio

TÍTULO ORIGINALKudos

CIUDAD Y AÑO DE EDICIÓNBarcelona (2018)

Nº PÁGINAS224 págs.

PRECIO PAPEL18,95 €

PRECIO DIGITAL9,99 €

GÉNERO

He leído recientemente, y seguidos, A contraluz, Tránsito y Prestigio, tres relatos de autoficción de la canadiense Rachel Cusk (1967). El orden es importante porque, aunque son libros que se pueden leer de forma independiente, si hubiera empezado por Prestigio –que tiene un desenlace áspero y deja un sabor de boca más amargo– no hubiera leído las primeras. En cambio, al haber comenzado por A contraluz –una magistral lección de literatura– sentí mucho interés por las dos siguientes.

La narradora, una escritora con igual vida personal, familiar y profesional que la autora, no tiene nombre en la primera novela y se la llama Faye a partir de la segunda. En A contraluz cuenta un viaje a Grecia de una semana para dar unas clases de escritura creativa a un grupo de alumnos y habla, también, de su compañero de vuelo, con el que queda en Atenas dos veces, y de amigos con los que se ve allí, que a su vez le presentan a otros amigos.

En Tránsito, ya en Londres, varios capítulos hablan de la compra y las obras de reforma de un apartamento en el que piensa vivir después de que se ha separado de su marido; otros presentan su estancia en un festival literario, y en otros se menciona su trato con otros amigos.

En Prestigio no faltan tampoco conversaciones con alumnas y con amigos, pero el acontecimiento que ocupa más páginas es su estancia en un nuevo festival literario, en otro país, y las conversaciones que tiene allí. En los tres libros, en medio de las actividades de la narradora, irrumpe cada poco uno de sus hijos que la llama por teléfono pidiéndole ayuda para algo.

Aunque los acontecimientos siguen las actividades de la narradora, esta deja hablar, y muy extensamente, a quienes conversan con ella para exponerle sus vidas, sus problemas y sus opiniones con detalle. En esas charlas, la narradora de vez en cuando interviene para replicar algo o hacer alguna observación. Este ocultamiento de sí misma, muy claro en el primer libro y en el segundo, es menor en el último. Lo más característico de los tres, lo que justifica los muchos seguidores de Cusk, es la inteligencia literaria que demuestra: sus libros están organizados para mostrar las formas de observar el mundo, de un escritor como ella y de todos, y así señalar las limitaciones que tiene un narrador que quiera expresar la realidad, enseñar en qué forma se construyen los personajes de una historia, explicar cómo mostrar lo que se desea sin enfatizarlo y sólo contando acciones que ponen de manifiesto lo que interesa subrayar.

Además, como la narradora está inmersa en el mundo literario, son muchas las observaciones respecto a otros escritores, editores, etc. Así, en A contraluz, su amigo Paniotis le habla de una escritora que, le dice, “se ha erigido en una especie de portavoz de las mujeres que sufren en general, y no solo en Grecia sino también en otros países que se han interesado por su obra”. Otro escritor con el que comparte una mesa redonda, en Tránsito, dice de sí mismo que “se había vuelto un yonqui de los festivales”, que, “para ser sinceros, él daría charlas hasta en la fila del supermercado. La atención era algo de lo que nunca se cansaba”. En Prestigio la narradora hace que hablen algunas escritoras feministas desabridas y el libro termina demasiado impregnado de sus quejas contra la opresión que, según ellas, sufren “las mujeres” en su país.

Recorren las tres novelas reflexiones, a veces contradictorias, sobre si las cosas tienen sentido o sobre si el sentido lo ponen los escritores al contarlas. En Prestigio la narradora le dirá a un interlocutor que, aunque la historia que le cuenta “insinúa que las vidas de las personas podían regirse por las leyes de la narración literaria, y por todas las ideas de justicia y reparación que esta defiende, en realidad era su interpretación de los hechos lo que creaba esta ilusión”. También abundan las consideraciones sobre la libertad, una libertad entendida siempre como libertad de acción y no como libertad para un fin.

Prácticamente todas las personas que aparecen tienen vidas familiares rotas que no saben cómo reconstruir, y cuando una mujer manifiesta su indignación por las penalidades y las tiranías de la maternidad, parece apreciarse que la misma narradora, aun siendo amable y cariñosa con el hijo que la llama, parece plantearse así las cosas. Nadie formula nunca, expresamente, la felicidad de vivir para los demás, la felicidad como consecuencia de olvidarse de uno mismo: al final, los libros dejan la impresión de un extraordinario cuadro hiperrealista de una determinada y bien elegida superficie de nuestra sociedad.

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