La libertad religiosa es para todos

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La American Charter of Freedom of Religion and Conscience, publicada hace un mes, pretende promover un consenso sobre el valor y la defensa de la libertad religiosa. Elaborada por personas de distintos credos, es como un manifiesto en favor del entendimiento, en estos tiempos de polémica en torno a la fe de los ciudadanos y la laicidad del Estado.

 

La Carta es una iniciativa del Religious Freedom Institute, en colaboración con el Baylor Institute for Studies of Religion. Tiene dos presidentes: William A. Galston, investigador de la Brookings Institution y exconsejero de Bill Clinton, y Os Guinness, autor del libro The Global Public Square: Religious Freedom and the Making of a World Safe for Diversity.

Entre las personalidades que se han adherido figuran Thomas Lickona, especialista en educación que hace unos meses publicó una nueva obra divulgativa; el profesor de Derecho en Princeton Robert P. George; o John DiIulio (Universidad de Pensilavania), que fue el primer director de la Oficina para iniciativas de inspiración religiosa y comunitarias, que creó el presidente George Bush hijo.

Contra la polarización

El contexto que la motiva es la polarización que se observa en Estados Unidos en torno a la religión, además de la ideología y la política. Desde hace años, los creyentes sienten recortada su libertad para actuar según sus convicciones en virtud de nuevas disposiciones legales: el “mandato anticonceptivo” de la reforma sanitaria de Obama; la prohibición –en algunos estados– de acoger a inmigrantes ilegales; retiradas de licencia a agencias de adopción que no quieren confiar niños a parejas de un solo sexo; denuncias contra pasteleros, floristas o fotógrafos que rehúsan prestar servicio en bodas homosexuales…

Son casos que provocan fuertes polémicas y suelen llegar a los tribunales. Por hechos como esos, desde 2012 la Conferencia Episcopal católica de Estados Unidos celebra una Semana por la Libertad Religiosa (antes, Quincena), a fin de promover este derecho.

Hay a la vez posturas y organizaciones opuestas a tales demandas. Cuando algunos estados quisieron reforzar la protección a los objetores por motivo religioso, con las llamadas Leyes de Restauración de la Libertad Religiosa (RFRA), se emprendió una campaña en contra. También se dan reacciones contra la presencia de símbolos religiosos en el espacio público, por ejemplo con ocasión de la Navidad. Esta presencia es el asunto que provoca más conflictos en otros países, como Canadá, Gran Bretaña o, especialmente, Francia, aunque también se han dado pleitos por la participación en bodas gais, como el de una pastelería en el Ulster.

“La religión y otras creencias aportan un sostén decisivo a la República, al asegurar que el compromiso político con ella está arraigado en profundas convicciones prepolíticas y no en mera conveniencia o interés”

En vista de ello, los promotores de la Carta quieren contribuir a “avivar el ideal, propio de nuestra nación, de tener una plaza pública civilizada, para contrarrestar la incivismo del último medio siglo de guerra cultural”. Por “plaza pública civilizada” entienden un “espacio de vida pública donde todos pueden libremente entrar y participar en virtud de sus creencias, siempre bajo el orden constitucional”.

También para no creyentes

La Carta subraya que la libertad religiosa y de conciencia es tanto de creyentes como de no creyentes, y su respeto beneficia a unos y a otros, así como la sociedad entera. En su contenido positivo, incluye el derecho a hablar y actuar conforme las propias creencias (enseñar, propagar, practicar), así como a cuestionar las verdades religiosas o no creer en ellas en absoluto. También como derecho de inmunidad protege al no creyente, pues prohíbe que uno sea forzado a creer o afirmar lo que, en conciencia, considera falso.

Es, en fin, un derecho natural y universal de toda persona, fundado en la dignidad inviolable del ser humano. Por tanto, es a la vez deber de todos el respetarlo, lo que contribuye a la libertad y a la armonía social. “No es concesión ni favor del Estado”, pues tiene su raíz en la aspiración humana a descubrir la verdad sobre el sentido del mundo y orientar la vida en conformidad con ella. Es, pues, “anterior al Estado, porque se ordena a la verdad trascendente y a las realidades últimas, que está antes y por encima de toda comunidad política”.

La libertad religiosa y de conciencia “no se centra en el contenido de las creencias, sino que protege a las personas y su derecho a abrazar y expresar las creencias que en conciencia tienen”. Esto no significa que el contenido de las creencias sea indiferente, pues no lo es para quien sostiene las suyas. Si uno pudiera admitir una convicción contraria a la que sostiene, no tendría en realidad ninguna, y la libertad de creencia no tendría sentido en su caso. Pero, tomando el principio enunciado por el beato John Henry Newman, aunque sin citarlo, en su Carta al Duque de Norfolk (“la conciencia tiene derechos porque tiene deberes”), el manifiesto declara: “Tenemos derecho a la libertad religiosa y de conciencia porque, obligados por el dictado de la conciencia, tenemos el deber de ser fieles a lo que exige nuestra religión o nuestra conciencia”.

Así, este derecho prepolítico no avala el relativismo, sino que impone al Estado reconocer que no es competente para juzgar las cuestiones últimas. Es un deber ante la propia conciencia, una libertad frente al poder civil, y ante los conciudadanos, un derecho y un recíproco deber.

Un derecho individual y colectivo

La libertad religiosa y de conciencia es individual y también colectiva, en cuanto normalmente las creencias son a la vez practicadas con otros y razón de la pertenencia a una comunidad que las profesa. Por eso, también las comunidades tienen derecho a practicar su fe abierta y libremente, a participar en la vida pública en pie de igualdad con las organizaciones no religiosas, a pronunciarse sobre los asuntos públicos, a reunirse en lugares públicos en las mismas condiciones que otros grupos.

Aunque a veces se ha invocado la religión para justificar prejuicios, opresiones y violencias, lamenta la Carta, las comunidades de creyentes han hecho y hacen aún valiosas aportaciones al bien común. En la historia de Estados Unidos, han alentado la abolición de la esclavitud, el derecho al voto de las mujeres o el movimiento de derechos civiles. Hoy siguen promoviendo donaciones para los desfavorecidos, instituciones educativas, iniciativas para tender a enfermos, ancianos o marginados…

La libertad religiosa es un derecho “anterior al Estado, porque se ordena a la verdad trascendente y a las realidades últimas, que está antes y por encima de toda comunidad política”

Esto pone de manifiesto cómo la fe tiene capacidad para reforzar la virtud cívica. “La religión y otras creencias aportan un sostén decisivo a la República, al asegurar que el compromiso político con ella está arraigado en profundas convicciones prepolíticas y no en mera conveniencia o interés”.

También por eso, la Carta reprueba “la retórica y los actos de responsables políticos u otros dirigentes que satanizan a individuos o comunidades de creyentes por su religión, o atribuyen a grupos enteros de creyentes una culpa colectiva por el mal cometido por unos pocos”.

Separación sin exclusión

En cuanto a la laicidad, la Carta, por una parte, previene contra toda implicación excesiva entre Estado y religión. Pero recuerda que “en los últimos siglos, los mayores crímenes contra la conciencia han sido obra no solo de autoridades religiosas, sino también de ideólogos virulentamente antirreligiosos”.

En segundo lugar, la Carta señala que “la separación institucional entre religión y Estado no significa excluir la religión de los asuntos públicos”. En el mundo hay diversas soluciones al respecto, incluidos Estados confesionales o con una religión especialmente reconocida. También son válidas mientras el Estado se atenga al “principio fundamental de que los derechos de cada uno en cuanto ciudadano no deben nunca depender de su identidad, fe o práctica religiosa”.

Cuando hay conflicto

La libertad religiosa y de conciencia es un derecho fundamental, pero no absoluto, precisa la Carta. Así, su ejercicio puede ser regulado por los poderes públicos y puede entrar en conflicto con otros derechos.

En relación con lo primero, la Carta sostiene que cualquier limitación o carga que se imponga a la libre práctica de la religión ha de estar justificada por un “imperativo interés público” y aplicada por los medios “menos restrictivos posibles”, que son las fórmulas que emplean las RFRA.

En cuanto a lo segundo, la Carta reconoce que hoy se debate en particular si ante la libertad religiosa deben ceder otras prioridades como la igualdad y no discriminación. Los promotores de la Carta reconocen que no están de acuerdo en el modo de resolver estos conflictos, y entienden que no siempre es posible conciliar las demandas de las partes en los casos concretos. Pero proponen el debate civilizado y la búsqueda de puntos comunes para llegar a acomodos razonables, en vez de plantear las discrepancias como un juego de suma cero y zanjarlas sistemáticamente mediante litigios y órdenes de los tribunales. Es la opinión también de otros en Estados Unidos, para quienes elevar desacuerdos particulares a rango constitucional, en busca de una victoria judicial definitiva, sin pasar por la discusión civil y política, envenena las disputas y siembra la discordia en la sociedad.