Al cumplirse cuarenta años de los primeros contactos diplomáticos secretos de la Administración Nixon con la China de Mao, que desembocaron en la visita del presidente norteamericano al país asiático, el ex secretario de Estado, Henry Kissinger, ha publicado un voluminoso libro, On China (1). En él reflexiona sobre la historia reciente de este inmenso país, evoca sus encuentros con sus dirigentes y expone sus puntos de vista sobre el presente y el futuro de las relaciones con la potencia asiática.
Kissinger es un reconocido estudioso de las relaciones internacionales, perteneciente a la escuela de un realismo clásico que considera que el sistema de equilibrio entre las potencias es indispensable para la paz y la seguridad internacionales. Es el planteamiento de su admirado canciller Metternich, el artífice del Congreso de Viena y del Concierto de las Naciones, que alejó del continente europeo el riesgo de una conflagración general hasta 1914.
Este tipo de realismo vuelve a estar en el primer plano de las ideas con ocasión del papel desempeñado por las potencias emergentes en el mundo actual, que a la vez coincide con la crisis de las organizaciones internacionales surgidas tras la II Guerra Mundial. El multilateralismo ciertamente no ha muerto, pero sí sus connotaciones utópicas supuestamente superadoras de las soberanías estatales. Antes bien, la reafirmación de algunas de esas soberanías vuelve con nuevos bríos en el siglo XXI. Es desde esta óptica como se debe entender tanto este libro como las ideas de Kissinger.
Confucio y Sun Tzu siguen influyendo
Lejos de limitarse a sus experiencias personales, el autor inicia su libro con un repaso al pasado de China, donde insiste en la continuidad de sus rasgos de civilización por encima de las contingencias de los sistemas políticos. Por ejemplo, Confucio y Sun Tzu son más influyentes que el marxismo-leninismo, aunque los dirigentes comunistas repitan algunas de sus teorías mezcladas con apelaciones al pragmatismo.
En realidad, China nunca dejó de estar influida por el pensamiento de Confucio, referencia de la “armoniosa sociedad”, que desde hace unos años defiende el régimen chino bajo el eslogan de “la gran armonía”. En el confucianismo se defiende un orden jerárquico, en el que cada uno debe saber cuál es su lugar, y en el que la prosperidad del Estado depende del comportamiento individual. Recientemente se ha erigido una estatua al filósofo en la capital china, todo un contraste con la encarnizada persecución a la que sometió Mao al confucianismo durante la Revolución Cultural.
Kissinger también considera crucial en el estudio de la cultura china el pensamiento estratégico de Sun Tzu, el autor de El arte de la guerra, que en las últimas décadas se ha pretendido hacer libro de cabecera para los gestores de las empresas occidentales. Las enseñanzas de este sabio del siglo VI a.C., sobre el que existen muchas incógnitas acerca de su obra y biografía, han sido aplicadas a la guerra y la diplomacia chinas durante siglos, y por supuesto, Mao fue uno de sus principales admiradores. El enfoque estratégico de Sun Tzu es, ante todo, psicológico, y su principal objetivo es derrotar al enemigo con el menor coste posible. Es una estrategia indirecta, en el que la victoria, es decir el cumplimiento de los objetivos políticos, es preferible a cualquier batalla, algo completamente diferente del choque decisivo con el que los estrategas occidentales planteaban las guerras.
Lecciones de la historia de China
En los primeros capítulos de On China se hace hincapié en que China cometió el error, tanto a finales del siglo XVIII como a mediados del siglo XIX, de seguir considerándose el centro del mundo, que sólo debía recibir de los bárbaros –los extranjeros– reconocimiento y vasallaje. Las novedades de la revolución industrial de Occidente fueron rechazadas desdeñosamente, como se demostró ante el envío de varias misiones diplomáticas de Gran Bretaña, porque una China de civilización superior no precisaba ni de relaciones comerciales ni de embajadas permanentes.
Los chinos pagaron cara esta actitud con las humillaciones de los tratados desiguales tras la Guerra del Opio, que supuso la pérdida de Hong Kong y otros territorios, y que abrieron el camino para una política colonialista de los países occidentales y de Japón. Con todo, Kissinger rinde homenaje a un diplomático chino de la época, Wein Yuan, que aplicaría un consejo del estilo de Sun Tzu: utilizar a unos bárbaros contra otros bárbaros. De ahí que las concesiones económicas y comerciales de China no se limitaran a Gran Bretaña y se abrieran las puertas a otros países, que rivalizarían entre sí por el control de la “tarta china”. Esta actitud tendría el inconveniente de fomentar rebeliones internas contra la debilidad del Imperio, pero al mismo tiempo preservaría la existencia del Estado chino frente a la marea colonialista.
En el siglo XX se asentaría el nacionalismo chino, primero con la república de Sun Yat-Sen, y más tarde con el triunfo de la revolución maoísta. Según Kissinger, esta revolución se diferenciaba de otras comunistas en su carácter chino, sin aspiraciones universales como las que podía tener la URSS. De ahí que la ruptura entre Mao y Jrushchov estuviera anunciada, pese a su alianza contra EE.UU. durante la guerra de Corea. Las acusaciones maoístas de “revisionismo”, dirigidas contra Moscú, habrían de entenderse más en clave nacionalista que de alejamiento de ortodoxias ideológicas.
Kissinger muestra cierta fascinación por los líderes chinos, pues ha conocido a todos ellos personalmente, desde Mao a Hu Jintao; pero ese atractivo es de orden estratégico. Admira, por ejemplo, el paradójico estilo de la estrategia de Mao, lector habitual de Sun Tzu, capaz de desencadenar hostilidades contra EE.UU., Taiwán, India o la URSS, pero al mismo tiempo con la flexibilidad de retroceder en sus posiciones para negociar con mayor comodidad.
En teoría, Mao era un implacable enemigo ideológico de EE.UU., y Nixon fue conocido, cuando era vicepresidente en la época de Eisenhower, por su enérgico anticomunismo. Sin embargo, ambos protagonizaron en 1972 un insólito acercamiento diplomático, nunca concretado en una alianza formal que ninguno deseaba, aunque los dos tenían como adversario a la URSS. Pese a los diferentes valores que encarnaban, iniciaron un proceso de cooperación estratégica que ha durado hasta nuestros días, aunque con serios altibajos como la masacre de la plaza Tiananmen o todo lo relacionado con los derechos humanos.
Política de equilibrio
La geopolítica utiliza el conocimiento del pasado como uno de sus principales instrumentos, y es frecuente que en algunos análisis internacionales se hagan pronósticos a partir de las comparaciones históricas. Sin ir más lejos, hay quien equipara al mundo actual con el anterior a 1914, sobre todo en el continente asiático, donde el desarrollo económico es paralelo a una carrera de armamentos, y donde tampoco faltan maniobras militares conjuntas en el Pacífico o en el Índico.
Las comparaciones llegan hasta el extremo de asimilar a China con la Alemania del Kaiser, y a EE.UU. con un Imperio británico celoso de su hegemonía y amenazado por la competencia económica y militar alemana. Para que no falten las similitudes, se pueden buscar los paralelos asiáticos de ahora con las alianzas europeas del período de la paz armada. De este modo, la Organización de Cooperación de Shanghái, que asocia a China, Rusia y las repúblicas asiáticas ex soviéticas, sería una especie de equivalente a las alianzas del II Reich. Por el contrario, Vietnam, Japón, India, Corea del Sur, Filipinas o Australia, recelosos del llamado “ascenso pacífico” chino, buscarían en EE.UU. el necesario contrapeso a China.
El libro de Kissinger no llega a hacer explícitamente estas comparaciones, pero rechaza con firmeza la teoría de comparar a las dos primeras potencias mundiales con la Alemania y la Gran Bretaña de hace un siglo. La experiencia diplomática del autor y sus estudios académicos le llevan a negar la “lógica” del memorando Crowe, un documento de 1907 en el que un funcionario del Foreign Office pronosticaba que la guerra con Alemania era inevitable, con independencia del color de los gobiernos o de las políticas germanas. Alemania era una amenaza estratégica que debía ser combatida, pues la diplomacia muy pronto daría muestra de sus limitaciones.
Kissinger cree en la política de equilibrio en las relaciones internacionales, como el propio Crowe, pero sus conclusiones son muy diferentes. Por cierto, no deja de ser curioso que el libro China Dream (2010) de un coronel del Ejército Popular, Liu Mingfu, defienda, sin tapujos, que el gran objetivo del país asiático sea convertirse en la primera potencia del siglo XXI y que su ascenso económico deba ir acompañado de un paralelo poder militar.
Soberanía de los Estados, criterio básico
¿Qué consejos da el veterano Kissinger para la política exterior de EE.UU., respecto a China? Los del más absoluto realismo, basados en el interés nacional, que son los que llevaron a la asociación estratégica informal de EE.UU. con la China de Mao, pues ambos países estaban interesados en frenar el expansionismo soviético en Asia, África y América Latina en la época de Brezhnev. Ese interés estaba por encima de la retórica de las ideologías.
Kissinger nunca creyó en el fin de la historia ni en un mundo posmoderno y post-estatal, en el que las organizaciones internacionales contarían más que los propios Estados. El ex secretario de Estado sigue apostando por un mundo basado en el sistema de Westfalia, en el que el principio básico es la soberanía de los Estados. Es un criterio que comparten todas las potencias emergentes del mundo, llámense Rusia, China, Brasil o Sudáfrica, lo que no es obstáculo para que hagan uso manifiesto de los foros internacionales para defender enérgicamente sus intereses.
En el fondo, Kissinger sigue fiel a su personaje histórico favorito, Metternich, que a partir del principio de equilibrio entre las potencias europeas, consagrado en el Congreso de Viena, contribuyó a alejar de Europa la amenaza de una guerra continental durante casi un siglo. Esto implica que no cree en las virtudes del cambio de régimen político para alcanzar la paz, algo que quedó desacreditado tras los conflictos de Irak y Afganistán. Aplicado a China, una alianza, aunque sea informal, de Washington con otros Estados asiáticos para contener a China, sean estos Estados democráticos o no, nunca funcionará porque las relaciones económicas entre China y sus vecinos son más decisivas que todas las cruzadas ideológicas a favor de la democracia y de los derechos humanos. Para Kissinger, el fomento de la democracia no es cuestión de celo misionero sino de mimetismo, de hacer atractivo el modelo para otros países.
Kissinger plantea en diversos momentos cuál debe ser la actitud de EE.UU. en las cuestiones de derechos humanos en China. Aunque no dice que haya que silenciar el tema, advierte que “la experiencia muestra que tratar de imponerse mediante la confrontación conduce probablemente al fracaso, especialmente con un país que tiene una visión histórica de sí mismo como la de China”. Son asuntos que se tratan mejor en conversaciones privadas, y que no deben ser objeto de presiones ni de sanciones.
¿Una Comunidad del Pacífico?
Con todo, Kissinger hace una interesante propuesta, que tiene también sus antecedentes históricos. Si en 1949 la OTAN contribuyó al establecimiento de la paz entre los países del Atlántico Norte, aunque no se plasmara jurídicamente en una comunidad del Atlántico, en el siglo XXI debería crearse una comunidad del Pacífico, lo que supone reconocer la realidad de que el centro de las relaciones internacionales se está desplazando desde el Atlántico al océano más grande del planeta.
China y EE.UU. serían pilares fundamentales de la nueva comunidad, junto a otros países ribereños. Sin embargo, hay una diferencia sustancial: en la comunidad atlántica, sus miembros compartían los mismos valores plasmados en sus sistemas socio-políticos. No se podría decir otro tanto de la Comunidad del Pacífico, pues China no quiere renunciar a su sistema autoritario, que se presenta como origen y garantía de su desarrollo y estabilidad. En consecuencia, la comunidad del Pacífico sería, ante todo, una comunidad de intereses. ¿Sería suficiente para lograr la paz y evitar el enfrentamiento?
A esto deberíamos responder que no es suficiente con salvaguardar los intereses económicos, pues los factores ideológicos pueden llevar a errores de cálculo fatales. Dicho de otro modo, el nacionalismo, que en China ha ascendido en las últimas décadas, puede llevarse por delante toda clase de consideraciones racionales.
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NOTAS
(1) Henry Kissinger, On China. The Penguin Press. New York (2011). 586 págs. 36 $.