Libros juveniles morbosos

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DURACIÓN LECTURA: 16min.

Con intención educativa, a su manera, o por interés comercial, hoy se publican más libros para niños o jóvenes con morbo o contenidos escabrosos. Pero juzgar el valor moral o formativo de una obra en cada caso requiere no solo examinar qué dice, sino también quién y cómo lo dice, y con qué fin, y tener en cuenta que el efecto no es el mismo en todos los lectores.

Un artículo de Megan Cox Gurdon en The Wall Street Journal (4-06-2011) refleja desazón por los contenidos escabrosos de algunos libros juveniles y por las críticas tan favorables que han recibido en algunos medios. Como ya señalé otra vez a propósito de artículos semejantes (ver Aceprensa, 13-08-2009), lo significativo no es que se publiquen ese tipo de novelas –siempre han existido– o que los chicos busquen morbo –siempre lo han hecho, pues ser inmaduro también es eso–, sino que autores y editores las dirijan a jóvenes, y que críticos y educadores las den por buenas e incluso las alienten.

Un libro infantil ha de ofrecer a sus lectores algo que ellos consideren hermoso y que puedan amar (Michael Ende)

La autora del artículo constata que temas como el secuestro y la pederastia, el incesto y las palizas brutales, son contenidos de algunas ficciones para chicos de 12 a 18 años. Señala que algunos comportamientos patológicos, que años atrás a nadie se le ocurriría describir, se cuentan hoy con todo detalle. Afirma que si las ficciones son un reflejo de la sociedad, este tipo de ficciones para adolescentes son como una casa de espejos que devuelve retratos muy distorsionados de la realidad y que, por tanto, ofrece imágenes tremendas a cualquier lector descuidado. Y dice que, quien piensa en la felicidad futura de sus hijos y se plantea que su desarrollo moral y emotivo sea el adecuado, sabe que la diversión y el entretenimiento no sólo gratifican el gusto sino también lo crean.

Los “apóstoles del realismo”

El artículo contiene muchas ideas aprovechables pero también otras que ofrecen flancos fáciles para la crítica: en parte, a eso se debe la polémica que levantó. Así, en primer lugar se ha de decir que una mayoría de los libros juveniles son sensatos pero a muchos lectores el planteamiento alarmista del artículo les impedirá verlo. Luego, al hablar de libros es importante ser cuidadoso: cuando menciona ciertas novelas del pasado como iniciadoras de las tendencias actuales más morbosas faltan importantes matices; y, seguramente (pues no conozco algunas novelas que cita), el problema de algunas no es su dureza sino, como antes decía, que se publiquen y publiciten donde muchos educadores piensan que no es prudente que se haga.

Tampoco el artículo deja del todo claro, aunque apunta ideas al respecto, qué lamentables son los argumentos a favor de ciertos libros que hablan de situaciones lamentables. Decir, como a favor de una historia, que los jóvenes pueden leer o ver en la televisión o en Internet cosas mucho peores, es aceptar ya que el libro es nefasto y no debería proponerse como apropiado para jóvenes. Decir que un libro sobre personajes de conductas destructivas puede ayudar a personas reales con esos problemas, es una forma de reconocer que no debería estar al alcance de cualquiera; una industria que razona que algunos libros de esa clase pueden servir para que lean chicos a los que tales cuestiones les atraen, es una industria corrupta y, por tanto, moribunda.

La moralidad de un libro no equivale a la descripción de buenas conductas: las obras moralizantes hablan de gente inmoral

En mi opinión, el reproche que se ha de hacer a ciertos “apóstoles del realismo”, como los llamaba Michael Ende, es que, al argumentar que resulta engañoso mostrar a los niños un mundo intacto, actúan como quien les quita el abrigo a quienes tienen frío para que se hagan conscientes del frío y se distancien críticamente de él. Sí, los “terroristas de la concienciación”, seguía Ende, dirían que estoy apartando al niño de la realidad pues la realidad es el frío. Pero es justo al revés: “un libro infantil, debido justamente a la porquería, al desamor, a la fealdad que se vierte sobre los niños por dondequiera que se mire, ha de ofrecer a sus lectores algo que ellos consideren hermoso y que puedan amar” (1).

En fin, quienes desean hacer notar por qué rechazan algunas obras, y qué poca confianza les merecen quienes buscan ganar dinero con ellas, por un lado han de señalar que piden respeto igual que la “viejecita inglesa que mostraba los límites de la tolerancia a propósito de las que entonces se llamaban ‘costumbres griegas’ del señor Oscar Wilde: ‘No me preocupa lo que haga, mientras no lo haga en la calle y asuste a los caballos’” (2). Y, en nombre del amor a sus hijos o del interés por sus alumnos, pero también de la libertad, han de reivindicar su responsabilidad educativa: de un personaje de Rebeldes, de Susan Hinton, se dice que sus padres “lo habían mimado hasta pudrirlo. […] Siempre cedieron ante él”; cuando lo que él quería era “que alguien le dijese ‘No’. Conseguir que alguien dispusiera la ley, fijase los límites, le diera algo sólido en qué apoyarse” (3).

Los relatos nos afectan

Que los relatos nos modelan y nos afectan, y que algunos pueden ser dañinos, lo dicen los mismos libros. El mejor desmentido a la máxima de Oscar Wilde al comienzo de El retrato de Dorian Gray –“los libros están bien escritos o mal escritos. Nada más”– está en el interior del mismo relato: Dorian Gray hace notar a su amigo Harry que sus teorías son “malvadas, fascinantes, venenosas y deliciosas”, y le reprocha que “me envenenaste con un libro una vez. No debería perdonártelo, Harry, prométeme que nunca vas a dejar ese libro a nadie. Es peligroso” (4). Pero, sobre todo, muchas grandes novelas tratan expresamente la cuestión y se proponen precisamente ser como un gran antídoto de las malas: “¿Habría sido don Quijote rescatado de la locura a la que le condujeron sus lecturas de libros de caballerías si hubiera leído Don Quijote? ¿Habría tenido un mejor destino Emma Bovary si hubiera leído Emma Bovary en vez de tantas historietas románticas?” (5).

En cuanto a los libros infantiles y juveniles, quien más quien menos tiene la experiencia de lecturas que no comprendió bien o que le afectaron más de la cuenta cuando tenía pocos años. Incluso es posible que conozcamos lectores adultos que no pueden hacer frente con serenidad a lecturas que uno mismo considera inocuas (6). Esas interpretaciones, que no dicen nada del libro sino de sus lectores, son una constatación de que no todas las elecciones personales de lecturas han de guiarse por criterios de supuesta objetividad. Quien conoce los libros sabe que las ficciones son inertes pero acumulan una energía potencial que se activa cuando caen en manos de alguien determinado (7). En particular, sabe que las novelas largas que piden mucho tiempo de lectura pueden proporcionar patrones de esperanzas y deseos que arraigan más fuerte que los de un relato corto y que, si no son apropiados, pueden ser desastrosos en la vida no-lectora (8).

Forma y contenido

Pero, dicho lo anterior, conviene distinguir los distintos motivos de queja contra un libro (9).

Uno puede deberse a cuestiones de lenguaje o de buenos modales. Si unos padres sostienen que determinadas expresiones no son adecuadas para sus hijos, pues quieren que su comportamiento sea siempre respetuoso con todos, nadie puede negarles su derecho a protestar cuando las vean impresas, y a indicar a sus hijos que no lean esos libros, y a decir a sus profesores que se abstengan de recomendarlos. Si unos libros infantiles proponen al niño que se manche y ensucie sus ropas y las paredes de su casa sin miedo y en nombre de la creatividad, la madre que habrá de limpiarles, y de limpiarlo todo, hará más que bien en rechazar esos libros aunque haya quien piense que así está coartando sus inclinaciones artísticas. Obviamente, hay que saber explicar bien por qué uno dice lo que dice, no se ha de caer en ningún alarmismo exagerado que, al fin, resulta contraproducente (10).

En lo que se refiere al contenido se han de considerar varios asuntos.

El primero es distinguir bien quién dice qué. El narrador puede no ser de fiar y a nadie se le debería ocurrir identificarlo con el autor real de la novela. Tampoco la persona real de carne y hueso que ha escrito una novela se identifica con el “autor implicado”, el autor cuya personalidad deducimos del contenido y el tono de una novela concreta. El Mark Haddon real puede o no parecerse a la persona sensible que deducimos que ha escrito El curioso incidente del perro a medianoche, y, por supuesto, sabemos bien que no tiene nada que ver con su protagonista y narrador Christopher Boone.

El segundo se refiere a cuestiones de sensibilidad: aquí es útil la idea de que, desde un punto de vista ético, las preguntas cruciales acerca de un libro de humor tienen que ver con “la cualidad de nuestra risa”, con la clase de ironías o de guiños con que un autor espera lograr la complicidad de sus lectores. En esta situación, quien no se sienta cómodo ante quien cuenta chistes misóginos o racistas, o ante quien escribe bromas sexuales torpes, tiene todo el derecho del mundo a señalarlo y, por supuesto, no tiene por qué aceptar que las ofensas gratuitas se presenten como sagradas expresiones de libertad.

Los buenos libros hablan del mal

El tercero es el tono pues, en relación a cuestiones conflictivas, se puede predicar la anarquía sexual en un lenguaje matemático, se pueden hacer descripciones indecorosas sin valerse de ninguna teoría, o se puede usar un lenguaje basto que haga el tema más repulsivo que atractivo (11).

También puede ocurrir que un autor juegue a manipular al lector diciendo unas cosas pero intentando provocar las contrarias: en este punto “hay críticas que pueden equivocarse sobre un libro pero no sobre los efectos que causa en los lectores” (12). En cualquiera de las situaciones es importante señalar que un artista enseña mucho más a través de aspectos de su trabajo de los que, con bastante probabilidad, es inconsciente –ideas de fondo, paisajes, lenguaje, técnica, etc.– que por las afirmaciones más elaboradas que él mismo imagina que son sus opiniones. La distinción real entre la ética del arte más alto y la ética de las mentiras didácticas y manufacturadas está en el hecho simple de que un mal relato tiene una moraleja mientras que un buen relato es la misma moraleja (13).

Después, para establecer el marco general de cualquier crítica de tipo ético, una primera distinción es que la moralidad en un libro no equivale al uso de palabras moderadas y a la descripción de comportamientos más o menos corteses. Es más acertada la idea opuesta: un libro con intenciones moralizantes es un libro acerca de gente inmoral. En el pasado estaba claro, como vemos en la obra de Chaucer o en los cuadros de William Hogarth sobre borrachos y prostitutas: a esos personajes se los mostraba para criticarlos y para que quedara claro el fin que les aguardaba (14).

Pero en el presente sucede igual, como vemos en la literatura moralizante actual infantil y juvenil, que usa el mismo procedimiento de señalar con el dedo a los pecadores de hoy para dejar claro a sus lectores que han de rechazar sus comportamientos y que no los han de imitar de ningún modo: padres autoritarios, tías reprimidas, profesores estrechos, niños abusones, etc.

La moralidad de los libros

En una sociedad como la nuestra, otra observación terminológica básica es que resulta impropio usar la palabra inmoral. Se puede hablar de la moralidad de la línea editorial de un periódico, o de la que propone un escritor concreto a lo largo de sus libros, o de la que predica el Dalái Lama, pero no de la moralidad de nuestra sociedad o la de los libros juveniles porque ambas son una suma de moralidades. En consecuencia, se puede criticar la moralidad de un libro –aquello que propone y el daño que uno piensa que se derivará de hacerle caso–, pero no acusarle de inmoralidad.

Esto se puede hacer, a veces, porque la misma obra lo pide: si caricaturiza despiadadamente a un borracho, como los cuadros de Hogarth, o si anatematiza de modo inmisericorde a un profesor rígido, como algunos relatos de Roald Dahl, está formulando un planteamiento moral. Sus autores censuran en sus obras aquellas cosas que no toleran de buen grado en la vida, señalan falsas doctrinas porque tienen una cierta definición de lo que consideran una verdadera doctrina (15).

Se puede hacer, también, porque “cuando decimos que la moralidad en el arte descansa en ‘escribir bien’ tácitamente incluimos en nuestra reivindicación el concepto de la realización de un propósito digno”. La obligación moral del artista es “una parte esencial de su obligación estética de ‘escribir bien’” (16). Como en nuestra época han dejado claro muchos testimonios de autores perseguidos en regímenes totalitarios, no es legítimo separar los juicios estéticos de los juicios éticos (17).

Y se puede hacer, siempre, desde la perspectiva de la recepción del libro considerando, desde luego, que no todos tenemos las mismas obligaciones o las mismas dificultades, y, por tanto, no tenemos por qué dar las mismas soluciones. Las obras literarias tienen distintos efectos según quiénes y en qué circunstancias las leen, pues no es la misma persona el supuesto lector que se cree todo lo que le cuentan (el lector absorto ideal al que se dirige el escritor), que el lector que somos cada uno justo en el momento de leer y estamos dentro de la historia con la incredulidad apagada, que la persona de carne y hueso que ahora lee, y se distrae, y luego hace otra cosa. Es decir: el valor ético de una narración no significa una cualidad sin más sino un conjunto de cualidades que a unos les sirven y a otros no, y no del mismo modo ni al mismo tiempo (18).

En este sentido se ha de advertir que llegamos a saber el valor de una narración del mismo modo que llegamos a saber el valor de una persona: por distintas experiencias en contextos distintos, y por conversaciones con otros en las que corregimos y modificamos las primeras intuiciones que tuvimos.

Y, aunque sea cierto que “una crítica responsable debe afrontar sin ambigüedades la locura, el vicio y la evidente falsedad de bastantes de nuestros presuntos amigos narrativos” (19), y aunque la virtud es virtud y el vicio es vicio en todas las edades y para todas las gentes (excepto para unos cuantos locos), es importante no perder de vista que la insistencia en un cierto bien y la tolerancia relativa de un cierto mal cambian. Del mismo modo que un rey medieval toleraba castigos crueles y un gobernante actual tolera especulaciones irresponsables, los libros y los lectores de distintas épocas y ambientes difieren en las proporciones de lo que aceptan o rechazan, y sus juicios éticos ponen el énfasis en distintos sitios (20) (y por cierto tal vez sea esta la razón principal de que unos libros mejoren y otros empeoren con el paso del tiempo).

Ahora bien, “el hecho de que ninguna narración sea buena o mala para todos los lectores en todas las circunstancias no tiene por qué estorbarnos en nuestro esfuerzo por descubrir lo que es bueno o malo para nosotros en nuestra condición aquí y ahora” (21).

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NOTAS

(1) Michael Ende, “¿Inculcar una conciencia crítica?”, Carpeta de apuntes (Michael Endes Zettelkasten, 1994), Madrid, Alfaguara, 1996, pp. 207-208.

(2) José Jimenez Lozano, Los cuadernos de Rembrandt, Valencia: Pre-Textos, 2010, p. 159.

(3) Susan Hinton, Rebeldes (The Outsiders, 1967), Madrid: Alfaguara, 2001, p. 127.

(4) Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray, 1891), Madrid: Anaya, 1989, p. 257.

(5) Wayne Booth, Las compañías que elegimos. Una ética de la ficción (The Company We Keep: An Ethics of Fiction, 1988), México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 260.

(6) Wayne Booth desarrolla esa idea cuando habla de un amigo joven para quien Un mundo feliz de Huxley era una fuente de pornografía, pues no veía las orgías como satíricas: Wayne Booth, La retórica de la ficción (The Rhetoric of Fiction, 1961), Barcelona: Antoni Bosch, 1974, pp. 369-370.

(7) Wayne Booth, Las compañías que elegimos, p. 86.

(8) Ibid., pp. 421 y 422.

(9) Ibid., p. 33.

(10) Un ejemplo de alarmismo exagerado por parte de cierto público, que parece buscado como maniobra publicitaria por parte de autor y editor, se dio en Estados Unidos con la premiada El poder superior de Lucky (The Higher Power of Lucky, 2006), de Susan Patron (trad. esp.: Noguer, Barcelona, 2011). En la primera página se contiene una pequeña historia que la protagonista niña oye acerca de una serpiente que pica a un perro en el escroto, palabra cuyo significado desconoce. Esto no tiene relevancia narrativa ninguna y, por tanto, parece haber sido puesto para, tal como sucedió, provocar reacciones escandalizadas en ciertos ambientes, a las que se respondió con el escándalo de quien dice no comprender que otros puedan escandalizarse antes.

(11) G.K. Chesterton, “On a censorship for literature”, Come to Think of it, Londres: Methuen & Co. Ltd., 1930.

(12) Wayne Booth, La retórica de la ficción, p. 370.

(13) G.K. Chesterton, “Tolstoy and the cult of simplicity”, Varied Types (1908), Wikisource (http://en.wikisource.org/wiki/Varied_Types).

(14) G.K. Chesterton, “Tom Jones and Morality”, All Things Considered (1908), Proyecto Gutenberg (http://www.gutenberg.org/ebooks/11505).

(15) G.K. Chesterton, “On a censorship for literature”, cit.

(16) Wayne Booth, La retórica de la ficción, cit., p. 368.

(17) En el prólogo a Mi siglo (Moj wiek, 1977), de Aleksander Wat, Adam Zagajewski resume así la postura de Wat: “Es también de importancia vital lo que Wat, fascinado en sus años mozos por la estética absurda del dadaísmo, y atraído durante un tiempo por el futurismo, dice sobre la metamorfosis que sufrió en las cárceles soviéticas al comprender que la lengua no puede ser objeto de deformaciones ni de frívolas piruetas estéticas, sino que debe ser respetada y protegida para ayudarnos a expresar la experiencia existencial en los momentos difíciles. (…) Lo que hay que hacer –le dijo a Milosz– no es descubrir el significado de cada palabra sino su dignidad. Esta afirmación es una crítica todavía actual a la frivolidad de la cultura literaria y filosófica –tan viva incluso hoy en día– que se complace en relativizar el concepto de la verdad” (Mi siglo, Barcelona: El Acantilado, 2009, pp. 14-15).

(18) Wayne Booth, Las compañías que elegimos, p. 57.

(19) Ibid., p. 369.

(20) G.K. Chesterton, “On the Importance of Why We Do (or don’t)”, Come to Think of It, cit.

(21) Wayne Booth, Las compañías que elegimos, p. 477.

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