Los directores y guionistas de esta cinta israelí, en buena medida financiada con dinero de productores alemanes, han trabajado durante diez meses en el barrio que retrata la película y cuyo nombre le da título.
La decisión de que los actores de la cinta fueran habitantes de Ajami pretendía convertir la experiencia de rodar el largometraje en una forma de hacer convivir a judíos y árabes (musulmanes y cristianos) y de presentarlos ante el mundo como capaces de mostrar -juntos- la sinrazón del odio y la violencia que todos sufren, con situaciones de injusticia que se asumen por tener carácter crónico y estar contaminadas por la confección de insalvables listas de agravios que deben ser vengados o compensados.
Los autores de la historia (un judío y un palestino) construyen un relato en el que varias historias convergen hacía un dramático momento que sirve de compendio. Hay que reconocer que hay frescura y naturalidad en las interpretaciones, en gran medida porque lo que se cuenta se sitúa en un entorno muy atractivo, el familiar. Si algo queda claro en la película, es que la familia es para todos algo muy importante.
No hay discursos, aunque sí un cierto deje fatalista y un perceptible y descompensado retrato de un personaje cristiano como especialmente antipático y maquiavélico. Ajami es un buen thriller sociológico que se une a ecuánimes cintas recientes de similar temática como Domicilio privado, Los limoneros y, en menor medida, Vals con Bashir. Fue candidata al Oscar a la mejor cinta en lengua no inglesa.