Madrid, verano de 2011. Casi dos millones de jóvenes se aglutinan en la capital para participar en la Jornada Mundial de la Juventud con el Papa Benedicto XVI. En medio de este ambiente festivo, la policía trabaja a contrarreloj para detener a un asesino en serie que viola y mata ancianas en sus propias casas.

El joven cineasta Rodrigo Sorogoyen sorprendió hace dos años con Stockholm, un drama indie sobre una pareja que pasa una noche vagabundeando por la ciudad. La cinta era fresca y, al mismo tiempo, profunda y contundente en su mensaje. Una película diferente y original por su narrativa que convenció a la crítica.

En Que Dios nos perdone Sorogoyen da un salto de madurez y cambia su pequeño experimento (dos personajes y un escenario) por un thriller policiaco coral muy potente y con hechuras de película importante. La cinta cumple, una por una, las reglas del género: hay historia bien contada, hay personajes, hay entrega bien dosificada, hay ritmo y hay dominio del montaje. Y los actores están soberbios, especialmente Roberto Álamo. Antonio de la Torre también, pero su personaje es excesivamente retorcido para llegar a empatizar con el público.

Sin embargo, la película tiene dos problemas importantes: por una parte, su excesiva crudeza, que la aleja del gran público. Toda la contención de Stockholm desaparece en esta historia hiperviolenta que prescinde de las elipsis (y más de una se hubiera agradecido). Por otra parte, la cinta tiene en su último tramo un cambio narrativo cuando menos discutible. Hay admiradores de este giro arriesgado y hay espectadores a quienes la película se les cae cuando llega a este punto. Reconozco que, desgraciadamente para mí, pertenezco a estos segundos…

Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta

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