Libros infantiles ¿divertidos?

publicado
DURACIÓN LECTURA: 8min.

Un rasgo básico de los libros de “chicos malos” es el humor y la visión satírica de los adultos

Entre los libros que se convierten en los favoritos de muchos niños durante unos años, son especialmente significativos aquellos que retratan con humor sus actividades cotidianas. La razón es que, precisamente porque pretenden ser como un espejo divertido de sus vidas, reflejan bien cuál es la educación que se intenta dar en una sociedad concreta. Y si en el pasado hubo series locales de este tipo, ahora mismo las hay que, como tienen un alcance global, nos permiten entender algo mejor en qué mundo vivimos.

Es el caso de Diario de Greg: sus episodios comenzaron en 2004 en la red y tuvieron un gran éxito; al primer libro que se publicó, en 2007, le han seguido cinco más, el último en noviembre pasado; se han traducido a más de 30 idiomas y han vendido casi cuarenta millones de ejemplares. En 2009 la revista Time incluyó a su autor, Jeff Kinney, entre las 100 personas más influyentes del año, aunque el mismo Kinney, al enterarse de la nominación, dijo que agradecía el honor, pero que no lo podía tomar en serio cuando, en su propia casa, era la cuarta persona más influyente.

Pero, antes de comentar los libros protagonizados por Greg Heffley y su familia, conviene ponerlos en contexto: señalar de qué tradiciones se alimentan, qué rasgos comparten las series semejantes, y cuál es la diferencia entre los libros del pasado y los de ahora.

Los narradores-niños de muchos relatos infantiles pueden ser convincentes por lo bien que su voz atrapa el modo infantil de ver las cosas

Humor y cercanía

Un rasgo básico de los libros de “chicos malos” es el humor. Una parte se basa en que ponen a sus protagonistas en situaciones cuyas implicaciones ellos no comprenden bien, pero sí captan sus lectores, que sufren o se divierten por anticipado al hacer conjeturas sobre cómo podrán sus héroes salir de los líos en los que se meten. Otra, para lectores de más edad, se apoya en las ironías hacia el comportamiento adulto: bien al contrastarlo con el que se pide a los niños, bien al poner de manifiesto la falta de conocimiento del niño que algunos educadores tienen. Esto quiere decir, en el caso de los libros más declaradamente satíricos, que no se pueden esperar personajes adultos sin un lado cómico: el género no lo permite.

Otro rasgo es que reproducen contexto social, situaciones y lenguaje del entorno de los lectores: desean ganarse a su público haciéndole leer y disfrutar, buscan ayudarle a que se integre mejor en su entorno, etc. Por tanto, y precisamente porque presentan la sociedad concreta del momento y lugar en el que se publican, suelen pasar de moda rápido y, si acaso se reeditan, a veces se actualizan no sólo las portadas sino también las expresiones y artefactos que usan los héroes. Ahora bien, esto permite calificar como excepcionales a los personajes y series que duran generaciones y alcanzan ambientes más variados y distintos del original —El pequeño Nicolás es el mejor ejemplo—.

El reproche lógico a estos libros, el de la excesiva perspicacia de muchos pequeños protagonistas, subraya que son libros que no han de ser juzgados primariamente por su calidad literaria. Indica que la verosimilitud que podemos pedir a un relato infantil depende de lo que a nuestro alrededor es común: una película de dibujos animados no resulta verosímil en cuanto semejante a la realidad que nos rodea, pero sí es verosímil en cuanto inteligible ahora y aquí por un público acostumbrado a ese tipo de representación; de hecho, unas películas de dibujos son más verosímiles que otras.

Del mismo modo, los narradores-niños de muchos relatos infantiles no son realistas —por ejemplo, en el sentido de que es imposible que un niño se explique tan bien, o de que los diálogos sean tan buenos—, pero pueden ser convincentes por lo bien que su voz atrapa el modo infantil de ver las cosas, o por lo bien que describen algunas situaciones con esa perspectiva. Y, por supuesto, no se ha de olvidar que hablamos de libros que los niños leen porque les gustan, no de libros que se les caen de las manos.

Diferencia entre los de antes y de ahora

No se puede hacer un juicio global que abarque las obras triunfadoras de este género (véase artículo relacionado), más allá de que todas están bien y tienen chispa. Primero, porque su carácter episódico hace que incluso dentro de cada libro y de cada serie las diferencias sean grandes; luego, porque unas son más para niños y otras lo son para lectores más mayores; además, unas tienen aires más ingenuos y otras son declaradamente sarcásticas. Por otro lado, unas son una colección de flashes —como las tiras cómicas pensadas para ser vistas de una en una—, y otras presentan el humor a continuas cucharadas, con lo que los aciertos a veces acaban diluidos en medio de incidentes y observaciones sin valor.

Dicho esto, no es necesario explicar por qué a muchos lectores niños les resulta difícil conectar con los libros más antiguos, aunque los mejores literariamente se cuenten entre ellos, pero sí conviene decir algo respecto a los acentos que, algunas veces, tienen algunos libros actuales. Como no podía ser de otra manera, los libros infantiles están cada vez más «contaminados» por lo que se presenta como habitual en otra clase de ficciones: cómics, películas, series de tv, etc. Así, tiras cómicas como Charlie Brown, Mafalda, o Calvin y Hobbes, aunque hagan bromas e ironías propias del mundo adulto, tienen un peso grande en ficciones posteriores en las que aparecen niños. No hay que insistir tampoco en la influencia que tienen, por ejemplo, series como Los Simpson, aunque sólo sea porque los autores de las novelas infantiles las conocen bien.

Es decir, las diferencias fundamentales que notamos del pasado al presente tienen que ver con la sociedad en la que los libros nacen y triunfan: se han ampliado mucho los márgenes de lo aceptado socialmente y hay contenidos que antes no se consideraban convenientes, pero que ahora hay quien sí los considera no sólo inofensivos sino incluso necesarios, y por eso los incluyen en los libros infantiles e incluso en los planes educativos.

Algunos libros actuales presentan profesores y padres que aceptan en los niños comportamientos maleducados en la vida cotidiana o que, como no lo hacen y no reaccionan de modo tolerante ante los héroes, acaban llevándose su merecido. Aunque, al final, según el entorno del receptor, habrá quien considere algunos libros como cercanos y graciosos, y habrá otros que los vean como improcedentes e incluso estúpidos, es cierto que a veces los libros de LIJ se miden por el gancho lector que tienen, pero no por el sentido del respeto que transmiten: por eso triunfan hoy relatos chuscos que recurren a un humor de bajo nivel y dudoso gusto entre los niños [1]. Pero insisto en que no debemos echar la culpa de lo anterior a los libros de LIJ: ya en 1917 Marcel Duchamp puso un urinario en una galería y en 1922 James Joyce describía un retrete en el Ulises.

Estudiar el torbellino

Lo anterior hace pensar que no basta enseñar qué relatos tienen calidad y cuáles no la tienen, sino que hace falta una educación del gusto. Los niños, igual que cualquiera, comprenden bien que cada uno ha de saber personalmente qué cosas le gustan y qué cosas deberían gustarle, y que luego, en sus elecciones ha de asumir con honradez que no todo lo que a uno le gusta es lo que debería gustarle [2]. Hace pensar también en la importancia que tiene la espontaneidad de algunos éxitos, aunque pueda ser manipulada: si no hay publicidad alguna que haga leer un libro largo a un niño, y menos que le haga elogiarlo si le ha aburrido, hay que llegar a saber qué teclas toca ese libro; lo cual quiere decir que, frente a los éxitos inducidos desde instancias educativas, los éxitos comerciales, incluso con sus deficiencias, pueden merecer más confianza si son libros bien hechos y honrados en sus intenciones.

En esta dirección es útil la idea de Marshall McLuhan acerca de que no hay forma de aislarse de los avances tecnológicos, y que sólo si los comprendemos podremos ganar un cierto control sobre ellos. Para explicarlo McLuhan ponía como ejemplo el relato Descenso al Maelström, de Edgar Allan Poe, y señalaba que su protagonista «pudo salvarse estudiando la acción del torbellino y cooperando con él»: al actuar como un espectador de su propia situación pudo coger «el hilo que le permitió salir del laberinto» [3]. Si esto lo aplicamos a las lecturas de los niños podemos afirmar que sólo los educadores que las conocen personalmente y se acercan a ellas con simpatía, podrán diagnosticar lo que sucede y estarán en condiciones de maniobrar de acuerdo con el viento.

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Notas:

[1] En el pasado sería impensable que una chica se llamase Susana Bragas Sucias, como la amiga de Manolito Gafotas, o que triunfase una serie cuyos protagonistas son dos chicos de aspecto parecido a los Simpson que dibujan historias de un superhéroe al que llaman El capitán Calzoncillos.
Elvira Lindo, Manolito Gafotas (1994), Madrid: Alfaguara, 1994.
Dav Pilkey, Las aventuras del Capitán Calzoncillos (The Adventures of Captain Underpants, 1997), Madrid: SM, 2000.

[2] Tomo ese párrafo de uno que, en otro contexto, emplea T. S. Eliot: «Es asunto nuestro, como lectores de literatura, saber qué es lo que nos gusta. Es asunto nuestro, como cristianos, saber qué cosa debería gustarnos. Es asunto nuestro, como personas honestas, no asumir que cualquier cosa que nos guste es lo que debería gustarnos».
T. S. Eliot. Religión y literatura (contribución a Faith That Illuminates, 1935), en La aventura sin fin, Barcelona: Lumen, 2011, p. 282.

[3] Marshall McLuhan, Escritos esenciales (Essential McLuhan, 1995), compiladores: Eric McLuhan y Frank Zingrone, Barcelona: Paidós Ibérica, 1998, pp. 37 y 317.

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