La utilidad del fracaso

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La utilidad del fracaso

Visito el mariposario del Parque de las Ciencias en mi querida ciudad de Granada y el monitor que allí trabaja nos cuenta algo que me hace pensar. Al parecer, para que la mariposa pueda volar es necesario que haga un trabajo que para ella es demoledor. Para conseguir salir del capullo tiene que mover las alas con todas sus fuerzas durante unos minutos que llegar a ser agotadores. Ese esfuerzo descomunal es imprescindible para que sus alas se fortalezcan. No son pocas las mariposas que no consiguen su objetivo y mueren poco antes de echar a volar. Y es curioso observar que si el monitor ayudara a las mariposas más débiles y las sacara con sus propios dedos, estas también morirían al poco tiempo. Una mariposa sin alas fortalecidas no puede sobrevivir.

Este ejemplo me sirve para reflexionar sobre la importancia del fracaso. Seguramente, si no hubiera mariposas que murieran tampoco habría mariposas que sobreviven. En nuestro mundo actual sobreabundan los mensajes de éxito. Todo es crecimiento, productividad, eficacia, competitividad y eficiencia. Todo es resultado y rentabilidad. Listas de rankings. Posición en la tabla. Pole position personal. Es obvio que dicha mentalidad capitalista es necesaria si queremos que una determinada empresa rinda, pero es profundamente injusta cuando se la aplicamos a los seres humanos.

Nada genera más desazón, molestia y malestar que cruzarse con un triunfador. Esa persona que no para de recordarnos lo bien que la va, los viajes que hace, el número de metros cuadrados de su casa, el cochazo que acaba de comprarse, la pasta gansa que gana. Hay algo inhumano en dicha actitud, algo tremendamente falso. Algo que genera cierto rechazo. Las personas no somos así y, desde luego, no somos así todo el rato ni todo el tiempo. El hombre de éxito nos resulta un pedante quizás porque nos genera cierta envidia –por qué no decirlo–, pero sobre todo porque no nos parece real. Todos sabemos que el éxito continuo no es ni sano ni bueno ni frecuente. La persona que solo habla de lo bien que le va nos acaba por dar la impresión de que quiere ocultarnos algo.

Un mundo repleto de personas autosuficientes que han alcanzado las más altas cotas del éxito, que dominan la tecnología y viven rodeados de riquezas, que solo beben el dulce néctar de la prepotencia. Suena bien, parece atractivo, pero es un gigante con pies de barro. Un narcisista que acabará ahogándose en el pantano de sus miserias después de haberse enamorado de una visión distorsionada de sí mismo.

La experiencia vital nos enseña que lo normal es fracasar. Es más, que dicho fracaso es el que nos hace mejores. No amamos a la persona amada por sus virtudes. No queremos a nuestros hijos porque saquen buenas notas o por que destaquen en algo. Más bien es todo lo contrario: los queremos mucho más cuanto peor les va, cuantos más problemas tienen, cuanta más ayuda necesitan. Y esa mala época, esa noche oscura del alma que diría San Juan de la Cruz, es la que nos acerca a la verdad, a la humildad, a la aceptación de la realidad.

Cuando un hijo tiene de todo, cuando una relación no ha estado sometida a ninguna crisis, cuando una empresa no ha tenido que hipotecarse, cuando el estudiante saca buenas notas sin necesidad de estudiar está marcando su final. Todos sabemos que fracasar es fundamental. Nos enseña a combatir y a resistir. Menuda paradoja. Las jóvenes generaciones son poco resilientes porque no tienen ni idea de qué hacer cuando vienen mal dadas. Nula tolerancia a la frustración. Ese es el mal de nuestro tiempo.

Cuando la pareja supera la crisis matrimonial, cuando nos enfrentamos al bache económico, cuando superamos una adicción, una caída en los infiernos, una mala racha. Cuando tenemos que pararlo todo porque empezamos las sesiones de quimioterapia. Es en ese momento cuando la cosa cambia, cuando conocemos las cosas tal y como son. Y es entonces, y solo entonces, cuando crecemos. El árbol necesita ser podado para ser más fuerte. El bebé tiene que ser vacunado con los peores virus conocidos si quiere desarrollar una sana inmunidad. Hay centenares de ejemplos. La humillación nos hace humildes. Las derrotas nos enseñan a disfrutar mucho más de las victorias. Los platos que mejor saben son los que comemos con menos frecuencia. Uno alcanza las más altas cotas de placer después de someterse a una sesión de ayuno dopaminérgico.

Y es ahora cuando entendemos por qué nos genera tanto rechazo aquel que nunca lo ha pasado mal. El que es muy exitoso presenta cierta dificultad para comprender al inútil, consolar al enfermo y empatizar con el pobre. Si no lo hemos vivido en nuestras propias carnes, si no nos han traicionado alguna vez, no podremos entender muchas cosas. La vida es dura, está repleta de altibajos, sin sabores, días malos y días peores. La vida mancha, pincha, duele, pica, fastidia, cansa. Por eso es tan sumamente atractiva. Y aquí viene la auténtica paradoja. Si nunca lo has pasado mal jamás podrás pasarlo bien. Si no hubiera habido Crucifixión (¿acaso hay una escena que no desprenda un mayor aroma de fracaso que esa?), jamás habríamos disfrutado del perdón de la redención.

Así que ya saben, mis queridos lectores, no le tengan tanto miedo al fracaso. Piensen que no es más que una casilla por la que debemos pasar si queremos llegar a victoria final. El impuesto que hay que pagar para poder gozar de ciertos placeres. Si no te dejas la piel en el entrenamiento nunca ganaras el campeonato y muchas veces, la mayoría de las veces, ni siquiera por esas. Esas son las lágrimas que debemos verter para alcanzar la auténtica y verdadera felicidad. Y eso es lo que explica, entre otras muchas cosas, que los seguidores del Atlético de Madrid estemos tan cerca de la verdad. Pues sabemos que jamás ganaremos una Copa de Europa: ni falta que nos hace. Preferimos, una y mil veces, agarrarnos a un equipo que nos permita entender de que pasta está hecha la Humanidad.

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