La regeneración de Europa

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La regeneración de Europa
La Acrópilis de Atenas (CC Christophe Meneboeuf)

Desde hace años, Europa exhibe síntomas de descomposición. Ha disminuido el afecto y la adhesión a los principios y valores que forjaron la Unión Europea y las ideas de los “padres fundadores”. La democracia liberal se encuentra en crisis, amenazada no tanto por la dictadura como por formas y mecanismos opuestos a ella. Por ejemplo, se pone en cuestión el Estado de Derecho, la división de poderes y la necesidad de limitar el poder democrático. La concepción clásica del Derecho como búsqueda de la justicia ha entrado en declive. Si no hay verdades morales, tampoco habrá justicia. Y el Derecho queda reducido a la expresión de la voluntad del gobernante.

El bien común es sustituido, en el mejor de los casos, por el interés general, normalmente entendido como el interés de la mayoría. La Universidad va perdiendo su espíritu originario, reduciéndose a un centro de formación profesional superior en el que los profesores son en ocasiones “colegas” benevolentes que sobreprotegen a estudiantes infantilizados. Hay que mantener satisfecho al cliente que, por supuesto, siempre tiene razón. Hay padres que pretenden asistir a la revisión de los exámenes de sus hijos o les acompañan a hacer la matrícula.

Hay algo que supera la condición de síntoma: la absoluta desprotección jurídica del derecho a la vida. La aceptación general (ciertamente no total) del aborto constituye una prueba de la descomposición moral de Occidente. En unas pocas décadas, el aborto ha pasado de ser un delito despenalizado en ciertos supuestos a considerarse un derecho fundamental. Francia ha sido el primer país que lo ha consagrado como un derecho constitucional. Acaso las urnas estén empezando a pasar factura. Considerar el aborto como un derecho constituye una aberración jurídica, además de moral. Si hay un derecho al aborto o a la eutanasia, existe un deber de matar. Los principios de nuestra civilización se derrumban.

Acaso la causa principal sea la negación de la condición personal del hombre derivada del ateísmo que se ha extendido por Europa, al menos en los últimos dos siglos. Su raíz se encuentra en la pérdida de vigencia social del cristianismo. Antes era muy sencillo fundamentar la dignidad del hombre y determinar su contenido. Ambos procedían de Dios. La dignidad del hombre se fundamenta en su condición de imagen y semejanza con Dios, y a su vez, establece el principio de la fraternidad universal. Somos hermanos porque somos hijos de Dios. Aquí se encuentra también el fundamento de los derechos naturales, que pertenecen al hombre con independencia de su reconocimiento por los Estados. Rechazada la existencia de Dios, sólo quedaría la razón como fundamento derivado de la concepción religiosa.

Pero ya nos hemos arreglado para relativizar hasta a la razón. ¿Qué es la razón? La dignidad humana se convierte en una mera palabra y los derechos en retórica política. La equiparación con los animales y el reconocimiento de sus derechos no es la extravagancia de mentes descarriadas, sino la consecuencia natural. La cosa no es nueva. Hace décadas Skinner tituló uno de sus libros Más allá de la libertad y la dignidad. Y si el hombre carece de dignidad, todo está permitido.

Con la libertad y la dignidad perdemos también la espiritualidad. El materialismo ha anegado la cultura europea de los últimos siglos. La degradación del espíritu provoca la degradación de la palabra y, en general del arte. Como afirma Andréi Tarkovski, “no es casualidad que el arte, en los dos milenios de historia del cristianismo, siempre se haya desarrollado en las cercanías de las ideas y principios de la religión”. Hoy el arte de masas se reduce al entretenimiento y se olvida de lo que Steiner calificó como “presencias reales”. La esencia del arte es espiritual y, en definitiva, religiosa. Estamos perdiendo nuestra autocomprensión como europeos y como seres humanos. No es extraño que se propague la idea de que la existencia humana carece de sentido. El amor y el sacrificio se extinguen. Sólo queda el placer y su consecuencia previsible: el dolor. Urge la recuperación de la vigencia social del cristianismo. Esto no significa no la reivindicación de una Europa confesional, pero tampoco la reducción del cristianismo a mera cultura que impide pasear por el Museo del Prado sin entender nada de lo que se ve.

Y aunque esto no es lo más importante, conviene recordar que es el cristianismo, a diferencia del judaísmo y del islam, el que fundamenta la separación entre la Iglesia y el Estado y abre de este modo el camino a la autonomía del poder civil y las libertades públicas. Así lo recordó Benedicto XVI en su discurso ante el Parlamento alemán. En el cristianismo hay una moral revelada, pero no un derecho revelado. No es extraño que la planta democrática haya arraigado en sociedades de tradición cristiana o influidas por ella. Tocqueville advirtió que la democracia no tenía que temer nada del cristianismo, pues él conduce necesariamente a ella. Por el contrario, llama desgraciadas a las sociedades que abrazaban a la vez la democracia y la irreligión.

La historia muestra que las sociedades y las culturas mueren. Europa podría no ser una excepción. Pero si el diagnóstico anterior no es descabellado, la crisis moral tiene solución. El ateísmo está en declive. La ciencia, si es que alguna vez lo fue, ya no es atea. Basta contemplar las consecuencias de la mecánica cuántica, la relatividad, el Big Bang, el teorema de Gödel, el segundo principio de la termodinámica o el principio antrópico. No digo que estas realidades prueben la existencia de Dios, pero sí que la hacen verosímil e incluso la apoyan.

El materialismo produce infelicidad, hastío. Esto no significa por sí solo que sea falso, pero si a esto se añade que ya no hay razones en su favor, la puerta al espíritu queda abierta. Solo hace falta pasar.

El problema de Europa es filosófico. Como creo que se trata de una tesis extravagante, que muchos ni siquiera entenderán o se reirán de ella, me acogeré al argumento de autoridad. La conferencia impartida en Viena por Edmund Husserl los días 7 y 10 de mayo de 1935, titulada “La filosofía en la crisis de la humanidad europea” termina con estas palabras:

“La crisis de la existencia europea sólo tiene dos salidas: la decadencia de Europa en la alienación respecto de su propio sentido racional de la vida, la caída en el odio espiritual y en la barbarie, o el renacimiento de Europa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que supere definitivamente el naturalismo. El mayor peligro de Europa es el cansancio. Luchemos contra este peligro de los peligros como ‘buenos europeos’ con esa valentía que ni siquiera se arredra ante una lucha infinita; resurgirá entonces de la brasa destructora de la incredulidad, del fuego lento de la desesperación sobre la misión de Occidente respecto de la humanidad, de las cenizas del gran cansancio, el Fénix de una nueva vida y de una espiritualización nueva, garantía primera de un futuro grande y remoto para la humanidad: porque sólo el espíritu es inmortal”.

Europa necesita una regeneración espiritual. Explicar por qué esta regeneración solo puede proceder de la filosofía, exigiría mostrar las relaciones entre el cristianismo y la filosofía, que no son de oposición sino de armonía.

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