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Murdoch, víctima del monstruo que creó

publicado
DURACIÓN LECTURA: 9min.

El problema de la prensa sensacionalista no es únicamente de procedimientos sino de contenidos: es imposible cocinar una basura cordon bleu

Rupert Murdoch se ha convertido en carne de prensa. La aldea global sigue el reality show del magnate con estupor, escándalo y morbo. Murdoch prueba de su propia medicina, o, dicho de otro modo, es la víctima del monstruo que creó. Y es probable que en estos momentos, al cabo de su vida, se sienta como William Randolph Hearst, interpretado por Orson Welles bajo la máscara de Charles Foster Kane.

Nadie puede creer que el empresario australiano desconociera la existencia de métodos abyectos y reprobables en News of the World, hasta el extremo del espionaje de los mensajes de móvil de la joven secuestrada y asesinada Milly Dowler. Ningún dueño de medios está al margen de los sistemas que usan sus empleados, más cuando precisan una partida de gastos ingente: contrato de detectives, escuchas a través de tecnología sofisticada, etc. De poco le ha valido a Murdoch reconocer el daño infligido por el ex director Andy Coulson a cuatro mil personas espiadas, gente pública y anónima, y cerrar el semanario. La polémica está servida, pone en jaque a toda la prensa amarilla y exige depuración de responsabilidades.

Más regulación no hará más decente al periodismo, si los propios periodistas no tienen una exigencia ética más elevada

¿Estamos tocando fondo?

La reacción que la noticia ha generado en la opinión pública resulta sorprendente. Los medios de todo el mundo recogen semana tras semana noticias, análisis, columnas de opinión sobre este “género”, si puede llamarse así: sobre sus métodos, y los daños y consecuencias que tienen para las víctimas y los destinatarios. Los más optimistas ven en ello indicios de que el sensacionalismo toca fondo y los lectores y las audiencias se cansan de los formatos basura y reaccionan ante sus excrecencias. Para otros, el público tratado como masa, es manipulable tanto para el mal como para el bien, y responde a las indicaciones del regidor con sumisión. Antes tocaban aplausos, ahora pitos.

No nos engañemos, las revelaciones del periódico The Guardian están más relacionadas con el miedo al imperio mediático que con la preocupación por la ética periodística, al igual que las reacciones políticas en el Parlamento. Como dice Soledad Gallego-Díaz en El País, “la desagradable realidad es que, por mucho que digan estar escandalizados, los sucesivos Gobiernos británicos, tanto conservadores como laboristas, se han llevado estupendamente con el imperio Murdoch y que jamás les ha importado no ya que fuera en buena parte amarillo, algo casi decente, sino su deslizamiento hacia un auténtico periodismo bazofia”.

El empleo de tácticas ilícitas e incluso delictivas para obtener la información ha dejado al magnate pingües beneficios. Murdoch, domina el 40% de la prensa británica, es propietario de muchos medios en EE.UU. y Australia, y estaba a punto de adquirir el 100% de BSkyB, la principal plataforma de televisión de pago del Reino Unido, de la que ya participaba en un 39%. Su grupo incluye también diarios serios y respetados (The Wall Street Journal, The Times), pero no son estos precisamente los que más alimentan su cuenta de resultados.

No sólo los tabloides de Murdoch están aquejados de este cáncer en Gran Bretaña. El mal en la prensa anglosajona es más extenso y profundo, aunque ahora se revele con toda su crudeza y provoque rechazo lo que antes se aceptaba con placer morboso.

Hay que agradecer que la opinión pública exija responsabilidades a la prensa, a la policía y a los políticos, algo impensable en países mediterráneos. La salud de una democracia se mide en la eficacia de sus instituciones, en la capacidad de perseguir y castigar la corrupción y en una sociedad civil que rechaza la mentira.

El problema es la basura

A juzgar por los datos, el amarillismo no parece que esté tocando fondo. A los británicos, muchos de los cuales consumían información basura (News of the World tiraba tres millones de ejemplares), les ha molestado que se les mienta sobre el modo de cocinar esa basura, no la basura misma. Sin embargo, es imposible cocinar una basura cordon bleu. El problema no es únicamente de procedimientos sino de contenidos. Y quizá al final determinados contenidos solo pueden ser obtenidos con métodos poco escrupulosos. El pagar por la información o contratar detectives para espiar a famosos no parece ser una exclusiva de los medios de Murdoch. Después de todo, News of the World era solo un primus inter pares dentro de los tabloides británicos.

La relación directamente proporcional entre incremento de información escabrosa y aumento de tiradas o de audiencias es muy golosa para los empresarios de la comunicación. En España, Tele5, adalid de la telebasura, alcanzó a TVE en el liderazgo de audiencias en el mes de mayo, con cerca de un 15%. Aunque algunas fórmulas se hayan agotado, la realidad es que el resorte del morbo, sobre todo cuando falta la creatividad y la crisis se agudiza, continúa dando resultados.

El sensacionalismo mediterráneo

En España, de forma similar a Italia y Francia, no hay prensa amarilla al estilo de los tabloides anglosajones. Hubo un tímido y fugaz intento en los años noventa con el periódico Claro, diario de sucesos, que todo el mundo vio como heredero de El Caso.

El sensacionalismo ha encontrado su vía de contagio en España a través de las revistas y programas del corazón. Con la eclosión de las cadenas privadas de televisión han aparecido en la pequeña pantalla engendros de gran audiencia bajo la denominación popular de “programas basura” en los que participan algunos periodistas con pocos escrúpulos junto con personajes que cumplen su papel de títere, bufón o princesa del pueblo. Es el caso de Supervivientes, La Noria o Sálvame o, con anterioridad, Aquí hay tomate, etc. En ellos se convierte la telerrealidad en noticia, se falta al rigor informativo, se airea sin pudor la vida íntima de los famosos, se insulta y se juega con la fama, la imagen y la honra con medios menos sofisticados que los de la prensa amarilla británica pero igual de miserables.

El recurso a la justicia, a través de denuncias y querellas, más que de escarmiento, sirve para aumentar las audiencias. Los procedimientos son largos y las posibilidades de recuperar derechos tan inmateriales y sensibles como los mencionados prácticamente nulas. Además, los ingresos por publicidad en dichos programas, compensan con creces las multas que haya que pagar. Calumnia, que algo queda… a veces mucho.

La audiencia como mercancía

El fondo del problema estriba en el concepto de audiencia que los medios tengan. Muchos olvidan que en el proceso de la comunicación, la audiencia es el receptor, el destinatario de la información. Más aún, es el poseedor del derecho a la información, el derecho a ser informado de forma veraz que se contiene en el artículo 27 de la Constitución Española. Y es el público quien deposita ese derecho en manos de los profesionales de la información para que lo satisfagan ejerciendo el deber de informar.

Si la audiencia se convierte en moneda de cambio o en mercadería, si el destinatario de la comunicación es el anunciante, en lugar del público; entonces todo vale con tal de vender. La prensa abdica de sus funciones y se convierte en tratante de ganado. Son los mass media al más puro estilo dictatorial.

El contagio de procedimientos tan beneficiosos a medios serios y rigurosos, y la tentación de rebajar los niveles de calidad o de reducir el autocontrol están a un paso.

Autorregulación y exigencia

Es conocido el rechazo que los periodistas tienen a la censura y a la regulación externa. El cuarto poder es tan peligroso como codiciable para los gobiernos, y controlarlo es un deseo que se acrecienta cuanto más lejano de la democracia está el régimen. De hecho, una de las imposiciones primeras de los gobiernos totalitarios es el control de la prensa y su uso como medio de agitación y propaganda.

Delitos como los que se han cometido en la prensa de Murdoch o abusos como los que se ven a diario en los programas basura españoles sólo contribuyen a que los otros tres poderes se replanteen la necesidad de una regulación externa, que muchas veces sólo es una excusa para sacudirse la incomodidad de una prensa que les intimida y cuestiona sus excesos.

De alguna manera hay que poner coto a las malas prácticas que lesionan la imagen del buen periodismo. Desde la profesión periodística, la autorregulación se ha visto como una solución intermedia entre la censura y la anarquía: que sean los propios medios los que impongan su código ético conforme a la deontología, la Constitución y el Código Penal. Por el momento resulta insuficiente. Junto a las normas reguladoras tradicionales, han surgido otras como la Ley General de Comunicación Audiovisual en España, que incluye la creación de un Consejo Estatal de Medios Audiovisuales con capacidad sancionadora, y que se suma a los tres consejos ya existentes en tres comunidades autónomas. Dicha ley, por el momento, ni siquiera ha sido capaz de garantizar el cumplimiento de los horarios de protección infantil. Hecha la ley, hecha la trampa.

Pero si algo enseña también la crisis británica es el fracaso de la autorregulación a través de la Press Complaints Commission, que, en teoría, debería atender las quejas del público contra tropelías de la prensa.

Debates públicos como los que vivimos a raíz del caso de News of the World nos dan una buena oportunidad para reflexionar. Más regulación –externa o interna a la profesión– no hará más decente al periodismo, si los propios periodistas no tienen una exigencia ética más elevada, que no se reduce solo a no utilizar medios ilegales.

Junto a la existencia de normas jurídicas es preciso empeñarse en la formación de los futuros periodistas, impartiendo seriamente la ética profesional y el Derecho de la Información en las facultades. Forjar buenos profesionales con conciencia ética capaces de sobreponerse a las malas prácticas, generar una cultura de buen periodismo y llegar a dirigir los medios e incluso –por qué no– a gestionarlos. Una empresa periodística es una empresa muy particular. De la calidad de su producto depende la libertad de su destinatario y su capacidad de decidir política, social y personalmente.

Y, junto a esto, hay que colocar en el verdadero lugar al destinatario de la información, a los lectores, a las audiencias. El fortalecimiento de instancias intermedias como las asociaciones de oyentes, telespectadores y consumidores de la televisión es vital para exigir a los medios una comunicación de calidad y acorde con la madurez del público, en especial el infantil.

Todo lo que se genere en esta línea: sellos de calidad, premios a los mejores programas y profesionales, foros de debate, etc., contribuye a mostrar a directivos y empresarios preocupados por la cuenta de resultados que lo bueno vende.

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