En la frontera sur de EE.UU. se habla español… y chino, y yoruba

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Agentes de la Patrulla Fronteriza detienen en Texas a un grupo de migrantes que buscan asilo en EE.UU. (foto: Vic Hinterlang / Shutterstock)

Cuando el pasado 4 de junio el presidente Joe Biden decidió bajar a 2.500 el cupo diario de solicitantes de asilo admisibles por la frontera con México –en abril entraron 4.300 por día–, muchos inmigrantes recién llegados al control limítrofe se dieron abruptamente con la puerta en las narices.

“No es justo; hemos arriesgado la vida para llegar hasta aquí”, dijo en la madrugada de ese mismo día a Los Angeles Times Lucas Lu, al que le llevó tres meses y mucho dolor llegar al borde de EE.UU. En Panamá sufrió un accidente en la embarcación en que viajaba y debió atravesar toda Centroamérica y México con una lesión en la columna, auxiliado de su bastón de trekking. ¿Dónde había comenzado su itinerario? No en el “barrio” más próximo –en Honduras, Cuba, Ecuador o Haití–, sino en otro más remoto: en Asia. Concretamente, en China, donde trabajaba como director de hotel. La represión del régimen de Xi Jinping y la imposibilidad de hablar con libertad lo convencieron de hacer las maletas y emprender el viaje de Marco Polo en dirección contraria (y con bastantes más kilómetros).

Los chinos constituyen uno de los grupos migratorios en ascenso por la frontera sur de EE.UU. Es una ruta que, décadas atrás, utilizaban casi exclusivamente los mexicanos pobres, pero que a raíz del empeoramiento de las condiciones de vida o el auge de la inseguridad en otros sitios del planeta, ha ido añadiendo nacionalidades.

Los cubanos, por ejemplo, se han visto obligados a tomarla luego de que el gobierno de Obama decidiera en 2016 retirarles, a los que arribaban por mar, el permiso de estancia que se les otorgaba hasta que recibían automáticamente la residencia un año después. También los venezolanos llegan en masa, empujados por el agudo empobrecimiento de su país con las recetas económicas socialistas y por la limitación de las libertades políticas por los gobiernos de Chávez y Maduro. Los centroamericanos, por su parte, llegan escapando del auge de la violencia pandillera.

Ahora se les suman los chinos, pero también otros que no son del vecindario, como los africanos. Todos, en fin, en busca del American Dream, un sueño que ahora puede complicárseles, pero que, junto con la manifiesta incapacidad de la administración Biden para taponar la frontera, y la realidad de que muchas veces, en lo que se resuelven los procedimientos de asilo, permanecen sin problemas en suelo estadounidense, los ha motivado a iniciar la peligrosa travesía.

Los chinos, los más vulnerables

Según explica un artículo del think tank Wilson Center, la irrupción del covid-19 afectó negativamente a la expedición de visados estadounidenses a ciudadanos chinos. “En 2021, las solicitudes chinas de visados B (para negocios, turismo y trabajo) fueron rechazadas en el 79% de los casos. Aunque ese número bajó hasta el 30% en 2022, la tasa de denegación (…) ha aumentado constantemente desde solo el 9% en 2014. Las visas de turista también se han vuelto inviables para quienes desean partir: el tiempo de espera para una entrevista ha aumentado a más de seis meses”.

¿Qué opción les queda a los más impacientes? La inmigración ilegal, que puede viajar lo mismo en primera que –metafóricamente– enganchada al tren de aterrizaje. Un interesante reportaje de CNN muestra el menú de opciones: por unos 20.000 dólares pueden conseguir un visado múltiple a Japón, lo que a su vez les deja el camino expedito para viajar a México, donde alguien recoge a los interesados en el aeropuerto y los traslada directo a la frontera con EE.UU.

Por hasta 12.000 dólares también hay viaje, pero con menos comodidades. Primero, escala en Turquía, y luego a Ecuador (13.000 chinos pasaron por ese país en 2022, y casi 50.000 en 2023). Una vez en Quito, en la estación de autobuses, deben fijarse en el cartel que dice –en enormes caracteres chinos– “A la frontera con Colombia”, y seguir, seguir para arriba, y después cruzar a pie la peligrosa selva del Darién en Panamá, y confiarse a los traficantes, a los residentes que buenamente los orienten o a los tramposos que los engañen y los timen.

“Los inmigrantes chinos son particularmente vulnerables”, comenta a la cadena Al Jazeera Giuseppe Loprete, jefe de misión de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en el país istmeño. Según explica, se suele pensar que llevan encima más dinero que los otros grupos de extranjeros, y como además tienen más dificultades para comunicarse en caso de sufrir una emergencia, los delincuentes hacen de ellos objetivo preferente. Los robos y las palizas son bastante comunes.

“Nuestras necesidades son muy básicas”

Si, vencidos todos los obstáculos, los inmigrantes chinos llegan a la frontera con EE.UU. –según datos gubernamentales citados por la Voz de América, en 2023 llegaron 52.700, el doble que dos años antes–, deben acreditar ante las autoridades norteamericanas la existencia de un “miedo creíble” a sufrir tortura o persecución en caso de ser devueltos a China.

La mayoría de los inmigrantes chinos no va a los refugios públicos, sino que tratan de acomodarse rápidamente entre la comunidad de sus paisanos

Aunque la respuesta oficial es mayormente positiva –entre enero y abril pasados, el 70% de los solicitantes chinos recibieron asilo– no todos son lo suficientemente convincentes. Los que están en ese caso permanecen bajo arresto el tiempo que demora procesar su deportación, se les monta en un avión y se les envía de regreso. Para mayor desgracia, en cuanto llegan a China, la policía les impone una multa por haber sido devueltos, les hace firmar un papel donde se inculpan de intento de entrada ilegal en EE.UU., les confisca el pasaporte y les notifica la prohibición de viajar al exterior durante tres años.

Los que, en cambio, tienen la fortuna de poder quedarse en suelo norteamericano, quieren molestar lo menos posible. Empezando por el alojamiento: la inmensa mayoría no va a refugios de inmigrantes, sino que trata de acomodarse rápidamente entre la comunidad de chinos residentes en la ciudad de que se trate (desde 2022, de los 173.000 inmigrantes que pasaron por refugios en Nueva York, apenas 400 fueron chinos). “Nuestras necesidades –dice uno de ellos a Al Jazeera– son muy básicas: poder permitirnos asistencia médica, tener un lugar donde vivir, que nuestros hijos puedan ir al colegio y que nuestra familia esté segura”.

Según datos del Migration Policy Institute (MPI), en comparación con otros extranjeros en EE.UU., los inmigrantes chinos tienden a tener un nivel educativo alto y más probabilidades de ocupar puestos laborales de mayor responsabilidad, así como de obtener la residencia permanente por medio de su trabajo. ¿Una pega? Que no se les da el inglés tan fácilmente como a otras comunidades de inmigrantes.

Aunque un “¡de aquí no me saca nadie!” no es tan difícil de aprender.

Luanda-Bogotá… -Washington

El otro colectivo de nuevos inmigrantes que toca el timbre de EE.UU. es el de los africanos. Es un grupo bastante más diverso, por supuesto, y que, a las dificultades de la travesía, si finalmente pueden asentarse en el país de destino, tienen que añadirle un obstáculo más: el del racismo…, pero no de parte de quienes más podría imaginarse, como se verá.

Según cifras que ofrece el New York Times, el reciente incremento del número de africanos arrestados en la frontera sur ha sido notable: de 13.400 en el año fiscal 2022 a 48.400 en 2023. Por nacionalidades, los primeros fueron los mauritanos (15.200), seguidos de los senegaleses (13.500), los angoleños y los guineanos, cada uno con más de 4.000.

Nueva York, Washington DC; Dallas, Minneapolis y Atlanta concentran el 35% de la diáspora africana

La mayoría de los entrevistados por la corresponsal del Times en el aeropuerto de Bogotá eran profesionales: un policía, un ingeniero, una periodista… Según cuenta, los que vuelan a Colombia aprovechan que el gobierno suspendiera recientemente los requisitos de visado a nacionales de varios países africanos como modo de favorecer el turismo. Otros, sin embargo, viajan directamente a un sitio más al norte: a Nicaragua, que tampoco les exige visado de entrada, con lo que se ahorran pasar por el Darién panameño y atravesar Costa Rica.

El viaje completo –desde el billete de vuelo a una capital latinoamericana hasta los montos que hay que ir entregando de traficante en traficante a lo largo de la ruta– puede salirles por 10.000 dólares. Esa suma es altísima para ciudadanos de países de muy bajo desarrollo (a esta vía de emigración la llaman “la ruta del lujo”, y a veces los parientes que el emigrante tiene en EE.UU. o Europa ayudan a costearla), pero, como apunta Mathew Otieno en MercatorNet, “es muy poco probable que ninguno de ellos incluso comience el viaje si sus probabilidades de ingresar exitosamente a EE.UU. y permanecer allí son escasas”.

Al menos hasta hace unos días –hasta el minuto en que Biden estrechó el boquete de entrada– la sensación ha sido que podían quedarse, pues el procedimiento usual parece facilitarlo. Según explica el Times, tras entregarse a las autoridades fronterizas, el inmigrante queda retenido durante dos o tres días, y al cabo se le deja finalmente en libertad. Si su solicitud de asilo no es aceptada, sale a la calle con un documento en que consta que está a la espera de ser deportado, debe llevar consigo un dispositivo GPS para ser localizado cuando la autoridad lo requiera y tiene la obligación de acudir a un tribunal de inmigración en una fecha –por lo general– a años vista.

En lo que llega ese día, tiene la tranquilidad de que quizás tampoco pueda ser deportado si la corte falla en su contra, toda vez que no todos los países africanos aceptan de vuelta a sus nacionales. Datos del Pew, de 2021, revelan que, entre 2017 y 2021, el número de africanos subsaharianos indocumentados en EE.UU. pasó de 250.000 a 325.000 individuos (según el Censo, 2,1 millones de subsaharianos viven en el país norteño).

Aquellos a quienes su situación legal se lo permita, pueden instalarse con tranquilidad y buscar empleo. Donde más suelen hacerlo es en Nueva York, Washington DC; Dallas, Minneapolis y Atlanta, ciudades en las que vive el 35% de esta diáspora.

¿Y la relación con los afroamericanos?

La formación profesional y el manejo del inglés influyen mucho en lo que acaben haciendo los que llegan. Según una investigación del MPI con cifras de 2019, los sudafricanos, los nigerianos y los cameruneses tenían más posibilidades de ocupar puestos vinculados a los sectores de la ciencia, los negocios y las artes (entre el 62% y el 49%), mientras que los somalíes se empleaban en buena medida en la producción y el transporte de materiales (38%), y los liberianos, en los servicios (36%).

Por último, respecto a la acogida que reciben en las comunidades de destino, cabría esperar que fuera generalmente positiva entre la población afroamericana, justo cuando el wokismo local hace bandera del orgullo por la identidad negra, exige reparaciones económicas por la esclavitud –abolida en 1865– y se atreve a dictar incluso normas estéticas cuasi obligatorias a todas las personas con ancestros africanos (como no alisarse el pelo, por ejemplo).

Sin embargo, ni con los que llegan de ese continente ni con los afrocaribeños la identificación y la solidaridad son automáticas. Un interesante reportaje de Los Angeles Times refiere que las personas negras procedentes de otros países sufren mayor discriminación en el puesto de trabajo que los afroestadounidenses, y que si un tercio de los inmigrantes ha afirmado en un sondeo haber escuchado alguna vez un “¡vete a tu país!”, en el caso de los inmigrantes negros ha sido el doble. Palabras hirientes, que, según cuenta una afrocaribeña, lo son mucho más cuando provienen de otra persona de la misma raíz étnica, como aquella que le espetó: “¡No veo la hora en que Trump los envíe a todos de vuelta!”.

Quizás porque la mayoría de los afroamericanos tienen asumido que, por supuesto, todas las black lives matter (las vidas negras importan), pero siempre habrá quien piense que algunas de estas –básicamente las de subsaharianos y afrocaribeños– matter un poco menos.

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