Miedos irracionales, temores fundados

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Miedos irracionales, temores fundados
Un misil ruso (CC Vitaly V. Kuzmin)

Es muy probable que esta década sea recordada como la del miedo, por lo menos en Europa. Se abrió con una pandemia mundial que nos condicionó –ya de saque– a ser aprensivos, desconfiados. A finales de 2021, esperábamos –con el corazón en vilo– que se no se materializaran, que se disiparan, las sombras de una invasión rusa de Ucrania. Cuando sucedió, pasamos un invierno de preocupación, enfrentados a la mayor crisis energética desde los años 70. Después, hemos tenido presente la angustia del retorno de la guerra a suelo europeo (especialmente elevada para nuestros compañeros comunitarios en el este –recordemos el misil ruso que brevemente entró en espacio aéreo polaco en marzo–), exacerbada por el horroroso ataque terrorista de Hamás en octubre pasado y la arrasadora respuesta israelí. Y, de telón de fondo, está el recelo producido por el desafío migratorio, hábilmente instrumentalizado por partidos políticos extremistas en el contexto electoral comunitario –con dramático epicentro en Francia–.

Los europeos no estábamos preparados para esto. Habíamos vivido durante muchos años –concretamente, desde el cierre de la Guerra Fría– el sueño de la paz. Estábamos convencidos de que este siglo sería el nuestro; tanto, de hecho, que se escribió un libro al respecto (“Por qué Europa dirigirá el siglo XXI”, publicado por el británico Mark Leonard en 2005). Rezumaba ilusión sobre la influencia del arquetipo UE y nuestro poder global: “En todos los rincones del mundo, los países se inspiran en el modelo europeo y fomentan sus propias asociaciones regionales. Este ‘efecto dominó regional’ cambiará nuestras ideas sobre política y economía y redefinirá lo que significa el poder para el siglo XXI”.

Veinte años más tarde, sin embargo, ese optimismo ha demostrado ser infundado, equivocado. Nuestro futuro inmediato está marcado por tres miedos irracionales –si bien los temores están fundados–: una extensión de la guerra en Ucrania a territorio europeo (con la amenaza de una confrontación nuclear que sobrevuela); un conflicto “en caliente” en el Indo-Pacífico, y las implicaciones para la UE; y un retorno a la Casa Blanca de The Donald, con todo lo que esto conllevaría para las relaciones transatlánticas –y para nuestra seguridad–.

El temor a una guerra en Ucrania desbordada quizá sea el más cercano –geográficamente, además de temporalmente–. Aunque el líder ruso ha bravuconeado, desde el principio de la conflagración, con la posibilidad de una escalada (nuclear) que implique a Occidente, el discurso antagonista ha aumentado en los últimos meses. En su discurso del Estado de la Nación en febrero –y aparentemente contestando a la declaración del presidente francés que “nada debe ser excluido” con respecto a la posibilidad de enviar tropas OTAN a Ucrania–, advirtió a los dirigentes occidentales que lo que estaban “sugiriendo” aumentaba “el riesgo real de un conflicto nuclear que significará la destrucción de nuestra civilización”. Durante una entrevista televisiva en marzo, aún mientras decía que “nunca ha habido necesidad” de usar armas nucleares y que el mundo no iba de camino a una guerra nuclear, aseguraba que Moscú estaba preparado “desde un punto de vista militar-técnico” para la misma; subrayó que, en línea con la doctrina de seguridad rusa, las podría utilizar en caso de una amenaza a “la existencia del Estado ruso, [su] soberanía e independencia”. Y, de su última alocución este mes: “Los llamamientos a una derrota estratégica de Rusia, que posee los mayores arsenales de armas nucleares, demuestran el aventurerismo extremo de los políticos occidentales”.

En mayo, el jefe ruso anunció simulacros con armas nucleares tácticas cerca de la frontera con su vecino (no cabe olvidar: las dos bombas nucleares que diezmaron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en 1945 también se consideran “tácticas”). Según el Ministerio de Defensa, los ejercicios fueron “una respuesta a declaraciones provocadoras y amenazas de ciertos funcionarios occidentales”, en referencia a la reafirmación por Macron de no poder descartar enviar soldados a Ucrania, y a la sugerencia del ministro de Exteriores británico –durante una visita a Kyiv– que los ucranianos tenían derecho a atacar objetivos en Rusia con armas del Reino Unido. Los comentarios de David Cameron suscitaron una condena más fuerte por parte del Ministerio de Exteriores ruso, quien aseguró que el referido uso de armas británicas convertiría a “cualquier instalación o equipamiento militar británico en el territorio de Ucrania o más allá” en objetivo del Kremlin: la primera amenaza directa de ataque contra la OTAN desde febrero de 2022.

Todo ello cobra especial relevancia a la luz de documentos militares rusos filtrados en febrero: 29 archivos secretos datados entre 2008 y 2014 que apuntarían a un umbral para el uso de armas nucleares más bajo de lo que Rusia ha admitido públicamente. Los criterios que llevarían a una respuesta nuclear rusa van desde lo general –una incursión enemiga en territorio ruso– hasta lo más específico –la destrucción del 20% de los submarinos estratégicos de misiles balísticos–. Y, a pesar de su fecha de elaboración, los expertos coinciden en que las conclusiones son relevantes en el contexto actual, si bien creen que el dintel será más alto para su uso en Ucrania que contra Estados Unidos o China (con quien, a pesar de su vigente “amistad sin límites”, tiene un historial más conflictivo).

En consecuencia, la respuesta europea a la guerra en Ucrania ha sido condicionada –en gran medida– por el temor a una escalada del conflicto. No obstante la encomiable (e inesperada) unidad y determinación demostrada por la UE al principio de la guerra, hemos tardado en aumentar el nivel de nuestro compromiso –recordemos la promesa (aún incumplida) de un millón de municiones en un año, o el rechazo del canciller Scholz a enviar los misiles de crucero Taurus a Kyiv– por miedo a la reacción de Moscú; miedo continuamente –y estratégicamente– alimentado por Putin.

Observamos con preocupación la reunión de los líderes ruso y chino en Pekín este mes –la segunda vez en medio año– que resultó en una amplia declaración conjunta de unas 7.000 palabras (en la versión rusa) sobre “la profundización de la alianza comprehensiva y la cooperación estratégica entrando en una nueva era”. Más allá de arremeter contra Estados Unidos por sus “intentos de violar el balance estratégico” y su “mentalidad” de Guerra Fría, la reunión y el comunicado sirvieron para reafirmar –proyectar al mundo– la solidez de su unión (hasta hubo un excepcional abrazo entre los mandatarios): “Las relaciones ruso-chinas resisten la prueba de los rápidos cambios en el mundo, fortaleza y estabilidad, y atraviesan el mejor momento de su historia”. Notable fue la mención en el contexto de la “crisis ucraniana” a “eliminar sus causas originarias” y a “tener en cuenta los intereses y preocupaciones legítimos de todos los países en materia de seguridad”, así respaldando las quejas del Kremlin sobre la expansión de la OTAN y la “nazificación” de Ucrania.

También fue inquietante lo relativo a Taiwán, otro de los quebraderos de cabeza de Occidente. La postura rusa con respecto a la isla fue casi idéntica a una declaración de 2023: “La parte rusa reafirma su compromiso con el principio de una sola China, reconoce que Taiwán es parte integrante de China, se opone a la independencia de Taiwán en cualquiera de sus formas y apoya firmemente las acciones de la parte china para proteger su soberanía e integridad territorial […]”. Pero con una adición importante al final: “[…] así como para reunificar el país”. Música celestial para Xi Jinping, tan solo cuatro días antes de la inauguración de un nuevo presidente que considera antagonista en Taipei.

Mientras, en la UE, vemos este estrechamiento de lazos con preocupación; la “reorientación” hacia Europa que se percibía –se esperaba– tras la visita de Xi a la región parece menos factible. Desearíamos ver un mayor distanciamiento entre Pekín y Moscú para apaciguar los temores sobre nuestra dependencia del Imperio del Medio para una serie de bienes fundamentales (por ejemplo, tierras raras y tecnología “verde”). Aun así (o quizá por ello), nuestra respuesta a China es inconexa, fragmentada, incoherente: mientras Lituania ha permitido el establecimiento de una oficina representativa de Taiwán en Vilnius, Francia y Alemania lideran el bando de aquellos reticentes a enfadar a Pekín. En el Indo-Pacífico más amplio, nuestra endeble Estrategia para Cooperación refleja un intento por las instituciones de hacer lo que puedan en un campo en el que carecen de competencias, frente a 27 voluntades políticas divergentes.

Tememos un conflicto en el Mar de la China Meridional que desestabilizaría totalmente la región –y más allá–, que podría resultar en una confrontación abierta con Washington, a la que nos veríamos arrastrados. Porque, a día de hoy, y sin perjuicio de las ambiciones macronistas de “autonomía estratégica”, la realidad es que seguimos dependiendo de Estados Unidos (mediante el paraguas OTAN) para nuestra seguridad. Una realidad que se puso de evidencia tras la chapucera retirada de Afganistán en 2021, y que se sigue demostrando en Ucrania. Que hace que la posibilidad de un retorno de Donald Trump a la Casa Blanca sea más alarmante aún.

Este último temor es especialmente existencial por la envergadura de la situación (cada vez menos) hipotética. Quizá sea el miedo más racional de todos, al ya haberlo vivido. Su victoria, que el establishment no vio venir, marcó un antes y un después en la manera de hacer política; en la marea populista global (los ramalazos trumpianos resultan obvios en Orbán, Bolsonaro, Milei y más allá). Aunque la perspectiva demuestra que la proyección exterior de Washington tiene una consistencia muy alta (en ámbitos clave como China u Oriente Medio, la política de Biden no dista cualitativamente de aquella de Trump), en diplomacia –y en la vida pública en general– no se puede subestimar la relevancia de las formas. Frente al “qué”, trasciende el “cómo”: la imprevisibilidad –de la que alardea– genera confusión y se convierte en lastre de incertidumbre, antítesis de las relaciones multilaterales; desarbola a los aliados (muy principalmente, a la UE). Preocupa su claro desprecio de la Alianza Atlántica, así como sus comentarios recientes –por ejemplo, que Rusia podría hacer “lo que quisiera” con socios de la OTAN que no lleguen al acordado 2% del gasto–.

En un contexto protagonizado por el miedo, en el que reinan los temores (fundados), nuestra mejor defensa será la cohesión: presentar un frente unido ante los retos que se perfilan en el este –y en el oeste también–. Nuestros rivales están contando con la fragmentación que a menudo ha caracterizado la UE; buscan explotarla, aprovecharla en beneficio propio; instrumentalizar nuestros miedos. Solo podremos resistir si estamos unidos.

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