Desde hace una década, el actor, guionista y director Charlie Brooker es uno de los humoristas más famosos de Gran Bretaña. En los shows televisivos que ha dirigido en los últimos años (10 O’Clock Live, Screenwipe o Cómo la televisión arruinó nuestra vida) ha logrado éxito y prestigio al criticar de manera radical al hombre civilizado de Occidente que busca desesperadamente una felicidad inalcanzable.
Con Black Mirror, Brooker ha dado un salto de calidad a la ciencia-ficción televisiva, habitualmente unidireccional, dirigida a entretener al público con más o menos pretensiones (evidentemente no es lo mismo Fringe o Perdidos que Terra Nova). Su punto de vista recuerda en parte al del escritor Phillip K. Dick (Blade Runner, Desafío total, Paycheck, Minority Report, Next), el autor de ciencia-ficción más adaptado al cine en las últimas décadas junto con Stephen King, y uno de los grandes profetas del desastre futurista.
La tecnología como droga
“Si la tecnología es una droga –y se siente como una droga–, entonces, ¿cuáles son los efectos secundarios?”, pregunta Brooker. Esta área –entre el placer y el malestar– es donde Black Mirror, mi nueva serie, está establecida. El ‘espejo negro’ del título es lo que usted encontrará en cada muro, en cada escritorio, en la palma de cada mano: la pantalla fría y brillante de un televisor, un monitor, un teléfono inteligente”.
En cada capítulo de esta serie de ciencia-ficción tragicómica se cierra por completo cada una de las historias que tienen un nexo de unión: la decisiva influencia de las nuevas tecnologías en la infelicidad humana. Un discurso visual original, impactante, entretenido y visceral, que retrata las miserias más evidentes de la era tecnológica. Cada uno de los capítulos dirigidos, interpretados y musicalizados por diferentes artistas ingleses televisivos consigue mantener una atmósfera similar, muy absorbente y angustiosa. El gran acierto es que esta ambientación está puesta al servicio de los personajes y no al revés. Por decirlo de otra manera, Black Mirror es la antítesis de Terra Nova, ese superficial parque de atracciones del futuro. En la primera hay guion, en la segunda, efectos especiales.
Historias dramáticas con humor
El problema es que Charlie Brooker tiene un concepto del mundo y del ser humano muy cerrado que hace que su narrativa tenga demasiados límites en su evolución y acabe siendo muy previsible. Sus personajes son desdichados, aplastados por la técnica, esclavos de una hipersexualización omnívora, carentes de trascendencia, y habitualmente crueles en su egocentrismo. En ese contexto, el espectador que ha quedado enganchado ante la sugerente propuesta visual y los diálogos creativos tiene poco margen para una reflexión que evidentemente intenta provocar cada una de las historias.
El creador de la serie se defiende a su manera. “Por encima de todo ofrecemos entretenimiento y sátira. Son historias dramáticas, pero también hay humor, que a menudo tiene un aire bastante sombrío (…) Se trata más de un juego travieso”.
Lo siento, pero no estoy de acuerdo. La serie camina muy cerca de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury o Un mundo feliz de Huxley. Otra cosa es que al final caiga en lo que ella misma crítica: el discurso fácil y tremendista, de pocas palabras, tan apabullante como superficial.