Yang Jiechi, ministro chino de Asuntos Exteriores, exponía en la Conferencia de Seguridad de Munich el pasado 5 de febrero, las directrices de la política exterior de su país en una intervención bajo el título de “Una China cambiante en un mundo cambiante”. De sus palabras se puede llegar a la conclusión de que la China actual no supone una ruptura con el pasado. La República Popular tiene sesenta años de existencia. Treinta de ellos se inscriben en la ortodoxia comunista de Mao. Los otros treinta corresponden al socialismo de mercado instituido por Deng Xiaoping.
Podríamos decir que los dos períodos suponen una estrategia, primero, de repliegue y luego de expansión. El gran cambio, que es de alcance milenario, ha sido la apertura de China al mundo, pero es fruto del pragmatismo, de la adaptación a un escenario global surgido en las últimas décadas del siglo XX. De ahí la sed de desarrollo económico del gigante chino. Ser la segunda potencia económica del mundo esconde, sin embargo, el doloroso contraste de una renta per cápita de 3.000 dólares que sitúa a China en el puesto 104 del ranking mundial. Mas el mensaje del ministro es que el ascenso chino no es tanto una amenaza como una oportunidad para los países desarrollados. Un mayor grado de desarrollo permitiría a China un mayor protagonismo, y mayores responsabilidades, en la escena internacional. Se trata del famoso “ascenso pacífico” de China que busca no inquietar ni a sus vecinos asiáticos ni al mundo, pero que, en definitiva, persigue estar entre los primeros puestos de las potencias mundiales, casi a la par con EE.UU.
El discurso internacional de China ya no habla de paz y socialismo, como en los viejos postulados marxistas-leninistas, sino de paz y desarrollo. Thierry Wolton, especialista de los sistemas comunistas, comparaba en un artículo de Le Monde (15-01- 2010), a la China actual con la URSS posterior a Jruschov, en la que unas estadísticas infladas ocultaban el fracaso del régimen en sus intentos de superar a Occidente. Esta estrategia de marketing era alimentada además por la credulidad occidental, dispuesta siempre a creer en las intenciones pacíficas del adversario, bien fuera para tranquilizar su buena conciencia o sus buenos negocios.
La sovietomanía de entonces ha sido superada por la “chinomanía” de hoy, aunque Wolton expone los talones de Aquiles de la China actual: obsolescencia de una parte de su aparato industrial, discriminación social, inflación, envejecimiento de la población, catástrofes ecológicas… Algunos de ellos también los tenía el socialismo soviético. ¿Habría que sentarse, entonces, a esperar la quiebra del sistema, como sucedió en la URSS de Gorbachov? No es tan sencillo. China no es un régimen comunista más. Por mucho que el Manifiesto comunista dogmatizara afirmando que “los proletarios no tienen patria”, Lenin y Stalin no creyeron en ese dogma. Menos todavía Mao, Deng y sus sucesores. No se entenderá nunca el comunismo chino, el maoísta o el actual, sin el nacionalismo.
Es frecuente que algunos periodistas occidentales acostumbren a escribir que la China contemporánea es una regresión comparada con la maoísta y que incluso están volviendo los “señores de la guerra”, que caracterizaron las primeras décadas de la república que cumple este año su centenario. Tampoco entienden que la supuesta rigidez ideológica de Mao estaba al servicio del interés nacional de convertir a China en gran potencia en Asia y en el mundo, y transformar en un paréntesis el siglo de humillaciones infligidas por las potencias occidentales y por Japón.
Armonía y multilateralismo
Los dirigentes actuales, empezando por el presidente Hu Jintao, proclaman en sus discursos la necesidad de una “sociedad armoniosa”, algo que evoca las viejas enseñanzas confucianas de “armonía sin uniformidad”. La armonía es la expresión del equilibrio en la sociedad y quien mejor la encarnaría es un Estado autoritario y benevolente con sus súbditos, paradigma que ha sabido encarnar el próspero microestado de Singapur, donde convive la armonía confuciana de familia, sociedad y “despotismo blando”.
La armonía en China se aplica a todo: a la unidad necesaria para tener fuerza y poder, lo que se ajusta muy bien al nacionalismo chino; a las relaciones internacionales que entienden el mundo como un sistema de equilibrio entre las grandes potencias; a la ausencia de desacuerdos que justifican el control social y político por parte del Estado en caso de falta de “armonía”… Al final puede darse una forma de entender la armonía que atente contra los derechos de la persona, lo que indirectamente supone aceptar que estos derechos no son de alcance universal.
La perspicacia de comunistas chinos como Deng Xiaoping, que en otro tiempo fueron acusados de “derechistas”, supo entrever el horizonte de la globalización, que pondría fin a una sociedad internacional polarizada en bloques ideológicos. Quedó una única superpotencia, pero los demás competidores se apuntarían al multilateralismo, entendido también éste como rechazo de la visión mesiánica del mundo que hacía excesivo hincapié en la democracia y los derechos humanos como instrumentos necesarios para alcanzar la paz y la seguridad.
En este contexto, la única democracia aceptable es la igualdad entre los Estados soberanos, con el respeto de los valores de todos los sistemas políticos y la no interferencia en sus asuntos internos. En esto coinciden Rusia y China en nuestros días: en la orgullosa reafirmación del principio de la soberanía de los Estados. No cabe duda que éste es uno de los principios de la Carta de las Naciones Unidas, pero también lo era en el escenario internacional del siglo XIX, el del concierto entre las grandes potencias, mucho antes de que surgiera la primera organización de ámbito universal.
La asociación estratégica entre China y EEUU
La autoafirmación china ya no pasa por el aislamiento ni por la desconfianza hacia los foros regionales. Ni siquiera la presencia de EE.UU. en Asia y el Pacífico es criticada, como en tiempos pasados, por ser un poder foráneo. Después de todo, los norteamericanos son el principal socio comercial de los chinos y su relación financiera es la más importante del mundo. El mayor acreedor de Washington es Pekín, que a finales de 2009 debía poseer más de 700.000 millones de dólares en bonos del Tesoro. Interesa no poco a China que la recuperación económica sea una realidad en EE.UU.
Ese realismo económico lleva a algunos analistas como George Gilder a pedir a la Administración Obama no exasperar a los chinos (Wall Street Journal 4-2-2010). La asociación estratégica entre EE.UU. y China, que representa el núcleo del capitalismo global, no debería sufrir por objetivos considerados secundarios, como el debilitamiento del dólar, el libre acceso a Internet o las negociaciones sobre el calentamiento global. Gilder considera que EEUU ya tiene suficientes problemas con Irán, Venezuela o Corea del Norte.
No es de los que se mostrarían entusiastas con decisiones recientes de Washington como vender armas a Taiwan o recibir al Dalai Lama. Pero si estas decisiones responden a criterios de oportunidad política, al menos deberían quedar en la categoría de los “conflictos blandos”. Así los califica un analista chino, Wang Wangzheng, en China Daily (4-2-2010), al advertir que la ideología occidental no es adecuada para construir unas buenas relaciones bilaterales. Esa ideología es tan sólo una burbuja, que puede reventar del mismo modo que la crisis financiera. Otro ejemplo de la superioridad de la que se siente investido el nacionalismo de una potencia emergente.
Alimentando el nacionalismo
Frente a lo que se afirmaba en los años inmediatos de la posguerra fría, hay muchos indicios para pensar que en el mundo del siglo XXI no todo puede reducirse a geoeconomía. La geopolítica vuelve por sus fueros y en ella son importantes los nacionalismos y el poder militar. Se nos ha dicho que la política exterior china se basa en el “ascenso pacífico”, y que los chinos serían los primeros perjudicados si adoptaran una política militarista generadora de conflictos, en especial con sus vecinos asiáticos. Este es un análisis excesivamente racionalista, aunque olvida que la política exterior tiene también un carácter emocional y que la efervescencia de un nacionalismo herido, apegado a los agravios históricos alimentados en las escuelas, puede traer serias consecuencias. China no debería ser contemplada sólo como un lugar de oportunidades de negocio, y tampoco las ilusiones multilateralistas, especialmente alimentadas después de la presidencia de Bush, tienen que impedir una visión más profunda de lo que en China se piensa de puertas para adentro.
Sin ir más lejos, uno de los best sellers internos más destacados de 2009 fue Unhappy China, escrito por cinco autores que defienden una política de mayor firmeza hacia Occidente. Uno de ellos es Song Qiang, que en 1996 contribuyó a la aparición de otro libro de similares características, China Can Say No. Este analista político tiene muy presentes las protestas a lo largo del recorrido de la antorcha olímpica, las quejas de los países occidentales por la contaminación originada por China o la negativa de esos mismos países a compartir tecnología estratégica.
Song Qiang es de los que creen que si China hubiera sido la primera superpotencia, la crisis financiera, con todo su repertorio de fraudes, no hubiera tenido lugar, pero si se ha producido es porque EE.UU. es la única superpotencia. En el libro se rechaza además la política monetaria de Washington que perjudica a la deuda pública americana en manos de los chinos y, por supuesto, no faltan critícas al apoyo estadounidense a Taiwan, concretado en la venta de armas y que ha supuesto la reciente congelación de la cooperación militar entre Pekín y Washington.
Lo cierto es que China no se conforma con ser la segunda potencia económica mundial, desplazando a Japón y Alemania. Su visión estratégica nunca fue la de los gigantes económicos como Alemania y Japón, que, sin embargo, eran enanos políticos. Si China fue el Imperio del Centro durante siglos, es comprensible que quiera recuperar posiciones con este régimen posmaoísta de “emperadores colegiados”. Sus dirigentes miden las palabras para no emplear expresiones tan virulentas como las de los autores de Unhappy China, que, después de todo, se limitan a afirmar sin tapujos que el potencial económico ha de ser usado para alcanzar la hegemonía política.
Es el nacionalismo lo que alimenta la firmeza china en los foros internacionales. Pero la firmeza no es suficiente si se busca aparecer como un modelo de liderazgo. No basta con el ejemplo de quien sabe defender sus intereses en la escena internacional ni con el de las estadísticas que muestran mejoras en las condiciones de vida material. Falta la dimensión humana y aunque no quieran creerlo, éste es el punto débil de aquellas potencias, como China, que elevan a la categoría de dogma el principio de la soberanía de los Estados.